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Por la mañana, temprano, después de desayunar un simple café con leche acompañado de crujientes rebanadas de pan untado en mantequilla semiderretida y azúcar, Pierre, Omar, Jimmy y Amir salieron a la calle dispuestos a mostrar a éste último los lugares de mayor interés turístico de la capital del Sena.
Pasearon por el Bois de Boulogne, aunque no pudieron remar por el lago, que es lo que habían ido a hacer, ya que el puesto de alquiler de botes se encontraba aún cerrado. Más tarde visitaron Nôtre-Dame y luego, después de pasar por la Place de la Concorde, llegaron a Les Tuilleries, en cuyos jardines se dedicaron a comer con apetito voraz los alimentos que durante el paseo matutino habían tenido ocasión de ir comprando. Acabaron con los bocadillos de atún, los refrescos, las patatas fritas, la fruta, y las galletas Oreo. Después, saciada ya su hambre, los cuatro se tumbaron sobre la hierba y dormitaron felices y satisfechos.
Por la tarde visitaron la Tour Eiffel y decidieron no utilizar los elevadores, sobre todo porque el ascenso a pie salía más barato. Amir no se arrepintió, todo lo contrario. La subida no resultó tan dura como en un principio era de suponer. Además, de tanto en tanto podían detenerse para recobrar aliento y disfrutar de las generosas vistas que se apreciaban a través de las enormes vigas de acero de la estructura.
El primer día de excursión por la ciudad finalizó en la Place d'Etoile. Mientras sus amigos subían a la terraza superior del Arc de Triomphe, Pierre optó por descansar sentado en uno de los fríos asientos de mármol de la base del monumento. Luego, en plenos Champs Elysées, cenaron en un McDonald's, donde dieron cuenta de varias hamburguesas con patatas. Por último, cogieron el Metro y regresaron a casa. El día había sido bastante completo y sus pies acusaban el cansancio, por lo que, al llegar, se ducharon los cuatro y se fueron a dormir sin imaginar que, mientras traspasaban el umbral del sueño, a pocas manzanas de su hogar ocurría un desgraciado accidente.
Un ruido sordo, como el que haría un saco de naranjas desplomándose sobre el pavimento desde un camión, siguió a la caída del cuerpo que estrelló sus carnes contra los húmedos adoquines de la Rue Croix des Petits Champs. Una mujer rolliza, de hermosura rotunda hasta hacía pocos segundos, se encontraba ahora aplastada sobre su costado derecho, con la cabellera enmarañada y la tela de su camisón enredada, sucia, y cubriendo parcialmente su desnudez. A tres pisos de altura sobre ella, enmarcado por la ventana abierta al exterior de la sala de estar, se encontraba, entre compungido y ausente, Octave Aubry, su asesino y, hasta poco antes, esposo. En silencio, observaba el bulto que, abajo en la calle, reposaba inmóvil sobre un creciente charco de sangre.
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"Le decía Manolo a su prima Naná : De París ha llegado mamá, y que hermoso niño ha traído de allá. Y la tuya, ¿ de donde los trae ?
Y contestó la prima : Como somos tan pobres, los niños en casa los hace papá, firulí, firulá."
Louis apagó el tocadiscos. Le gustaba escuchar viejas grabaciones de música española que habían pertenecido a su padre, sobre todo las tonadas picantes de Raquel Meller. En la actualidad, lógicamente, la calidad del sonido había menguado bastante, pero Louis era de los que opinaba que aquel débil quejido, semejante al chisporroteo del aceite en ebullición, le proporcionaba a la música solera y cierta identidad. Y, hablando de identidad, ¿ quien era Louis ?
Mauthausen, además de ser un campo de exterminio desgraciadamente conocido por todo el mundo, era, en plena guerra mundial, un enorme burdel al servicio de los oficiales más depravados de la wermacht. Niños y niñas, con edades comprendidas normalmente entre los doce y los quince años, aunque también hubo de más pequeños, conformaban la mercancía de un infame comercio que los dejaba indefensos a merced de quienes, a cambio de algo de sopa extra, harapos o algo remotamente parecido a la ternura de la que carecían, les obligaban a satisfacer sus más repugnantes desviaciones. Había jefes de barracón que llegaban a gozar de los favores de hasta trece niños a la vez, los cuales, además, podían ser intercambiados por cigarrillos, mermelada, chocolate o cosas por el estilo. La degeneración llegó a tal grado de perversión que provocó en numerosos pequeños el desarrollo en su personalidad maleable de los sádicos instintos de sus "protectores". En una ocasión, uno de esos niños, coreado por las risotadas de oficiales borrachos, apaleó y ahogó en un charco fangoso junto a la alambrada a un anciano prisionero. Corría el mes de Julio de 1943 y, entre los que observaban la escena horrorizados, había un pequeño cautivo de solo siete años. Se llamaba Luis.
3
Los primeros años de la Guerra Civil española, la familia Quintana decidió, con gran pesar, que lo mejor para su hijo era que le enviasen lejos del país. A su juicio, y como se sabe ya, al de muchas familias españolas, ésta era la única forma de ahorrarle a su pequeño, de nombre Luis, las penurias que, de buen seguro, acabaría acarreandole el conflicto. Sin embargo, claro está, ninguno de los padres que envió a sus hijos al extranjero, y en esto Rusia fue uno de los destinos escogidos mayoritariamente, imaginaba que podía ser peor el remedio que la enfermedad. La familia que acabó acogiendo a Luis, tuvo la desafortunada idea de trasladarse a las afueras de Stalingrado semanas antes de que el frente oriental de Hitler decidiese entrar en la zona. Luis se convirtió en uno más de los prisioneros del ejército nazi. Mientras, la familia Quintana se exilió a Toulousse, ajena por completo a la suerte de su hijo.
Finalmente, habiendo sobrevivido el pequeño a su estancia en el campo de Mauthausen, y tras su liberación, fue acogido por la Cruz Roja hasta que dicho organismo logró localizar a sus padres y propició el reencuentro. Luis vivió en Toulousse varios años. Luego, tras la muerte de sus padres, se trasladó a su residencia definitiva en París.
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Años después, con un trabajo estable como funcionario del Estado en la PTT, la compañía de correos, teléfono y telégrafo, Luis encontró la estabilidad. Siempre se sintió a gusto en su patria de adopción. En realidad, y quizás debido a la corta edad con la que había salido de su país natal, Luis se sentía muy poco español. Esa falta de apego le había llevado, incluso, a afrancesar su nombre y, por supuesto, cambiar de nacionalidad. Luis, el refugiado, se convirtió un día en Louis Quintana, ciudadano francés. Pero tampoco anidaba en él sentimiento nacionalista alguno. De hecho, si Louis amaba a algún territorio, ése se limitaba al término municipal de Milagro, en Navarra.
Siempre había imaginado que debía su existencia, al menos en parte, a esa localidad, pues milagrosa fue su venida a este mundo. Su madre dio a luz a la edad de cincuenta y cuatro años y, tan sorprendente fue el embarazo en sí, como el alumbramiento del bebé, que, contra todo pronóstico, nació totalmente sano.
Sin embargo, dejando a un lado el desapego hacia el país que le vio nacer, las preferencias artísticas de Louis eran de lo más castizas, y no solo en cuestión de música. Aparte de Raquel Meller y otras cupleteras, una de las artistas por las que sentía especial devoción, por no decir veneración, era la actriz española de comedia Gracita Morales. En el cenit de la popularidad durante los años cincuenta y sesenta, a juicio de Louis, no había sido reconocida en España de la manera que hubiese merecido. Cuando la actriz falleció destrozada por la droga y el olvido de quienes la habían encumbrado, Louis permaneció en casa durante toda una semana, sumido en una honda depresión. Su hogar era un verdadero mausoleo. Estaba repleto de fotografías, recortes de prensa y programas de cine en los que aparecían sus idolatradas Gracita, Raquel, Amparo Rivelles, Ana Mariscal y otras actrices de menor envergadura en su ranking privado de preferencias.
Era algo evidente, pero Louis no reconocía que su fijación era enfermiza. Alrededor de la caja del televisor, incluso, se había construido él mismo unos soportes en los que podía colocar verticalmente un gran número de instantáneas. Cuando veía alguna película de Gracita, y tenía cintas de vídeo de casi todas en las que había participado, apagaba las luces del salón, bajaba las persianas y encendía algunas velas que disponía sobre la pantalla del televisor. En ocasiones, sobre todo si la película escogida era "Sor Citroën", Louis, acomodado en su butaca, acababa masturbándose frenéticamente. Cada uno, cierto es, puede disfrutar libremente de su sexualidad de la manera que crea conveniente. Pero no puede negarse que la escena de Louis meneándosela viendo a Gracita Morales vestida de monja podía alterar los esquemas del psicoanalista más curtido.
En general, no obstante, a Louis le agradaba el cine español de los años cincuenta, sesenta y parte de los setenta, y sus gustos abarcaban tanto obras de culto, como "Atraco a las tres", como subproductos infectos del cine más casposo, tipo "Los extremeños se tocan".
1 comentario:
15. Bello recorrido por la capital del Sena.
Asistimos a un asesinato de los entonces llamados: “pasionales”. ¡Lo que cambian los tiempos!
Mola: “Como somos tan pobres, los niños en casa los hace papá, firulí, firulá."
Vieja música chisporroteante: me encanta ese ruido que ahora ahoga DLB.
Tremenda historia la de Louis. Se me eriza el vello entre pavor, asco y compasión de ajenos padres a la historia de su hijo.
Pobre Louis, no me extraña que se masturbara con Gracita y demás, su personalidad debió quedar aplastada por tremendos traumas.
Salu2 de buen domingo.
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