lunes, 26 de marzo de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimoquinto (II)


3

"In death I've found the answer, in death I live again. Fear not the reaper's blade, it doesn't mean the end. It never really ends". Anna quitó la llave del contacto y el radio casete enmudeció. No sabía el por qué, pero había seguido escuchando en el coche las cintas de Gerard.
Había detenido el Opel junto a los pilones del malecón del rompeolas. Salió del automóvil y aspiró profundamente el intenso olor a mar. Se había vestido elegantemente. Con los ojos humedecidos por las lágrimas y el cabello alborotado por la brisa, recordó a su marido mientras fijaba la vista en los remolinos de espuma que se formaban en los rompientes de hormigón. Le vino a la memoria la imagen de Gerard, esperando el equipaje en el vestíbulo del aeropuerto de Narita, la manera en la que se estiraba en la bañera del hotel, con los pies colgando a los lados debido a que su estatura no le permitía sumergirse en el agua de cuerpo entero. Recordó la primera vez que hicieron el amor y las cenas románticas que Gerard le preparaba cada mes que pasaba desde el día en que se conocieron.

Anna cerró los ojos y se acordó del día en que su marido le comentó que era extremadamente alérgico a la penicilina. Rememoró cuando Gerard le presentó a sus amigos de la Universidad, y los celos que siempre la habían atormentado. Y pensó en Elena. Primero había sido un nombre garabateado en un papel y luego la protagonista de un abrazo en la penumbra de un rincón de Tárrega. Por último, Anna se vio a sí misma vaciando el contenido de una cápsula de penicilina en el refresco que Gerard, sediento, apuró en dos tragos mientras aguardaban turno para entrar en el teatro.

Ahora, a punto de quitarse también la vida, no podía comprender como había sido capaz de matar al único hombre que había amado. Nadie parecía sospechar de ella, pero el recuerdo de lo que realmente ocurrió aquella tarde, acompañado de aquella historia de fraudes que acababa de descubrir y en virtud de la cual conocía la verdadera naturaleza de la relación de Gerard con Elena, la atormentaban. Anna no se creía capaz de soportarlo. Pasó el reverso de su mano por los pómulos empapados y se acercó al borde del rompeolas envuelta en el sonido de las olas batiendo contra las rocas.

Anna estuvo a punto de dejarse caer. Sin embargo, en el último momento decidió no hacerlo. No era esa la manera de honrar la memoria de Gerard y expiar su culpa. Quizá era cierto. A lo peor no podría vivir con ello y acabaría suicidándose, pero antes estaba moralmente obligada a hacer algo.



4

El Calibra aparcó frente a la comisaría barcelonesa de la Vía Laietana. Anna entró en las dependencias y se acercó al mostrador de recepción. Se identificó y le comunicó al agente de guardia que era culpable del asesinato de su marido. Al poco tiempo aparecieron dos policías de paisano que le rogaron que les acompañase. Mientras ascendía por las escaleras con el semblante sereno e inexpresivo, la imagen de Gerard abrazado a ella, brindando con Víctor en el jardín de la masía de Barbens, quedó fija por unos instantes en su cerebro. Luego, como el fundido en negro del final de una película, fue perdiendo definición paulatinamente hasta desaparecer.

Dos horas más tarde, el inspector Suárez estaba especialmente excitado.
- Lo del asesinato está muy bien -le dijo a su compañero, el inspector Barahona-, a Cepeda le encantará. Pero a mi me interesa mucho más el otro asunto.
- Ya, pero ni Fast Pizza ni Central Foods han hecho denuncia alguna -aseveró Barahona.
- Deben tener miedo -contestó Suárez rapidamente-. Alejandro Romero lleva tiempo en el punto de mira de la Brigada Judicial. Van tras él por infinidad de asuntos, como mínimo poco claros, pero nunca le han podido demostrar nada. Por otro lado, la pléyade de abogados que tiene en nómina se ocupan de retardar y aplazar una y otra vez los pocos procesos que consiguen instruirse en su contra.
- Bueno, algún día será -dijo Barahona-, no podrá salir impune eternamente.
- Razón de más para que no dejemos escapar esta oportunidad. Además, ¿ no pillaron a Al Capone por una cuestión fiscal ?, pues intentaremos algo parecido con Romero.
- Está bien. Sí estás seguro de ello, adelante.

La vehemencia de Suárez, a veces, exasperaba a Barahona. Pero, qué cojones, su compañero era un buen policía, un tío íntegro y luchador que siempre le había sido fiel.
- Pero no te creas que va a ser fácil -añadió-. Incluso tendremos presiones desde arriba para obligarnos a dejar el caso.
- Es igual -replicó Suárez-. Romero puede tener los amigos que quiera, pero por mi madre que acabaremos trincándolo. Si no es hoy, será mañana. Y si no, pasado o el año que viene, pero al final caerá, te lo aseguro.

No obstante, Barahona había acertado en algo. No tardaron en recibir órdenes directas del comisario para que tanto ellos como sus hombres dejasen en paz a Alejandro Romero. La razón, sin embargo, era muy diferente a la que, llenos de rabia, imaginaban. Alguien se les había adelantado y Alejandro Romero estaba a punto de ser tocado en su línea de flotación.

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