jueves, 6 de octubre de 2011

Cabezas de Hidra - Prólogo (II)


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Al día siguiente, Emilia se levantó temprano. A las ocho en punto ya estaba en la cocina, sentada ante una pequeña mesa de formica, dando cuenta del abundante desayuno que la señora Lexington había preparado. En distintos recipientes, uno para cada alimento, había huevos revueltos, tocino, patatas hervidas, alubias con tomate, pastel de riñones y guisantes, éstos últimos de un brillante y sospechosamente fosforescente color verde. A esa hora, pensó Emilia, las monjas de la Residencia para Señoritas Católicas Santa Águeda de la localidad de Arcachon, en la Aquitania francesa, se habrían dado cuenta de su desaparición y con toda seguridad ya habrían telefoneado a su padre.

Había aprovechado el día escogido por las monjas para organizar una excursión a la Duna de Pyla para escaparse de la residencia. La noche anterior a su huida había fingido sentirse indispuesta (el vientre revuelto, había explicado) para así poder quedarse en cama al día siguiente, libre de la obligación de acompañar al resto de las internas. Evidentemente, pues Emilia nunca había dado pie a que las monjas pusiesen en duda su integridad y honestidad, la totalidad de éstas creyó su engaño. Pero, por la mañana, tan pronto como vio que el autocar se alejaba calle abajo, preparó una muda que guardó en una bolsa de deporte y abandonó con total tranquilidad el edificio de la residencia para tomar el camino hacia la estación de ferrocarril.

Emilia tenía casi veinte años y a su modo de ver ya era toda una adulta aunque su padre, un empresario de origen gallego y algo chapado a la antigua, se esforzaba en mantenerla semirrecluida y, lo que más trabajo le costaba entender a Emilia, alejada de él. Su padre la quería, ella no tenía ninguna duda sobre eso, pero siempre había sospechado que pretendía evitar a toda costa que pudiese conocerlo a fondo. Quizás, había llegado a pensar en alguna ocasión, su padre tenía algo que ocultar.

Durante el invierno, Emilia cursaba estudios de ciencias empresariales en Toulouse, mientras que en verano pasaba los días descansando y participando en las actividades lúdico culturales que las Hermanas organizaban en la residencia femenina de Arcachon, a pocos kilómetros de Burdeos. La institución albergaba a chicas las cuales, aun teniendo edad suficiente para estar bastante lejos de allí pasando sus vacaciones en libertad, se veían confinadas en aquel lugar por obra y gracia de autoritarios padres dotados de, todo hay que decirlo, un sincero amor por ellas y un alto poder adquisitivo. Sin embargo, ahora Emilia estaba en Stratford-Upon-Avon y, aunque no pretendía quedarse, era libre.

A las diez y veinte de la mañana, después de abonar el importe correspondiente a su estancia en la casa y despedirse de la entrañable señora Lexington, Emilia se dirigió a su Vauxhall de alquiler y se dispuso a conducir hasta la población de Dornoch, al norte de Escocia. Abandonó Stratford-Upon-Avon por Warwick Road y enlazó con la A46. El trayecto que emprendía a partir de ese instante constaba de una considerable longitud, por lo que Emilia se tomó la conducción con tranquilidad intentando, incluso, disfrutar de las vistas desde la carretera. Poco a poco, el cielo que hasta ese momento se había mantenido despejado, fue dejando paso a unos esponjosos y poco tranquilizadores nubarrones grises que acompañaron, o mejor dicho provocaron, un paulatino descenso de la temperatura en el exterior del vehículo.
Tras varias horas sin descansar y múltiples cambios de carretera, Emilia llegó a Inverness, capital de las High Lands, por la A9. Lo primero que hizo fue aparcar el coche y entrar en el McDonald's de High Street. Allí, después de vaciar intestinos y vejiga, devoró una hamburguesa doble acompañada de patatas y un vaso enorme de coca-cola. Luego, una vez saciado su apetito, y antes de ponerse de nuevo ante el volante, Emilia se dispuso a dar un pequeño paseo por las orillas del río Ness. Más tarde, de regreso al coche, entró en la oficina de turismo y consiguió un folleto sobre los principales campos de golf del país, con todas sus características y gran profusión de fotografías.

De vuelta en la carretera, Emilia advirtió con indiferencia que las nubes habían ocultado el sol definitivamente. Densas y oscuras, ya no se retirarían del cielo en todo el trayecto. Cometiendo algunos errores que la obligaron a entrar en el casco urbano de algunas pequeñas poblaciones, dejó y volvió a tomar la A9 en varias ocasiones hasta que por la A836, finalmente, llegó a Dornoch. Debe decirse que, entre los amantes del golf, la localidad de Saint Andrews goza de gran fama pero los entendidos sostienen que fue en Dornoch donde, en realidad, se inventó dicho deporte. Por otro lado, un importante número de aficionados, de acuerdo o no con la anterior afirmación sobre la paternidad del golf, consideran que el campo principal de Dornoch es indiscutiblemente mejor que cualquiera de los de Saint Andrews y, por descontado, del resto del mundo.
Y es precisamente en ese campo, justo al lado del hoyo 17, en donde se halla ubicado el lugar conocido como witchstone, la piedra de la bruja, lugar que tiene el dudoso honor de conmemorar que en tal emplazamiento se ejecutó en 1772 el último ajusticiamiento por brujería de las Islas Británicas.

Emilia aparcó el Corsa en una callejuela situada tras la, una vez derruida y hoy reconstruida, diminuta catedral de Dornoch. Llevaba casi diez horas conduciendo. Esperó en el interior del vehículo a que la completa oscuridad de la noche extendiese su manto sobre la población. Cuando hubo anochecido, salió del coche y, ligeramente abrigada por una fina chaqueta de punto, echó a caminar en dirección al bosque. Una vez allí, se alejó de la parte urbanizada adentrándose a través de la frondosa maleza con el objetivo de llegar hasta la empalizada del campo de golf. Tal idea no era complicada de llevar a cabo si, según su estudio minutos antes del folleto sobre campos de golf que había adquirido en Inverness, se mantenía caminando en línea recta. En efecto, unos veinte minutos después de haberse internado entre los árboles, Emilia accedió al recinto del campo principal de golf de Dornoch. Franqueó sin dificultad una sencilla verja de alambre y, una vez al otro lado, se arrodilló para permanecer agazapada por unos instantes escudriñando la oscuridad rodeada por el más absoluto de los silencios.

Escuchando los latidos de su corazón, y con los ojos adaptándose a la falta de luz, Emilia repasó mentalmente las características del campo que se extendía ante ella. Se consideraba perfectamente capacitada para localizar, incluso con visibilidad mínima, el emplazamiento exacto del hoyo 17. Se puso en pie y comenzó la búsqueda. Le llevó algo más del tiempo que había calculado, pero finalmente encontró lo que le había llevado hasta allí, la piedra de la bruja. Sintiendo como el ritmo cardíaco se le aceleraba y con la sangre martilleándole la sienes, Emilia se agachó y arrancó unas cuantas briznas de la hierba que cubría el suelo para dejar al descubierto una tierra húmeda y oscura. Del bolsillo izquierdo de su chaqueta extrajo una bolsa azul de plástico, de las que se usan para evacuar la basura, que había logrado sustraer de la cocina de la señora Lexington sin que ésta se diese cuenta.
Con nerviosismo, comenzó a introducir en la bolsa pequeños puñados de tierra y, cuando consideró que ya había recogido una cantidad suficiente para su secreto propósito, limpió sus manos frotándolas contra las perneras del pantalón. Luego cerró la bolsa con un único y fuerte nudo y regresó al Corsa volviendo sobre sus pasos. Cuando minutos después se dejó caer en el asiento del conductor, dejó la bolsa de tierra a un lado, apoyó ambas manos en el volante y, recostando la cabeza hacia atrás, respiró profundamente. Solo entonces, henchida de satisfacción, esbozó una franca sonrisa antes de emprender de inmediato el camino hacia Stirling.

 
3


Una vez en la ciudad, esperó el amanecer en el interior del coche, aparcado ante el primer Bed & Breakfast que encontró. Cuando las primeras luces del alba despuntaron en el horizonte, Emilia se dirigió al establecimiento y llamó a la puerta. Su semblante y apariencia de jovencita bondadosa, cosa que por otro lado se correspondía con la realidad, así como su agradable timbre de voz, consiguieron que aun sin ser la hora habitual de recepción de huéspedes, la propietaria de la casa le preparase una buena taza de té acompañada de unas sabrosísimas galletas de jengibre. Ése fue el único alimento que tomó antes de irse a dormir, sin que nadie la molestase, hasta bien entrada la tarde del día siguiente, poco antes de abandonar la casa

- Parecías muy cansada cuando llegaste -le comentó la casera mientras cobraba sus honorarios-, y como dormías tan plácidamente ( de hecho, los ronquidos habían sido audibles en todo el pasillo del piso superior ), no creí necesario molestarte para la comida. De todas maneras, te he preparado unos sandwiches de carne.
- Se lo agradezco -contestó Emilia con la candidez que acostumbraba a utilizar con las monjas cuando pretendía librarse de alguna regañina-, es verdad que estaba rendida, vengo conduciendo desde muy lejos y arrastro sueño atrasado. Necesitaba este receso en mi viaje.
- Lo comprendo, y espero que tu estancia aquí, aunque corta, haya sido provechosa para tu descanso.
- Oh sí, sin duda.
Emilia firmó en el registro de salida y cogió su bolsa de deporte.
- Bueno -dijo-, adiós y gracias por todo.



Cuando dejó atrás la casa de huéspedes, lo hizo con determinación, con la mente despejada y con el convencimiento de que, por fin, iba a hacer realidad un sueño largamente esperado.
Dejó Stirling por la A80 en dirección a Dumbarton y desde allí se desvió a Dunnad Fort por la A83. Aparcó el Vauxhall en un recodo de la carretera, algo alejado del aparcamiento de autocares pero desde donde, de todas maneras, se divisaba la colina a la que pretendía subir. En ella se había ubicado en su día la capital del antiguo reino de Dalríada. En su cumbre, los Escotos habían construido una fortaleza, de la que ahora solo quedaban restos dispersos de lo que habían sido sus cimientos. En lo más alto de la cima podía encontrarse aún una losa en la que había grabada una silueta de jabalí y el bajorrelieve de una huella humana. La tradición explicaba que los sucesivos reyes Escotos colocaban su pie en tal hendidura como parte de una ceremonia que venía a significar que todo cuanto se extendía bajo su posición les pertenecía. Actualmente, la colina y su piedra labrada no eran más que una parada turística. Pero Emilia había tenido conocimiento de aquel lugar cinco años antes, un día de verano en el que su abuela le entregó un códice antiquísimo, escrito por una antepasada y que generación tras generación habían conservado las mujeres de la familia.

La autora del documento, quien aun habiendo establecido su residencia en Galicia provenía de Escocia, había finalizado sus días ajusticiada después de haber sido condenada a la hoguera por el tribunal del Santo Oficio.

- ¿ Era una bruja, abuela ? -había preguntado Emilia con admiración y curiosidad.
La cara que puso su abuela nunca se le olvidaría a Emilia. Con el semblante, entre resignado y lleno de pavor, le contestó mientras le hacía entrega del manuscrito y le hacía prometer que no se lo enseñaría nunca a nadie.
- En nuestra familia, hijita, todas somos brujas.
- A algunas -añadió- quizás no se nos despierte nunca el poder, pero eso no significa que no siga latente en nuestro interior.

Carmen, la abuela de Emilia, no se consideraba una bruja, pero sus conocimientos de ancestrales artes curativas le habían proporcionado un estatus especial entre los habitantes de su pueblo. Emilia recordaba aún como, siendo ella pequeña, había asistido a un espectáculo que, en aquel momento, le revolvió las tripas. A casa de su abuela había llegado un vecino aquejado de una fuerte infección de oído para que ésta le curase. Dicha infección era tan grande que la cavidad auditiva del enfermo se hallaba llena de gusanos. En varias sesiones, la abuela consiguió extraer los parásitos colocando gotas de leche en la oreja de aquel hombre y esperando a que, uno a uno, los gusanos saliesen a beber.
- Gracias abuela -dijo Emilia, agarrando con fuerza el códice-, lo guardaré conmigo.

A partir de ese día, Emilia, que nunca contó nada acerca de la breve conversación sobre brujería que había mantenido con su abuela, estudió con detenimiento e interés desmesurado el escrito de su antepasada. Poco a poco se convenció de que ese poder que, estaba segura, dormía en su interior, debía someterse a algún tipo de conjuro iniciático para despertar y aflorar. Y ese era el misterioso objetivo que ahora, años después, le había llevado a escapar de su residencia en Arcachon y atravesar media Gran Bretaña en un coche de alquiler a espaldas de su padre. Lo que Emilia no imaginaba era que los resultados de su acto no iban a ser, de ninguna manera, los que ella esperaba.

Una de las tradiciones y leyendas que se recogían en el documento era la que indicaba que el animal cuya silueta estaba grabada en una losa de Escocia, concretamente en Dunnad Fort, no era un jabalí, sino un carnero, símbolo a todas luces satánico. De igual manera, la pisada que hollaba la roca no era humana, era la del mismísimo Diablo.

3 comentarios:

Lai dijo...

2.Despertamos con un desorbitado desayuno, una huida. ¿Sabe?, jamás hubiera escapado a Londres de mi serrallo madrileño. Prefiero la Provenza –cuestión de luz, hoy-.
No deja cabo suelto, así, sabemos cómo y el porqué de su huida, su edad… El amor que padre e hija se profesan… bien… nos situamos…
¿Y el billete? Hace falta dinero… antes viajábamos con pasaporte y en aquellos colegios, te requisaban hasta el apellido…
Libertad en Stratford-upon-Avon ¿A que me suena? A toda una ilusión… a estar lejos de la realidad en un pueblo que alberga los restos de quien jugó con signos y puntuaciones un endiablado desafío contra el olvido.
El maldito tiempo cambiante, aun recuerdo que llovían gatos y perros por doquier en la vieja y amada Escocia.
Nunca olvide Vd. El viejo refrán irlandés: “Cuando deja de llover, Dios te invita a cambiar de vida” y eso, allí, en las islas, ocurre todos los jodidos días del año, salvo excepciones.
El rio Ness y su viejo molino, el olor a barro húmedo ya no lo sientes, te envuelve como el ajo en España o el sándalo en la India o el maquillaje de una actriz, hasta dejar de sentirlo, si no fuese por el crujido de tu espalda al levantar de la cama.
¿Cobraba Vd. Por el aquel entonces de la cadena hamburguesera?
No llevamos ni 20 párrafos y van 2.
Dicen que en aquel lugar, se aparecen los muertos indebidamente ejecutados… un bello lugar lleno de muerte (¿y cuál no?)
Hoyo 17, (1+7=8) no es mal numero, a los chinos les gusta, a los matematicos les encanta decir que es el cubo de 2 y a mí el numero atómico del oxigeno, pero volvamos a la novela, allí, en aquella piedra, Emilia, recoge tierra y vegetación… ¿Qué se trae entre manos?
¡Cocho!, nos deja en jaque…
3.La colina de los reyes Escotos… le veo venir… el códice… ¡umh! Similitudes entre Escocia y Galicia, puntualícese, que yo lo hubiera elegido Gales, pero en fin…
Ponérseme los pelos de punta, ponérseme, júroselo caballero… el diablo hace presencia cuando el hombre es capaz de dominar las artimañas de la naturaleza en manos de mujer… ¡Buah! ¡Creencias de malvados ignorantes!

King Piltrafilla dijo...

Glups... modérese hombre, que aún estamos en el Prólogo y no aguantará este ritmo mucho tiempo.

Lai dijo...

Es que me ha dao un no sé que...
ja,ja,ja,ja,:)