Tres
Febrero 1939
Cuando ese gélido día quedó cerrada definitivamente la frontera de Le Pertus entre España y Francia, Fructuoso Ruiz ya había tenido la fortuna de cruzarla en compañía de un reducido grupo integrado por excombatientes y paisanos cuyo único crimen era haber quedado aislados en la zona republicana. Pero tal fue la afluencia súbita de refugiados que ansiaban cobijo en el país vecino, que las autoridades galas vieron como sus poco avezadas previsiones se desbordaban por completo y su inicial desconcierto se tornaba en pánico. Así que, demostrando una insolidaridad y un egoísmo pasmosos –amén de una profunda ausencia de respeto hacia la población de sus vecinos-, y con la peregrina excusa de que entre aquellos que solicitaban ser acogidos se escondían asesinos y delincuentes comunes, se estableció la consigna de detener y, lo que era aún peor, devolver a territorio español a cualquier persona que fuese sorprendida errante por los caminos del sur de Francia, fuese o no de uniforme. La fraternidad del lema de la república gala se fue al garete y se torno en desprecio a unas gentes que lo habían perdido casi todo y ahora debían regresar a un país consumido por el odio y el revanchismo bajo un régimen militar totalitario y vengativo.
Aquellos que lograron escapar de tan vergonzosa e inhumana criba –Fructuoso entre ellos- fueron, no obstante, recluidos de inmediato en unos mal llamados campos de refugiados que no eran otra cosa que infames campos de concentración construidos con prisas, sin ningún cuidado y ubicados en zonas que no estaban preparadas para tal afluencia humana. La pésima gestión del problema provocó, entre otras medidas de mayor o menor nivel de acierto, que el General Ménard –jefe por aquel entonces de la 17ª región militar y, por tanto, la persona que tenía bajo su responsabilidad a la población refugiada- redujese drásticamente el número de instalaciones, que pasaron a ser de casi una decena de campos a únicamente tres. De éstos, la prensa –tanto la nacional como la internacional- tenía solo acceso al de Barcarés. Mientras, el campo más oriental, el de Argeles-sur-Mere, en el que fue a dar con sus huesos un asustado Fructuoso, no se podía visitar. No señor, ese no podía mostrarse al mundo. Y no era extraño que el gobierno quisiera a toda costa evitar la difusión de cualquier dato referente a ese campo.
El chico se había convertido en uno más de los noventa mil desesperados que el generoso y solidario gobierno francés tuvo a bien hacinar en un recinto de seiscientos por trescientos metros, rodeado por alambre de espinos y con un agujero central cubierto de ramas que daba cobijo a unos sesenta mil de ellos. El resto de los internados quedaba desprotegido sobre la nieve o el fango.
Los diez primeros días de su estancia en aquel lugar, Fructuoso y sus compañeros tuvieron acceso únicamente a una ración de pan y a un par de medidas de agua por día. Como era de esperar, en tales condiciones y bajo el rigor del frío invierno, en pocas semanas más del diez por ciento de la población del campo había contraído tifus, disentería, tuberculosis o sarna. En lugar de ser considerados como seres humanos que sencillamente huían de la barbarie, los españoles recibieron peor trato que el que se dispensaba a los animales de granja. Además, y para colmo –se supone que por mero desconocimiento-, las autoridades asignaron el cuidado y la vigilancia del campo a soldados senegaleses, individuos con más bien pocas luces, que miraban a los refugiados como si fuesen prisioneros peligrosos y que a muchos de los excombatientes les traían recuerdos de las tropas de regulares marroquíes contra las que habían luchado combatiendo las filas insurgentes comandadas por el General Franco.
Ante ese panorama, Fructuoso –que se encontraba extremadamente débil pero había podido eludir milagrosamente las enfermedades que atormentaban a la mayoría de sus compañeros-, decidió que ya era hora de escapar de aquel infierno. La noche que escogió para llevar a cabo su huída se apropió de una pobre mula que estaba más falta de cuidados que él mismo y, acompañado por un Guardia Civil republicano extremeño, atravesó la alambrada por un boquete sin vigilar. Después de una penosa jornada de camino bajo una intensa y fría lluvia, su compañero, extenuado, decidió regresar al campo. Fructuoso, por contra, no se arredró y enervado por el orgullo, siguió adelante. Sin embargo, no fue capaz de llegar más allá de Arles-sur-Tech. Aún así, tuvo suerte. Los gendarmes que le detuvieron, conmovidos sin duda por su juventud y determinación a pesar de su estado físico, le plantearon la opción de quedarse en Francia sirviendo al país que iba a darle cobijo. Y así fue como Fructuoso, contando con diecisiete años recién cumplidos, se alistó en el ejército galo.
1 comentario:
Al comenzar a leerte, veo nexos con la realidad actual.
Berlusconi manda su flota para evitar que los libios se “refugien” en Italia.
Lo tratan de igual manera, que trataron a los españoles en Francia.
¿Dónde quedan los valores Europeos?
Luchan por su democracia y nosotros los embolsamos cuales delfines, para que los pescadores militares fieles a Gadafi hagan el resto.
¡Estoy hasta los huevos de estos mequetrefes politicuchos de mierda!
Perdona tio, es mi mala leche –que también yo poseo a muy pesar mío-
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