viernes, 9 de marzo de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimotercero (III)


4

En ese momento, Pierre se sintió súbitamente sobrecogido por la imagen de una bella joven que permanecía inmóvil en el lugar en que poco antes se había dado el tumulto. Había algo enigmático en ella, difícil de explicar, pero real. Su cuerpo era esbelto y daba la impresión de estar rodeado por algún tipo de aura energética, o al menos a él le dio esa impresión. Sus generosas y marcadas curvas se entallaban armoniosamente en una espectacular figura. Vestía una minúscula falda negra de cuero, que si hubiese sido más corta no hubiese existido, el talle de la cual finalizaba al principio de unas largas y estilizadas piernas. Éstas, enfundadas en sendas medias de rejilla de malla, estaban protegidas a partir de las rodillas por la caña de un par de botas de ante, con finos tacones de aguja y tan negras como la chaqueta que cubría el resto del cuerpo y que la joven llevaba sin abotonar, lo que dejaba al descubierto un delicado corpiño de encaje, también negro, que ceñía y elevaba los pechos más sensuales que Pierre recordaba haber visto nunca. La cara de la chica era preciosa y se emplazaba en una cabeza perfecta, tocada por una densa y ondulada cabellera negra como el azabache, situada sobre un delicado y fino cuello.

- ¡ Eh, tío ! -le gritó Omar, al ver como su amigo se había quedado petrificado.
- ¿ Qué está wachando ? -se preguntó Jimmy en voz alta.
- ¿ Qué dices ? - dijo Amir, no familiarizado aun con las palabras en argot de Nuevo Méjico que Jimmy dejaba caer en su vocabulario de tanto en tanto.
- ¿ Que qué mira ? -repitió.

Pero Pierre no oía a sus amigos, estaba totalmente ensimismado ante aquella visión. Lo primero que le vino a la cabeza, a causa del parche que tapaba uno de los ojos de la desconocida, fue un retrato de la española Ana de Mendoza, conocida como la Princesa de Éboli, y de quien había tenido que realizar un trabajo años atrás en el colegio.

- Pierre -gritó Omar de nuevo-, ¿ vienes o qué ?.
Pierre regresó a la realidad.
- Ya voy, ya voy.

Mientras corría hacia sus amigos, una idea tomó forma en su cerebro. Extrañamente, recordó de pronto que Omar le había explicado en una ocasión el origen de la Piedra Negra de la Kaaba. Ésta, una roca de basalto de unos treinta centímetros de diámetro, engarzada en plata, se encontraba incrustada en la denominada esquina yemení de la pared meridional de la Kaaba, la casa sagrada de Alá, en La Meca. Lo curioso era que, según la tradición, Abraham había recibido la roca de manos del arcángel Gabriel, siendo ésta inicialmente de un color blanco inmaculado. Según la tradición, o una versión de ésta, el contacto de la piedra con los pecados humanos había sido la causa de su progresivo ennegrecimiento. Pierre sintió un escalofrío. No sabía por qué había recordado esa historia en ese preciso instante, pero advirtió que, si el negro identificaba lo oscuro, lo impuro, la maldad en definitiva, entonces la imagen de aquella joven desconocida no podía ser menos tranquilizadora.

- ¿ Qué te ha pasado ? -le preguntó Amir-, estás blanco.
- Nada -respondió Pierre algo alterado-, me he distraído un poco. Volvamos a casa.

5

Era ya tarde. Hacía pocos minutos que las manecillas horarias habían pasado de las doce de la noche y Gustave, el clown, había salido a pasear dispuesto a cazar a alguna jovencita incauta y confiada. Sus provisiones de carne estaban menguando y, por televisión, había visto al hombre del tiempo anunciando la inminente llegada de lluvias torrenciales. Tenía que prepararse para pasar varios días, quizá semanas, sin salir de su cubil, y no podía arriesgarse a que su despensa quedase vacía. Debía ponerse manos a la obra.

Sus deseos no tardaron en verse satisfechos. Una joven pelirroja, con los cabellos cortados a lo garçon, se cruzó en su camino. Con paso nervioso y acelerado se dirigía a su casa. La fiesta a la que había asistido esa noche se había prolongado más de lo previsto y, con toda seguridad, sus padres estarían preocupados, en especial su madre, quien sin duda no habría podido pegar ojo aun.
Sin embargo, a la joven no se le ocurrió telefonear. Estaba algo angustiada, pero aun así, Elene aminoró sus pasos en cuanto advirtió la figura que se hallaba recostada en un banco junto a la acera. La imagen de aquel individuo disfrazado de payaso la llenó de curiosidad y despertó en ella cierto interés morboso.

Cuando Gustave se dio cuenta de que había captado la atención de la chica, reprimió una sornrisa de triunfo y le dirigió unas palabras.
- Señorita, perdóneme -dijo levantando su huesuda mano enguantada-, ¿ tendría inconveniente en ayudarme ?
- No, claro que no -contestó Elene después de dudar unos segundos-, ¿ qué le pasa ?
- Mi corbata, ¿ podría hacerme el nudo ?. Mis manos cada vez están más castigadas por la artritis y mis dedos ya no son tan ágiles como antaño.

Aquella solicitud era la última que Elene había imaginado que le formularía un desconocido vestido de payaso en plena madrugada parisina.
- Voy a una fiesta de disfraces -le explicó Gustave con voz aterciopelada mientras Elene se afanaba en ejecutar correctamente los movimientos necesarios para enlazar un perfecto nudo-, pero, si no voy correctamente caracterizado, no tendré ninguna opción al premio.
Elene, fascinada por aquella situación tan surrealista, olvido su prisa por unos momentos. Gustave se dejó hacer y luego, cuando la joven, cumplido ya el objetivo de su parada, se despidió de él, se levantó y, asegurándose de que la chica se percatase, fingió torcerse el tobillo.

- Oh, vaya -exclamó fingiendo contrariedad.
- ¿ Se ha hecho daño ? -preguntó ella.
- No, no mucho. Solo es una torcedura leve, ya se me pasará.
Gustave esbozó una mueca de dolor.
- ¿ Seguro que no le duele ?, si quiere puedo pararle un taxi.
- No hace falta -dijo Gustave mientras comenzaba a andar penosamente acompañándose de una falsa cojera-, la fiesta es aquí cerca. Si no es mucha molestia, lo que sí te pediría es que me acercases hasta la puerta. Después ya me las apañaré.

A Elene ya no le importaban unos minutos más de demora, la bronca que iba a recibir era segura de todas maneras, por lo que no tuvo reparo en prestarle su ayuda.

Cuando llegaron al portal del edificio en el que, según Gustave, se celebraba el concurso de disfraces, Elene pudo constatar con sorpresa que todo había sido un camelo, una mentira urdida por la mente de un loco. Lo malo era que había advertido tarde su error.

- Entra en silencio o te mato aquí mismo -exclamó Gustave mientras colocaba su afilado cuchillo de carnicero junto a la garganta de la joven.
La extraña pareja subió las escaleras. Una vez en el interior de la vivienda, a salvo de posibles e incómodos testigos, Gustave sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un pañuelo impregnado de éter y lo aplicó con fuerza sobre la nariz y la boca de su víctima.



Cuando Elene despertó, estaba desnuda, tumbada sobre la sucia colcha de una cama que desprendía un desagradable hedor, en una habitación oscura y maloliente que recibía la única luz que atravesaba por la puerta entreabierta. Tenía las piernas y los brazos atados con fuertes sogas a los extremos de la cama por los tobillos y las muñecas. Forcejeó un poco, pero enseguida se dio cuenta de que las ligaduras eran demasiado fuertes. No había nada que hacer, estaba atrapada. Gustave, que estaba oculto en la penumbra de una esquina de la habitación, salió de entre las sombras y se acercó a la chica para sentarse a su lado.

- Veo que ya has despertado -dijo.
- Por favor, no me haga daño -sollozó Elene.
- Lo primero que voy a hacer es ponerte este esparadrapo en la boca, después ya veré si te hago daño o no.
Entonces Gustave salió de la habitación.

No tardó en regresar, trayendo consigo unas tijeras de cocina y utensilios de afeitado. Encendió la luz. Cortó los cabellos de la joven con las tijeras. Luego aplicó espuma sobre el cráneo de Elene y la extendió con delicadeza antes de afeitarlo con una cuchilla hasta dejar la piel extremadamente suave al tacto.
- ¿ Ves que guapa estás ahora ? -dijo.

Gustave repitió la acción en las cejas, las axilas y, finalmente, el pubis de la aterrorizada Elene. Cuando finalizó la faena, le retiró con una toallita humedecida los restos de espuma y pequeños pelillos que habían quedado sobre su piel.
La visión de la joven, completamente rasurada, provocó en el payaso el deseo de poseerla de inmediato. Con este objetivo, se quitó los pantalones y los calzoncillos y los arrojó al suelo para, acto seguido, colocarse a cuatro patas sobre la chica. Comenzó a manosearla y a frotar su miembro muerto contra el sexo de la pobre mientras le mordisqueaba los pezones. Elene, asumiendo su cercano fin, había entrado en una especie de trance y no oponía ninguna resistencia. Tal actitud excitaba aun más a Gustave quien, sin embargo, seguía sin obtener la respuesta deseada de aquel trozo de carne fláccida que colgaba inútil de su entrepierna. Finalmente, exhausto por el esfuerzo y la rabia contenida, el payaso dio un respingo y, bufando como un toro herido, se incorporó y abandonó la estancia con el semblante desencajado.

Elene le oyó gritar poco antes de que regresase y, sin mediar palabra, agarrase las tijeras de cocina y las hundiese con saña una y otra vez en el tórax de la infortunada. Cuando su brazo ya no tuvo fuerzas para levantarse, Gustave, casi sin aliento, se dejó caer junto al cadáver ensangrentado que le tendría que servir de alimento durante una temporada. Echó una mirada a su alrededor y no pudo reprimir un mohín de desilusión. Esta vez no solo tendría que limpiar la sangre de la colcha y el suelo, también las paredes habían resultado salpicadas.

2 comentarios:

Lai dijo...

38. [P] “…Vestía una minúscula falda negra de cuero, que si hubiese sido más corta no hubiese existido, el talle de la cual finalizaba al principio de unas largas y estilizadas piernas. Éstas, enfundadas en sendas medias de rejilla de malla, estaban protegidas a partir de las rodillas por la caña de un par de botas de ante, con finos tacones de aguja y tan negras como la chaqueta que cubría el resto del cuerpo y que la joven llevaba sin abotonar, lo que dejaba al descubierto un delicado corpiño de encaje, también negro, que ceñía y elevaba los pechos más sensuales que Pierre recordaba haber visto nunca…”
Estoy que no estoy, mire Vd. que me gustaban las chicas de mi época, falda negra, medias negras, zapato de tacón, blusa blanca, melena al viento y de maquillaje un pinta morros rojo intenso… ¡Que épocas!
[P] “…Princesa de Éboli, y de quien había tenido que realizar un trabajo años atrás en el colegio…”
Anda como yo. Anduve enamorado del personaje… aun lo estoy amigo.
[C] Coñes reaparece el clown.
Me mola.

Uff! Demasiado pal cuerpo.
[¿] ¿Qué toma para describir estos digamos… pasajes?

King Piltrafilla dijo...

Mucho picante.