martes, 8 de mayo de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimoctavo (I)


1

Mientras Philippe desenroscaba el tapón del depósito de la gasolina e introducía en el orificio varias servilletas de papel anudadas, pensó en sus hijos. Luego, aspiró el humo de su Gitanes por última vez y prendió fuego al extremo de papel que pendía de la abertura y convertía al viejo Renault en un gigantesco cóctel molotov. El tremendo ruido de la explosión provocó la inmediata huida de decenas de pájaros que emprendieron el vuelo despavoridos.

Gemma, que se había quedado adormilada, se incorporó de golpe. Se puso en pie y, sin tan siquiera vestirse, echó a correr hacia el lugar en el que se había originado el estruendo mientras gritaba asustada el nombre de Philippe. La escena que divisó poco antes de llegar a la explanada le hizo caer de rodillas sumida en la más absoluta consternación. Los dos tercios traseros del Renault estaban ardiendo. A unos cinco metros del amasijo de hierro se encontraba lo que poco antes había sido el cuerpo de Philippe LeBouillet, ahora convertido en una masa de carne lacerada y mutilada que era consumida vorazmente por las llamas.

Pero la desgracia aun era mayor. Philippe había muerto sin saber que su mujer y su hija habían fallecido violentamente la pasada noche, víctimas de unos ladrones que no esperaban encontrarlas en casa. Con su suicidio había conseguido ahorrarse el lamentar y soportar la aparición de unas fotos, robadas al equipo forense o filtradas a la prensa por éste mismo, que esa misma semana acabarían publicándose en un magazine sensacionalista. Las imágenes mostrarían a su pequeña Jeannette, sentada sin vida sobre el la taza del retrete del primer piso de la mansión de Versailles, únicamente vestida con una blusa rasgada y con heridas y hematomas por todo el cuerpo que indicaban como la pobre había sido salvajemente golpeada y violada antes, durante o después, de que el alambre utilizado para estrangularla hubiese segado su último aliento. Su esposa, por otra parte, había acabado con la masa cerebral esparcida por el parqué de la sala de estar.

Gemma, en el suelo, intentó gritar, pero no pudo. De su garganta solo escapó un ahogado lamento mientras las lágrimas resbalaban sobre su rostro desencajado, dibujando pequeños ríos sobre la capa de hollín que tiznaba su piel.



2


Shinichiro, sediento y hambriento, comenzaba a impacientarse. El enviado de Alejandro Romero no aparecía por ninguna parte, de hecho llevaba ya varias horas de retraso. Además, desde que había oído aquella explosión que le había sobresaltado, temía, sin saber muy bien el porqué, por su seguridad. En vistas de que no aparecía nadie, decidió distraerse averiguando a qué se debía la columna de humo negro que podía divisar sobre las copas de los árboles, al oeste de su posición.
Abrazado a su maleta, echó a andar rápidamente entre matojos y zarzas espinadas que le arañaban los brazos. En pocos minutos llegó jadeando a un claro en el que había dispuesta una manta de pic-nic. A poca distancia ardía, casi destrozado por completo, el armazón de un pequeño automóvil. Junto al vehículo, Shinichiro creyó distinguir un cuerpo humano, carbonizado y humeante. El olor a carne a la parrilla, combustible y goma quemada hirió su sentido del olfato. Dio unas voces, por si había cerca alguien necesitado de ayuda. Solo podía ver un cuerpo, pero sobre la manta de pic-nic había dos servicios dispuestos. Sin embargo, nadie respondió.
Tomó entonces el pequeño camino que salía del claro y discurría entre flores de vivos colores y penetrante aroma, que a duras penas conseguía enmascarar el hedor del lugar. No tardó en aparecer ante él la figura imponente de una antigua mansión. Parecía deshabitada, por lo que decidió rodearla a través de los jardines que la circundaban. Luego, cogió el sendero que le condujo hasta un recinto delimitado por unos espigados cipreses en el centro del cual existía un lago de aguas cristalinas. Shinichiro quedó vivamente impresionado por la belleza insólita de aquel paraje que le trajo recuerdos de su Nara natal. La visión de un montoncito de ropa perfectamente apilado junto a una piedra cubierta de musgo iluminada por el sol le devolvió a la realidad.
Un análisis más cuidadoso le permitió advertir que se trataba de unas sandalias, una blusa, unos shorts, y la parte inferior de un diminuto biquini. Tal hallazgo solo podía significar una cosa. En algún lugar de aquellas montañas había una mujer asustada, y tal vez malherida, que, además, todo indicaba que se encontraba desnuda.

Shinichiro introdujo la ropa en su maleta. El dinero que seguía allí le recordó por unos instantes la verdadera razón por la que él, un japonés anónimo, se encontraba en aquel lugar. La misión que le había sido encomendada corría peligro de irse al garete. Sin embargo, su prioridad en esos momentos era, sin duda, encontrar a la segunda víctima de aquel misterioso accidente. Ya tendría ocasión de contactar de nuevo con Romero o, en su defecto, darle una explicación de lo ocurrido a Zatoichi. Para ser exactos, el que no se había presentado a la hora convenida había sido Alejandro Romero.
Corrió hacia el Nissan. Cuando llegó, sin aliento, seguían sin existir señales de que nadie hubiese aparecido por allí. Así pues, cogió unos pequeños prismáticos de la guantera y escudriñó el paisaje encaramado sobre el capó del coche. Su intento de localización visual no tuvo éxito, por lo que decidió ponerse a buscar a la mujer recorriendo la zona a pie.

Tras un par de horas caminando, con la maldita maleta siempre a cuestas a través de senderos desdibujados y polvorientos, intentando dejar pequeñas marcas y memorizando el más mínimo detalle que le permitiese orientarse en su regreso, Shinichiro comenzó a arrepentirse de no haber ido al pueblo más cercano para dar aviso a las autoridades. Además, acababa de darse cuenta de que había estado moviéndose en círculos y que, después de tanto rato, no se hallaba muy lejos de su punto de partida. Estaba ya a punto de desistir cuando a relativamente poca distancia distinguió a una figura humana. Un joven de piel y cabellos morenos, dotado de unas facciones que denotaban un más que probable retraso mental, se masturbaba apoyado en un tronco seco, con la mirada fija en un punto indeterminado de la maleza a unos metros por delante de él. Un hilillo de saliva se desprendía incesantemente de la comisura de sus labios, gruesos y torcidos ( a Shinichiro le recordaron los de Sylvester Stallone ).

Súbitamente, acompañando los espasmos de su cuerpo con un quejido ronco y profundo, el joven se desplomó pesadamente sobre el suelo pedregoso. Shinichiro se acercó con sumo cuidado. Al parecer, la excitación sexual le había provocado un colapso fatal. Tras asegurarse de que aquel sujeto no se levantaría, descubrió lo que durante aquel rato había sido el objeto de su atención. A unos tres metros había una mujer acurrucada, tumbada en posición fetal sobre un lecho de margaritas. Su piel, cubierta de una mezcla de polvo, hollín y sudor, estaba surcada por pequeñas laceraciones superficiales. Shinichiro se acercó. La mujer dormía.

Shinichiro se sentó junto a ella. Abrió su maleta y extrajo las ropas que había encontrado junto al estanque. Se relajó, respiró hondo, y se esforzó por intentar asimilar lo que le había ocurrido aquella mañana.

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