En Agosto de 2002, Viktor sorprende a su familia embarcándose los cuatro en un crucero sorpresa por el Mediterráneo a bordo del lujoso Carnival Seastar, con salida desde Génova y paradas en Túnez, Malta y Turquía. Será precisamente durante su estancia en Estambul cuando Viktor aducirá sentirse indispuesto del estómago para no acompañar a su mujer y a las hijas de ésta a hacer compras por la ciudad. Por contra, se reunirá en el vestíbulo del hotel con un viejo conocido.
- Pero, ¿de verdad es usted? –pregunta el agente.
- Sí, señor... –Viktor deja la frase inconclusa adrede.
- Brown, llámeme Brown –replica el otro-, ¿y usted es ahora?
- Smith –responde Viktor sonriendo-, déjeme que ahora sea yo el señor Smith.
- Bien señor, usted dirá para qué necesita de los servicios de este simple y pobre oficinista –dice el agente de la NESA mientras recoge discretamente un sobre que Viktor ha dejado sobre la mesa ante la que han tomado asiento.
Y así fue como Viktor Willis pudo pedir a su antiguo conocido que localizase a alguien que debía servirle de gran ayuda. La reunión finalizó en pocos minutos con un fuerte apretón de manos y la promesa firme por parte del falso señor Brown de encontrar a aquella persona y pasarle las instrucciones que contenía el sobre.
A las pocas horas, Valerie y sus hijas estaban de regreso en el Conrad Istanbul, enterándose aliviadas de que Viktor se encontraba mejor, lo que propició que pudiesen disfrutar juntos del resto de las mejores vacaciones –a juicio de las tres mujeres- que habían tenido nunca.
Pocos meses después, durante las Navidades, a Ben Hadad se le ocurrió hacer a su antiguo amigo un regalo antes de ponerse manos a la obra y dedicarse a satisfacer el último deseo de Richardus y buscar a su hijo. Telefoneó desde un teléfono imposible de rastrear al número de las oficinas centrales de Halliburton –una empresa subsidiaria del holding Kelloggs, Brown & Root, dedicada teóricamente a las prospecciones petrolíferas y a la reconstrucción y logística de infraestructuras-, cuya presidencia había detentado el ahora vicepresidente de los Estados Unidos, Richard Cheney, e insistió en hablar con el Jefe del Departamento de Seguridad. Tras algunos segundos que se hicieron eternos, alguien que se identificó simplemente como John aceptó atenderle. Ben Hadad, a quien le importaba poco la identidad real de su interlocutor, se limitó a preguntar si la llamada estaba siendo grabada –algo que le aseguraba que, si no era así, a partir de ese instante alguien se iba a ocupar de hacerlo- y a solicitar que se le hiciese llegar a Dick un mensaje. El escueto comunicado se limitaba a pedir, de parte de Benjamin “el polaco”, que se hiciese lo posible por neutralizar a Abu Abbas.
El tal John intentó amablemente hacer ver que no sabía de lo que le estaba hablando, pero Ben Hadad le aseguró que si le hacía llegar a Dick correctamente ese mensaje, aunque con toda seguridad pondría el grito en el cielo, finalmente no podría negarse.
En Marzo del año siguiente, después de la reunión en las Islas Azores de los presidentes de Gran Bretaña, Estados Unidos y España, quedó claro que la invasión de Irak a cargo de las tropas de una coalición formada por soldados de dichas naciones estaba decidida. Cuando el día 20 dio comienzo la conquista del país –los participantes en la tropelía dijeron que se trataba de una liberación-, la autoridad de las Naciones Unidas quedó una vez más en entredicho. La existencia de armas de destrucción masiva que la CIA se encargó de corroborar con informes falsos, no fue nunca probada por los delegados de la ONU. Aún así, George W. Bush no estaba dispuesto a echarse atrás en su voluntad de apropiarse del petróleo iraquí y eliminar a un molesto Saddam Husein que –después de haber sido capital en los años 80 durante la lucha que los Estados Unidos mantuuvieron con el régimen iraní de los Ayatollahs-, nunca imaginó que sería traicionado de esa manera tan vil.
Mientras Tony Blair y José María Aznar se dedicaban a augurar un futuro de libertades y desarrollo para el pueblo iraquí, éste, sometido por la dictadura Baas y sin saber que –en realidad- gran parte de su empobrecimiento estaba íntimamente relacionado con décadas de sanciones económicas impuestas por las Naciones Unidas bajo los auspicios del gobierno norteamericano, sufría la caída de los primeros misiles Tomahawk sobre Bagdad.
El 9 de Marzo de 2004, casi un año después de la invasión, sin que la Cruz Roja Internacional haya sido advertida de problema de salud alguno y habiendo enviado a su esposa siete semanas antes una carta en la que le contaba que estaba muy bien de salud y que creía que iban a liberarle, Abu Abbas –el responsable del secuestro del navío Achille Lauro, prófugo de la justicia que durante años se había ocultado en Bagdad hasta ser apresado por el ejército norteamericano- fallece inesperadamente. El FLP no tarda en acusar de asesinato a los Estados Unidos, que se limitan a emitir un comunicado oficial en el que declaran que a Abu le ha sobrevenido una enfermedad fulminante. A la vez que el cuerpo de Marines cede a la Media Luna Roja el cuerpo de Abu Abbas para que pueda ser conducido a Ramallah para sus funerales, en el Shin Bet se recibe un escueto mensaje aparentemente sin sentido, dirigido a Benjamin “el polaco”. A causa de la naturaleza del mismo, pasa algún tiempo hasta que llega hasta Ben Hadad, el verdadero destinatario del mismo y quien comprende perfectamente lo que significa. El mensaje, una simple copia de un telegrama enviado al parecer de Detroit a una pequeña población de Virginia, versa US0039C1 –una sucesión de letras y números sin sentido para los profanos y el número de dossier asignado a la detención de Abbas por el ejército norteamericano- y está firmado con un lacónico “Besos. Dick”.
Finalmente, Israel bloqueará con éxito el traslado del cadáver a las exequias, que tendrán lugar en Damasco.
Hasta esa misma primavera de 2004, Viktor no tendría noticias de la persona que había mandado buscar. La mañana del domingo día 9 de Mayo un individuo descendió de un tren semidirecto procedente de Solingen que hacía un minuto que había entrado en la estación central de Colonia, la Haupt Bahnhof, y marcó desde una cabina situada en el mismísimo andén el número que días atrás había memorizado.
Eran las 10:23 horas cuando el teléfono sonó en la sala de estar de los Willis. Fue Valerie quien descolgó.
- ¿Dígame?
- El señor Smith por favor.
- Se equivoca, ¿a qué número llama?
La voz al otro lado del hilo telefónico repitió uno a uno los dígitos del número de teléfono que, para sorpresa de Valerie, coincidían con el suyo.
- Lo siento. Al parecer ha apuntado usted mal el número que le han dado, porque aquí no vive ningún señor Smith.
El hombre insistió.
Viktor, que no había prestado atención a la llamada en un primer momento, se interesó al oír que su mujer elevaba el tono de voz.
- ¿Quien era?
- No sé. Uno que preguntaba por un tal señor Smith. Le he dicho que se equivocaba, pero él no paraba de insistir. Al final ha colgado.
En esas, el teléfono volvió a sonar.
- Ya lo cojo yo –dijo Viktor antes de darle un beso a Valerie.
- A ver si es el mismo y a ti te hace más caso –exclamó ella mientras abandonaba la sala en dirección a las escaleras para subir a la planta superior.
- ¿El señor Smith? –preguntó nuevamente el recién llegado a Colonia.
- Al aparato, pero ahora escúcheme. ¿Tiene apetito?
Sin comprender muy bien la razón de la pregunta, el desconocido contestó afirmativamente.
- Bien –prosiguió Viktor-. En los pasillos inferiores de la estación hay infinidad de bares y restaurantes de comida rápida. Elija uno de ellos y tómese un buen desayuno. De aquí a una hora llámeme a este móvil.
Viktor le repitió el número un par de veces, suficiente para que su interlocutor lo grabase en su memoria.
Cuando el teléfono móvil de Viktor sonó exactamente una hora después, éste le explicó a aquel desconcertado hombre lo que debía hacer.
- Diríjase al exterior de la estación, bajo las escalinatas de acceso a la plaza de la Catedral, y coja discretamente un paquete que encontrará en el interior de la papelera que hay junto al puesto ambulante de pretzel y salchichas. Luego, sin mirar lo que contiene, vuelva sobre sus pasos y deje atrás la estación. Bordeándola, camine en dirección al río hasta llegar a la parada de autobuses de Breslauerplatz. Si no se orienta, pregunte a alguien. Luego coja allí el 170 y vaya hasta el aeropuerto de Köln-Bonn. Una vez allí, entre en algún lavabo y abra el paquete, dentro está todo lo que debe saber. ¿Lo ha entendido todo?
- Sí señor –respondió lacónicamente el individuo al otro lado del teléfono.
- Estupendo. Verá que, además de instrucciones, pasaporte y dinero, encontrará en el paquete una tarjeta de embarque a nombre de Domenikos Arvanitis. Es usted. Busque el mostrador de German Wings y coja el vuelo que le he reservado. Para conseguir su objetivo podrá ayudarse de una única persona que goce de su absoluta confianza. El dinero del que dispondrá solo ha de permitirle tomarse un par de meses para encontrar un trabajo e integrarse sin levantar sospechas en la ciudad a la que se dirigirá. Cuando esté perfectamente establecido y nadie sospeche de sus verdaderas intenciones, pasará a la acción. Confío en usted, pero que no se le ocurra engañarme. Si me entero que no está dedicándose al trabajo para el que ha sido requerido, haré que le maten, ¿está claro?
- Y tanto –respondió él.
- Me alegro. Eso es todo.
Y Viktor colgó el teléfono.
1 comentario:
En Marzo del año siguiente, después de la reunión en las Islas Azores de los presidentes de Gran Bretaña, Estados Unidos y España, quedó claro que la invasión de Irak a cargo de las tropas de una coalición
·Joder! como ha cambiado todo desde entonces!
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