miércoles, 30 de septiembre de 2020

Max Middleton


Hoy os presento al australiano Max Middleton, un pintor de Melbourne reconocido mundialmente por su representación de figuras femeninas desnudas a la orilla del mar. Siendo aún un crío, ya tenía claro que quería convertirse en artista y al dejar el instituto se matriculó en la National Gallery dedicando los domingos a irse al campo con su padre para pintar paisajes al óleo. Complementó sus estudios estudiando con Septimus Power –que, pese a tener nombre de Transformer, fue un pintor neozelandés–, quien se convirtió en su amigo y mentor. En los años 50 viajó a Europa, visitando museos y matriculándose en academias de Londres y Florencia mientras perfeccionaba su técnica. Su periplo le llevó incluso hasta España, donde su obra quedó impregnada por la innegable influencia de Sorolla.

martes, 29 de septiembre de 2020

Yaroslav Galyk


Toca dedicarle el martes al ucraniano Yaroslav Galyk, un fotógrafo de Kiev del que nada más os puedo contar.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Delfin Finley


Comienzo esta semana con una selección de pinturas de Delfin Finley, un joven artista de Los Angeles que se formó en el Art Center College of Design y es autor de una serie de retratos en los que parece advertirse cierta melancolía e incluso ira.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Anne-Marie Kornachuk


Me despido por hoy con la canadiense Anne-Marie Kornachuk, una pintora realista conocida por sus retratos de caballos a escala natural y de mujeres envueltas en telas de colores, que imprime a sus óleos sus influencias del Barroco. En la actualidad reside en Lakefield con su esposo y –cómo no– su caballo.

Emperor tomato ketchup (1970-1996)


Bueno piltrafillas, antes de presentaros la película de hoy necesito ponerla en un contexto temporal. Es decir, que estamos en los 70, una época en la que Scorpions pusieron en las tiendas su Virgin Killer con una portada de Michael von Gimbut en la que aparecía una niña de diez años desnuda y la fotógrafa Irina Ionescu inauguraba una exposición en la que su hija a los cuatro años posaba en sensuales y sugerentes retratos. Evidentemente, ambos casos generaron controversia, pero vieron la luz sin miedo a contravenir ley penal alguna. Hoy en día, con razón o sin ella –no entraré en discusiones sobre algunas manifestaciones artísticas– hubiese sido imposible llevar a cabo esos proyectos. Pues bien, en mi afán por descubrir obras de cine nipón con cierto interés –no sé si sabéis que tengo una entrada dedicada a todas las reseñas que voy publicando– me he topado con esta grotesca y extraña Emperor tomato ketchup escrita y dirigida por Shûji Terayama, escritor y dramaturgo japonés que es reconocido como una figura del cine experimental nipón. 
 

En 1970 Terayama rodó esta película, que fue estrenada internacionalmente al año siguiente como un cortometraje. Sin embargo, la que he visto es la reedición tintada de 1996 que con 75 minutos de duración está más cerca de la idea original del realizador. Todo un experimento de vanguardia, surrealista y poético-visual, la película nos cuenta como unos niños se hacen con el poder en un territorio de Japón a las órdenes de su emperador, también infantil, lo que derivará en una sociedad –el símbolo de la cual es el ketchup, el alimento preferido del emperador– en la que los adultos son represaliados. Así, los profesores podrán escoger entre el exilio o veinte años de prisión, los jugueteros sufrirán penas de entre uno y diez años y haber pertenecido a la policía de menores supondrá la muerte directa. En general, todo aquel adulto que interfiera en la felicidad y el desarrollo sexual infantil será condenado a un cruel castigo. Todo eso derivará poco a poco en un sistema dominado por la violencia y la pedofilia. 
 

En fin, que esta Emperor tomato ketchup no puede considerarse como pornográfica de ninguna manera y no deja de ser un intento de Shûji Terayama –que había sobrevivido a las bombas en su infancia– de proponer un alegato contra el totalitarismo y una utopía en la que los niños hiciesen pagar a los adultos su culpa por haberlos convertido a lo largo de los siglos en víctimas de la opresión, la esclavitud sexual y la violencia. Sin embargo, en pleno siglo XXI y cuando en pantalla aparecen algunas imágenes de sexo simulado en las que intervienen niños utilizando a adultos para su placer, uno no puede dejar de sentirse incómodo. Quizás ese era el deseo último de Terayama. En resumen, otra de esas obras especiales –por no decir rara de cojones– que os presento con voluntad completista a los interesados en la cinematografía asiática. A partir de aquí, elegid entre pasar a otra cosa o buscarla para afrontar su visión.