En efecto, hoy toca hablar de mi visita al Duomo. Y sí, tal como os decía ayer, después de casi toda la vida deseando visitarla, el encontrármela con andamios supuso un pequeño golpe para mi ya que su visión –pese a su magnificencia innegable– no hacía justicia a las imágenes que de ella había visto en innumerables revistas de viajes ni me permitiría tomar esas fotografías que tantas veces había imaginado en mi cabeza. Y no solo eso. En los templos y sobre todo en las catedrales, a mi me gusta que reine la oscuridad, alumbrada únicamente por la luz solar filtrándose a través de vidrieras policromadas. En el Duomo hay tantos focos que a mi entender molestan tanto a la hora de tomar fotografías como a la de conseguir el recogimiento debido en un lugar así.
No obstante, pasada la mínima decepción inicial, uno no puede hacer otra cosa que sentirse insignificante junto a tal grandiosidad, con esas fachadas recubiertas de mármol cargadas de esculturas, su nave central de 45 metros, la Madonnina –estatua de cobre dorado que representa a la Asunción de María y que dio pie a una ley según la cual ningún edificio de Milán podía rebasar su altura–, sus gárgolas, chapiteles y esos bosques de pináculos que no os debéis perder y que obligan a adquirir la entrada con acceso a las terrazas. Además, en días soleados y claros, las vistas son impresionantes. Precisamente, finalizo la serie con una vista del Diamantone, en la zona de rascacielos de Porta Nuova donde había comenzado mi paseo esa mañana.
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