domingo, 9 de octubre de 2011

Cabezas de Hidra – Prólogo (III)


4


Emilia esperó hasta el anochecer, acurrucada y sin probar bocado, en el asiento trasero del Corsa. La excitación que le embargaba le había hecho olvidar sus necesidades físicas más elementales. Cuando la única luz que alumbraba el paraje fue la de la luna, salió del coche con la bolsa de tierra de Dornoch asida fuertemente y echó a andar sigilosamente hacia la colina. Discurrió casi de puntillas por el camino de ascenso, el cual atravesaba en sus primeros metros el jardín de una vivienda particular. A Emilia no le convenía que las personas que allí vivían, acostumbradas sin duda a las idas y venidas de grupos de turistas aborregados, advirtiesen su presencia a una hora tan poco habitual. Escaló con saltos ágiles los peldaños irregulares y resbaladizos que, entre helechos, conducían hasta la cima del montículo y, exhausta, llegó al fin a lo más alto de los restos de Dunnad Fort. Hacía frío pero, sin demorarse, Emilia comenzó a desvestirse pausadamente mientras colocaba su ropa delicadamente doblada en un montoncito a sus pies. Desnuda ya, desató el nudo de la bolsa de plástico y se arrodilló ante la losa de la huella y el jabalí. Cogiendo pequeños puñados de la tierra negra, frotó su cuerpo hasta quedar totalmente tiznada. Entonces se tumbó cubriendo lo que, para ella, era la silueta del carnero satánico, con los brazos en cruz y las piernas separadas formando una uve invertida. Una débil llovizna la sorprendió. Era casi inapreciable, pero al mezclarse el agua con el polvillo que manchaba su piel blanquecina, Emilia no tardó en quedar cubierta de una pegajosa y fina película de gélido lodo. Cerró los ojos y advirtió que la sensación de frío se intensificaba.


Cuando la joven comenzaba a dudar si el propósito que la había llevado hasta allí iba a tener los resultados esperados, una niebla blanquecina, espesa y brillante apareció de la nada y cobró vida, resbalando por la cima de la colina, lamiendo la vegetación, las piedras centenarias y el cuerpo indefenso y tembloroso de Emilia. Ésta, notando súbitamente un inesperado e intenso placer sexual, comenzó a sentir en su interior una especie de vacío que, poco a poco, reemplazaba la vitalidad de la que la joven siempre había hecho gala. Por unos segundos sintió miedo y pensó en incorporarse, pero le fue imposible hacerlo.
- ¡Dios mío! -exclamó antes de callar para siempre.


5

En pocos instantes, el pellejo fláccido en el que de pronto se había convertido Emilia, pareció menguar acompañado de un desagradable sonido acuoso. Sus articulaciones se desencajaron con un chasquido seco y los globos oculares, única señal de color que aun quedaba en su rostro, se hundieron en sus cuencas. El silencio era total cuando una pareja de enormes cuervos, negros como el azabache, se posó sobre aquel trozo de carne inanimada que había sido Emilia. Indeciso al principio, uno de ellos decidió picotear el interior de la cuenca derecha del cadáver. Pero algo asustó de repente a las aves, que huyeron despavoridas y graznando ruidosamente. El despojo sin vida comenzó a temblar. La extraña niebla, que había permanecido flotando sobre la cima, adquirió gradualmente una luminosidad irreal, casi fluorescente, y se compactó hasta cubrir exclusivamente los restos de Emilia. Como si de un gas dotado de vida se tratase, la nube se introdujo en la carne tumefacta y amorfa que reposaba sobre la losa. Como la mano que se introduce en el guante y le hace tomar su forma, algo sobrenatural comenzó a modelar desde el interior los rasgos externos de aquel cuerpo mientras podía oírse un crujido, casi imperceptible pero continuado. Luego se escuchó una expiración y la nube escapó a gran velocidad de la boca abierta del cuerpo disipándose en el aire frío de la noche como por arte de magia.

Un nuevo ser había tomado vida en aquel montículo perdido de Escocia. El tamaño de los miembros, el color y longitud de sus cabellos, la tonalidad de su piel, todo era nuevo. La mujer, pues tal era el sexo de aquel engendro demoníaco, abrió los ojos y advirtió que tenía el derecho inservible, pero no pareció darle importancia. Sonriendo, se incorporó mientras acariciaba curiosa cada centímetro de su cuerpo. Entonces descubrió las ropas que descansaban en el suelo, junto a ella, y se vistió. Le quedaban algo pequeñas, pero tampoco eso le inmutó.

Tras inspirar profundamente y llenar sus renovados pulmones, comenzó a bajar la colina en silencio y, extrañamente, tomó el camino correcto hacia el coche sin vacilar ni un segundo. Allí comprovó que en uno de los bolsillos de su pantalón había dinero. Después, subió al Corsa y abandonó el lugar constatando divertida que sabía conducir aquella rara máquina. De alguna manera, los conocimientos de Emilia se mantenían latentes en ella. Subitamente, el cielo, como si advirtiese las desgracias que se avecinaban, comenzó a escupir relámpagos y truenos de una magnitud nunca vista en aquel lugar. En Dunadd Fort, lo que hasta el momento no había sido más que una ligera lluvia, se convirtió de pronto en un pequeño diluvio que en pocos minutos borró cualquier rastro de lo ocurrido allí.

Emilia, evidentemente, había dejado de existir y algo, con un origen y finalidad desconocidos para el resto de los mortales, la había reemplazado.


1 comentario:

Lai dijo...

4. Ritos olvidados de jóvenes apresadas por dioses que descienden de su abrigo para mancillar vírgenes creyentes. Al no haber más dios que un dios, es bueno recurrir al maligno.
Somera narración de suave erotismo, que agradezco.
¡Lastima de Emilia!, portosé Vd. adecuadamente, pues siempre es bueno recordar al jefe, en tan fastidioso final.
5. Transformación, renacimiento, diríase que el tratamiento que da patina a lo ocurrido es más de novela negra que de terror. Júrole que los pelillos se me izaron. ¡Jesús!
Bien, nos queda la duda… la tragedia se masca…