El cubículo apestaba a orines y a moho. Sus paredes estaban jalonadas de desconchones más o menos profundos y de manchas resecas de sangre de las chinches y cucarachas aplastadas a lo largo de casi treinta años por aquellos que habían pasado un tiempo en aquel lugar oscuro e inhóspito, lo que incluía los últimos meses. Pese a que había sido clausurada no hacía mucho, esa celda de la prisión albana de Drenovë había servido para mantener recluido lejos del amparo de las autoridades a Melquíades Paradís, un tipo menudo y esmirriado, de unos sesenta y pico años, en cuya cara destacaban un bigote canoso con las puntas amarilleadas por la nicotina y unas enormes gafas de gruesos cristales y montura pasada de moda. Ese hombre se hallaba sentado en un taburete de Ikea de impronunciable nombre, encorvado sobre un pequeño escritorio –en realidad un antiguo pupitre robado de un instituto en las afueras de Korçë- con los ojos clavados en una cuartilla de papel a medio rellenar, cuando de pronto la puerta de la estancia se abrió de sopetón.
Un hombre moreno, enjuto y de duras facciones, vestido con un traje de camuflaje que llevaba distintivos de la UÇK se plantó a un paso del prisionero y comenzó a vociferar visiblemente contrariado, tan cerca de Melquíades que este notaba como partículas de saliva del kosovar se estrellaban en su nariz. En realidad, el energúmeno aquel estaba más que enfadado mientras blandía unos cuantos folios en su mano izquierda. Un par de pasos tras él, una pelirroja joven y bajita a la que faltaba un brazo, que vestía uniforme de enfermera de un blanco inmaculado, traducía a duras penas la perorata nerviosa del hombre vestido de guerrillero, poniendo especial énfasis en utilizar las palabras correctas.
-Pablo, Marko, Luisa, Pawel, Katharina, Helga, Arsenio, Daniel, Arthur Schnabel y su puto diario... ¿se puede saber qué es todo este caos?, ¿qué coño te crees que estás haciendo?
El kosovar tiró los papeles al suelo, justo a los pies de Melquíades, que escuchaba con atención las palabras de la chica sin quitar ojo a la mirada encendida de aquel hombre que escupía al gritarle cosas sin sentido para él.
-¿Y qué se supone que debía escribir? –preguntó sin mostrar temor alguno, aunque sí un insoportable hartazgo-, ¿qué es lo que esperabas de mi?, hace semanas que nadie me dirige la palabra. Os limitasteis a pasarme papel y un bolígrafo y a gritarme “¡roman!, ¡roman!”. ¿Acaso me habéis visto cara de adivino?
La joven tradujo en voz muy bajita las palabras que aquel pobre diablo acababa de pronunciar, un hombre que meses atrás había sido introducido a la fuerza en una Chevy Express después de recibir un fuerte golpe en la cabeza mientras paseaba por los alrededores de su hotel en Dubrovnik, al que había sido invitado por una editorial croata.
-¡Tú eres el gran Paradís, el escritor de éxito autor de best sellers internacionales! ¿tan difícil era crear para nosotros una novela a la altura de tu reputación?
Melquíades sonrió con desprecio.
-¿Y quiénes se supone que sois vosotros?
No tenía que haberlo preguntado.
Casi sin necesitar oír la traducción –de hecho, la voz trémula de la pelirroja vestida de enfermera cada vez era menos audible, por lo que tampoco ayudaba demasiado-, el guerrillero sacó de su cinto una Zastava CZ99 nuevecita y disparó a bocajarro en la frente del escritor, llenando la pared del fondo de la celda de sesos y trocitos de hueso antes de abandonar la habitación profiriendo improperios mientras la intérprete se quedaba allí, inmóvil, temblorosa... y cabreada. Ahora le tocaría limpiar a ella aquel desaguisado y con un brazo le iba a ser difícil utilizar la fregona y acabar el trabajo con rapidez. Lo sabía porque ya hacía meses que allí nadie se preocupaba de sus necesidades. Llevaba tiempo realizando las labores más desagradables de la prisión sin que ni sus jefes –Karel y un comando de guerrilleros- ni las cinco prostitutas engreídas que vivían con ellos en la antigua cárcel de Drenovë le hubiesen dedicado ni una sola palabra amable ni una sonrisa de agradecimiento. Engracia –tal era su nombre- maldecía desde hacía tiempo la mañana en la que había salido de su Cuenca natal en dirección a la Europa del este.
Esta vez, sin embargo, no tuvo tiempo de complacerse en su desgracia. En medio de un ruido ensordecedor, el techo de la celda desapareció de pronto como aspirado por una fuerza invisible mientras una luz cegadora bañaba la estancia y un viento arremolinado levantaba en el aire los folios manuscritos de Melquíades Paradís, cuyo cuerpo sin vida seguía en el suelo, yaciendo en medio de un charco de sangre viscosa.
Engracia protegía sus ojos con la mano que le quedaba mientras gritaba “¡Llevadme, sacadme de aquí!” sin saber en realidad si estaba elevando su plegaria a una nave vulcana o un Apache de Blackwater. Entonces, como si hubiesen entrado todos ellos en la TARDIS del Doctor Who, Engracia, el cadáver de Melquíades, los kosovares y sus putas, desaparecieron por ensalmo del penal de Drenovë sin dejar rastro antes de que el lugar entero quedase bañado por la oscuridad. Luego, el silencio. La nada.
Para el resto del mundo –que seguía con su cotidianidad sin imaginar lo ocurrido- el proyecto secreto de Karel y su comando de la UÇK, la historia sin pies ni cabeza de Pablo Gil, Helga, Leopold Stern, el impresentable de Crisanto Valdemoro García de la Cruz o los descendientes de Josef Mengele sería para la eternidad un secreto que ignoraría de por vida, algo que –a la vista de los resultados- quizás era lo mejor para todos.
Un hombre moreno, enjuto y de duras facciones, vestido con un traje de camuflaje que llevaba distintivos de la UÇK se plantó a un paso del prisionero y comenzó a vociferar visiblemente contrariado, tan cerca de Melquíades que este notaba como partículas de saliva del kosovar se estrellaban en su nariz. En realidad, el energúmeno aquel estaba más que enfadado mientras blandía unos cuantos folios en su mano izquierda. Un par de pasos tras él, una pelirroja joven y bajita a la que faltaba un brazo, que vestía uniforme de enfermera de un blanco inmaculado, traducía a duras penas la perorata nerviosa del hombre vestido de guerrillero, poniendo especial énfasis en utilizar las palabras correctas.
-Pablo, Marko, Luisa, Pawel, Katharina, Helga, Arsenio, Daniel, Arthur Schnabel y su puto diario... ¿se puede saber qué es todo este caos?, ¿qué coño te crees que estás haciendo?
El kosovar tiró los papeles al suelo, justo a los pies de Melquíades, que escuchaba con atención las palabras de la chica sin quitar ojo a la mirada encendida de aquel hombre que escupía al gritarle cosas sin sentido para él.
-¿Y qué se supone que debía escribir? –preguntó sin mostrar temor alguno, aunque sí un insoportable hartazgo-, ¿qué es lo que esperabas de mi?, hace semanas que nadie me dirige la palabra. Os limitasteis a pasarme papel y un bolígrafo y a gritarme “¡roman!, ¡roman!”. ¿Acaso me habéis visto cara de adivino?
La joven tradujo en voz muy bajita las palabras que aquel pobre diablo acababa de pronunciar, un hombre que meses atrás había sido introducido a la fuerza en una Chevy Express después de recibir un fuerte golpe en la cabeza mientras paseaba por los alrededores de su hotel en Dubrovnik, al que había sido invitado por una editorial croata.
Melquíades sonrió con desprecio.
-¿Y quiénes se supone que sois vosotros?
No tenía que haberlo preguntado.
Casi sin necesitar oír la traducción –de hecho, la voz trémula de la pelirroja vestida de enfermera cada vez era menos audible, por lo que tampoco ayudaba demasiado-, el guerrillero sacó de su cinto una Zastava CZ99 nuevecita y disparó a bocajarro en la frente del escritor, llenando la pared del fondo de la celda de sesos y trocitos de hueso antes de abandonar la habitación profiriendo improperios mientras la intérprete se quedaba allí, inmóvil, temblorosa... y cabreada. Ahora le tocaría limpiar a ella aquel desaguisado y con un brazo le iba a ser difícil utilizar la fregona y acabar el trabajo con rapidez. Lo sabía porque ya hacía meses que allí nadie se preocupaba de sus necesidades. Llevaba tiempo realizando las labores más desagradables de la prisión sin que ni sus jefes –Karel y un comando de guerrilleros- ni las cinco prostitutas engreídas que vivían con ellos en la antigua cárcel de Drenovë le hubiesen dedicado ni una sola palabra amable ni una sonrisa de agradecimiento. Engracia –tal era su nombre- maldecía desde hacía tiempo la mañana en la que había salido de su Cuenca natal en dirección a la Europa del este.
Esta vez, sin embargo, no tuvo tiempo de complacerse en su desgracia. En medio de un ruido ensordecedor, el techo de la celda desapareció de pronto como aspirado por una fuerza invisible mientras una luz cegadora bañaba la estancia y un viento arremolinado levantaba en el aire los folios manuscritos de Melquíades Paradís, cuyo cuerpo sin vida seguía en el suelo, yaciendo en medio de un charco de sangre viscosa.
Engracia protegía sus ojos con la mano que le quedaba mientras gritaba “¡Llevadme, sacadme de aquí!” sin saber en realidad si estaba elevando su plegaria a una nave vulcana o un Apache de Blackwater. Entonces, como si hubiesen entrado todos ellos en la TARDIS del Doctor Who, Engracia, el cadáver de Melquíades, los kosovares y sus putas, desaparecieron por ensalmo del penal de Drenovë sin dejar rastro antes de que el lugar entero quedase bañado por la oscuridad. Luego, el silencio. La nada.
Para el resto del mundo –que seguía con su cotidianidad sin imaginar lo ocurrido- el proyecto secreto de Karel y su comando de la UÇK, la historia sin pies ni cabeza de Pablo Gil, Helga, Leopold Stern, el impresentable de Crisanto Valdemoro García de la Cruz o los descendientes de Josef Mengele sería para la eternidad un secreto que ignoraría de por vida, algo que –a la vista de los resultados- quizás era lo mejor para todos.
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