1
Alejandro Romero había nacido en Túy, un pueblo a orillas del Miño, en la provincia de Pontevedra, y era hijo de un empleado de la delegación regional de Renfe, con sede en Vigo. Cuando Alejandro contaba con tres años, la familia se trasladó a Mataró, capital de la comarca barcelonesa del Maresme. La madre de Alejandro era diestra en el manejo de la máquina de coser y no tardó en montar un humilde negocio de confección, pequeños trabajos para las vecinas del barrio y poco más, que supuso una buena ayuda para la economía familiar. Alejandro veía como sus años de infancia discurrían entre juegos, cariño y felicidad. Sin embargo esta se vio turbada al poco por la muerte de su hermana pequeña.
Dolores, que contaba siete años de vida, falleció a causa de una perforación peritoneal provocada por un cuadro de apendicitis aguda del que no pudo ser intervenida a tiempo. A raíz de este suceso, Alejandro se convirtió en el único hijo de la familia Romero. Años después, una vez dejada atrás la infancia, en plena adolescencia y con el bachillerato finalizado, Alejandro consiguió un puesto de trabajo en la Renfe gracias, sobre todo, a la insistencia de su padre.
Desde ese momento, los dos se desplazaban cada mañana hasta los talleres de las cocheras de la compañía sitos en el barrio barcelonés de Sant Andreu, en unos terrenos en los que décadas más tarde se ubicarían un campo de fútbol y una zona ajardinada. Pero Alejandro no consiguió sentirse realizado. No era feliz con el trabajo que desempeñaba. A él, lo que de verdad le había apasionado siempre de los trenes era que servían para viajar. Eso de ir de ciudad en ciudad conociendo cosas nuevas era lo que le atraía. Pero no conseguía que le asignasen una plaza de conductor. En lugar de eso, su función en la empresa consistía en el almacenamiento y limpieza de los componentes de las tractoras diesel del taller. Tras cuatro años de indecisión, y viendo que su futuro se presentaba bastante gris y anodino, decidió un buen día abandonar el empleo que su padre le había procurado, causando en éste el consiguiente y lógico disgusto. Con el poco dinero que había podido ir ahorrando, Alejandro adquirió una pequeña furgoneta de segunda mano y comenzó a trabajar como transportista recadero para un almacén de Poble Nou. Desde los más recónditos lugares de España, llegaban al almacén diversas mercancías y Alejandro ayudaba a distribuirlas por diferentes puntos de la geografía catalana. No tenía ningún interés en conocer lo que cargaba en la furgoneta. Alejandro no hacía preguntas. Llegaba al local, dejaba el vehículo en el muelle de carga y se iba a comer algo, casi siempre un bocadillo, al bar de la señora Manolita, próximo al almacén. Cuando regresaba, la furgoneta ya estaba preparada para ser conducida a su punto de destino. Había llevado limones, aceite, mesas de plancha, en fin, de todo. Algunas veces, las menos, el origen de la mercancía era alguna ciudad europea. En tales ocasiones, su destino podía ser cualquier población de la península. Esos viajes no eran muy numerosos pero, en unos cinco años, Alejandro consiguió que le asignasen siete cargas con destino fuera de Cataluña.
Alejandro, por fin, se sentía feliz. Había conseguido lo que la Renfe, con todos sus trenes, no le había proporcionado: la oportunidad de viajar.
Un día, después de conducir hasta Valencia para entregar una carga, el cliente le ofreció no regresar de vacío y aprovechar el viaje de retorno para llevar unos paquetes hasta la localidad francesa de Carcassonne, población relativamente cercana a la frontera. Alejandro, antes de aceptar, lo consultó telefónicamente con Amador, su jefe, quien rápidamente le dio su permiso ya que no se daba con frecuencia que en un mismo viaje se cobrasen dos entregas. De este modo, Alejandro abandonó Valencia con dos cajas de mediano tamaño en su furgoneta, sin saber que estaba colocando la primera piedra en la construcción de su futuro.
2
"Remember when you were young, you shone like the sun. Now there's a look in your eyes, like black holes in the sky". Alejandro apagó la radio. La melancolía de David Gilmour era contagiosa y no era ése el estado de ánimo más adecuado para la conducción. Además, estaba llegando a Carcassonne.
No tardó en entregar su cargamento, que resultó ser una cantidad indefinida de pequeños gallos de cerámica policromada, de procedencia portuguesa, y un pequeño surtido de toallas. Dejó la furgoneta en un patio cerrado del mismo almacén y alquiló una habitación en el hostal Cannes. Aunque le costó pegar ojo, no ocupó la habitación más de la cuenta. Por la mañana, temprano, se dispuso a recoger su vehículo y su dinero. Sin embargo, una vez cobrado el transporte, el cliente le invitó a dar un paseo para, según le dijo, tomar unas copas y discutir sobre un negocio que quería proponerle. Alejandro estaba rendido, el día anterior había pasado muchos kilómetros al volante casi sin parar, pero creyó oportuno seguirle la corriente a aquel individuo y aceptar la invitación. Como mínimo podría descansar un rato.
Alejandro y aquel hombre subieron a un reluciente Chevrolet Caprice, un típico vehículo americano que, más que un coche, parecía un barco. Les acompañó otro hombre, quien se sentó al volante y permaneció durante todo el trayecto sin articular palabra. No parecía un chofer normal. A Alejandro se le antojó una especie de guardaespaldas, similar a un orangután de ojos pequeños y verdes, que parecía estar privado del mínimo esperado de inteligencia. Su cabeza, al menos en apariencia, estaba unida al tronco sin la mediación de cuello, y sus cabellos eran rubios y cortados a cepillo. Durante el corto viaje, el cliente tampoco dijo nada pero, al contrario que el conductor, a Alejandro le pareció que su cabeza estaba dedicada a algún tipo de profundos pensamientos. Al llegar ante las murallas de la antigua ciudadela, el coche se detuvo y Alejandro fue invitado a adentrarse por las callejas interiores del recinto. Junto a su anfitrión, deambularon largo rato y se tomaron unas cervezas mientras hablaban de fútbol, mujeres y temas de lo más intrascendente y prosaico. Cuando, un par de horas después, abandonaron La Cité, en lugar de regresar al Caprice, el cliente le indicó a Alejandro que quería volver al centro de la ciudad dando un paseo.
Alejandro estaba harto de tanto secretismo. Aún no sabía que coño hacía allí, pero no se atrevía a preguntarle nada a aquel tipo raro y misterioso que parecía estar examinándole a cada momento. Seguidos por el coche, anduvieron en silencio hasta llegar al Quai du Palcherou. Entonces el enigmático cliente habló.
- Mi nombre es Alain -dijo en un castellano correctísimo.
- Ah, como el actor -dijo Alejandro. No había acabado de pronunciar la última sílaba cuando se dio cuenta de que había metido la pata.
- Y como infinidad de franceses -contestó cortante el hombre.
Definitivamente, no había sido un comentario afortunado. No obstante, el individuo, sin duda acostumbrado a la inevitable comparación, no pareció darle mayor importancia.
- Tú te llamas Alejandro, ¿ no es así ?
- Sí señor -respondió él con rapidez. Solo entonces se dio cuenta de que habían estado charlando juntos durante mucho rato y aún no se habían presentado.
- Verás -prosiguió el francés, deteniéndose a contemplar el cauce del Canal du Midi-, tengo algunos amigos que te conocen y me han contado que eres un hombre discreto y responsable.
Alejandro supuso que tales amigos no podían ser más que destinatarios de sus cargas y asintió con la cabeza.
- Así pues, mi buen Alejandro, quiero proponerte un trabajo.
Alain le miró fijamente, radiografiándolo con la vista.
- Pero debes de saber algo -añadió señalándole con el dedo-. En caso de que aceptes, y se trata de una condición inapelable, no deberás decirle nada a tu patrón.
Alejandro que no era tonto, sabía, o imaginaba, que tras aquella palabrería se escondía algo poco claro. Sin embargo, y con inusitada prestancia, aceptó las condiciones de Alain.
- No se preocupe -contestó, y se dispuso a seguirle hasta el Caprice, que estaba detenido a pocos metros con el motor en marcha. Una vez en el interior del automóvil, Alain le dio finalmente a Alejandro todos los detalles del encargo.
3
De regreso en su camioneta, pocos kilómetros antes de llegar a Barcelona, Alejandro se desvió en dirección a la ciudad de Vic mientras tarareaba la melodía de Helter Skelter, de los Beatles. En dicha población, y siguiendo las indicaciones de Alain, debía localizar el Taller de Reparación de Automóviles García. Alain le había escrito la dirección exacta en un pequeño papel, pero Alejandro no encontraba la nota. Se le debía haber caído en algún momento. No obstante, no se amilanó. Cuando divisó a un transeúnte que caminaba despreocupadamente por la acera, Alejandro disminuyó la velocidad de la furgoneta y se colocó a su lado. El hombre, a una señal suya, se acercó.
- ¿ En que le puedo ayudar ? -se ofreció sincero.
- Busco un taller de reparación de coches, el Taller García. ¿ Lo conoce ?.
- Pues no, joven -respondió el desconocido, tras escarbar en su memoria por unos segundos-, tenga en cuenta que ésta es una ciudad muy grande.
- Sin embargo -prosiguió-, está usted de suerte amigo. Mi yerno tiene un almacén de piezas de repuesto para vehículos agrarios y, de tanto en tanto, necesita contactar con talleres mecánicos, por lo que guarda un listado de todos los locales de la ciudad adscritos al gremio. Si me lleva, puedo conducirle hasta él.
- Por supuesto -dijo Alejandro dedicándole una sonrisa-. Venga, suba.
El camino hasta el almacén supuso para Alejandro el tener que escuchar un monólogo acerca de la conveniencia de utilizar a presos para limpiar el sotobosque de hojarasca, como medio para la prevención de incendios estivales. Debía sacarse de la cárcel a todos aquellos tipos que, según el parecer de aquel desconocido, vagueaban y parasitaban sin otro objetivo que esperar la hora de la libertad para volver a delinquir, y ponerles a sudar la gota gorda al servicio de la comunidad.
A pesar de todo, el encuentro con aquel individuo fue provechoso. Diecisiete minutos después de su llegada a Vic, Alejandro aparcaba ante el Taller García. Tal y como aquel hombre le había pronosticado, su yerno le había podido proporcionar la dirección exacta, amén de unas precisas indicaciones que le llevaron al lugar con suma rapidez.
El taller, a esa hora del mediodía, estaba cerrado, por lo que Alejandro decidió llenar su estómago. Aparcó la furgoneta al otro lado de la calle, frente al local, y entró en un restaurante que había allí mismo. De primer plato, tomó una espesa y reconfortante sopa de verduras. De segundo, comió con deleite una estupenda butifarra acompañada de judías salteadas en ajo y perejil. Y para postre, pidió un sencillo pero exquisito flan de la casa. Finalizó la comida con un café.
Cuando, satisfecho su apetito, salió a la calle, el taller continuaba cerrado. Así pues, subió a la camioneta y se dispuso a aguardar echando una cabezadita.
3 comentarios:
13. Las históricas inmigraciones nacionales… Si algo hay de bueno en todo esto es que el receptor se beneficia siempre de recibir a los más aptos, a los luchadores, a los ávidos de mejora, a los impulsadores de riqueza para desespero de autóctonos pasivos que combaten su envidia con la delincuencia que también hace acto de presencia.
-Alejandro Romero y un futuro en la empresa pública: ¡Que distinto en nuestros días!
Disgustaría a su padre el chaval, pero al menos viajaría de recadero. Qué conste que conozco a innumerables casos como este de casi toda la geografía de nuestro país, desconocedores de cuanto transportan, deseosos tan solo de abandonar el punto A para dirigirse al B y entre medias un hogar de afectos, de pinchos, bocatas, cuchara y cervezas, llámense Manolita, Castilla o demonios mil.
Suena David Gilmour
NP: A mi creo que me ocurrió, que me dejo de brillar la mirada, hasta que volví a mi creatividad insostenible.
-Escoge un momento particular de todo viajero, su cansancio es la llave para entrar en su alma, desprovisto de lazos y apoyos cercanos no hay nada como una mano que palmotee nuestra espalda o nos cubra el cuello (muy real, ¿conoce el tema?), de cordial e intranscendente hablar, donde llegado un punto, te asalta, sabe de tus defensas, mermadas, léase una sonrisa, un guiño, un poema, un hablar culto o matón, a cada cual lo suyo, hasta caer en su red inapelablemente.
-Muy bueno, ha escogido el argumento que tenían por aquel entonces cualquier extraño que topabas y subías al furgón: “Presos y trabajo comunitario”, que si tienen tele y gimnasio y … todas esas putas chorradas.
-Dormitar en el “furgoneto”: Normalmente te despiertas con dolor de cuello y piernas dormidas…
NP= Nota personal
Interesante aportación. Una más de las que dan entidad a una narración que a nadie importa y nadie lee.
Agradecido por su tiempo.
Colega: Yo no soy nadie
De nada.
>:)
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