domingo, 27 de febrero de 2011

Richardus CUATRO

Cuatro



Abril 2003

Han pasado ya diez semanas desde que llegó aquella segunda postal, la primera por la que supe que era mi padre quien de una manera tan extraña parecía querer contactar conmigo. A fecha de hoy llevo recibidas un total de siete, correspondientes a otras tantas estampas de Hiroshige –desde Kawasaki a Fujisawa-, y en todas ponía lo mismo, aquella sucinta declaración de amor paterno. El día de mi cumpleaños, en Marzo, Hanna me regaló un ejemplar de Rediscovering the old Tokaido. In the footsteps of Hiroshige, un libro de fotografías de un tal Patrick Carey que encontró en la librería Mayersche, el viejo establecimiento de la plaza Neumarkt. Se trataba de una obra muy interesante, llena de espectaculares imágenes que mostraban la apariencia actual de las estciones del Tokaido. En unos pocos casos, aún era posible reconocer algo de la estampa original. Pero, en general, gracias al progreso, se hacía muy difícil identificar en las fotografías de hoy a las bucólicas imágenes de antaño.
Total, que si mi padre me sigue enviando postales a este ritmo –porque lo cierto es que sin tener prueba alguna, quiero convencerme de que realmente provienen de él-, calculo que en un año o año y medio a lo sumo habré recibido las cincuenta y cinco estampas de Hiroshige. La incógnita, algo en lo que de momento prefiero no pensar pero que tarde o temprano tendré que comenzar a plantearme, es lo que haré cuando llegue ese momento. Porque, además de para que Angus herede de su abuelo una bonita colección de postales, ¿cual es el objetivo que persigue mi padre con todo esto, darse a conocer en persona?. Me refiero a que, bueno, ¿aparecerá de la nada después de enviar la última postal, como si fuese una bailarina semidesnuda que sale por sorpresa del interior de un gigantesco pastel de aniversario?.


Mientras me consume la expectación ante no sé muy bien el qué, observo desde el sofá a mi pequeño Angus, que juega en un rincón del comedor, ajeno por completo a las elucubraciones de su padre. Es –aunque esté mal que yo lo diga- una preciosidad de niño. Hace cuatro años ni tan solo estaba en este mundo, y ahora sería incapaz de imaginar mi existencia sin él a mi lado. A veces, después de ver por televisión ciertas noticias, me pregunto que poderosas razones pueden empujar a un padre a abandonar a una criatura así, lo que me lleva a intentar comprender una vez más qué es lo que obligó a mi progenitor a abandonar a su mujer y a su hijo.

Es extraño. Cada vez estoy más convencido de que, cuando nuestros hijos son pequeños, justificamos nuestras ansias de protegerles, de estar a su lado y abrazarles, con una pretendida dependencia de ellos hacia nosotros. “Nos necesitan” decimos, sin analizar que somos nosotros, los padres, los que en la mayoría de los casos dependemos emocionalmente de ellos. Por eso, comentando sobre el particular con matrimonios que conozco desde hace un tiempo y que son padres desde hace más años que yo, he advertido que cuando los hijos abandonan el hogar –sea en pareja o en solitario, que para el caso importa poco- todos hacen ver que se sienten felices e ilusionados ante la perspectiva de esa nueva etapa que emprenden en su existenia los vástagos de la familia, exclamando aquello de “es ley de vida” o ñoñeces por el estilo. Pero lo cierto, y no albergo duda alguna sobre ello, es que cuando un hijo se va de casa, los padres sienten como si les arrancasen algo propio y ven como su vida, al igual que el día en que sus pequeños llegaron a este mundo, deja de ser como hasta entonces. Y cuanto más tarde marchan del hogar paterno, peor. No en vano, obviando los lazos afectivos, nuestros retoños tienen nuestro mismo código genético. Son –exagerando- como una extremidad más, aunque con autonomía propia. Así que hace años que me esfuerzo por alimentar el convencimiento de que una razón muy, pero que muy poderosa empujó a mi padre a separarse de mi. O eso o es que era todo un hijo de puta.

Angus deja en el suelo su muñeco de Spiderman y me dedica una sonrisa. Yo se la devuelvo, intentando transmitirle una seguridad de la que últimamente carezco, disimulando el miedo irracional que me consume cuando pienso que la próxima semana o la siguiente recibiré una nueva postal y me encontraré un poco más cerca del final de esta extraña mascarada y su incierto desenlace.

- A comer.
La voz de Hanna me sobresalta. Angus se pone en pie y se encamina hacia la mesa dando palmas.
- Eh, señorito, ¿te has lavado ya las manos? –le pregunto.
- Ay, no –me responde, frenando su carera y dedicándome una sonrisa de pilluelo.
- Pues venga –le replico con fingido semblante serio mientras le señalo el pasillo de acceso al cuarto de baño y en su mirada detecto un mudo “¿me acompañas?” al que sucumbo.

Luego nos sentamos a la mesa. Hanna ha preparado unas brochetas de rape y langosta que huelen de maravilla y me retraen, sin razón aparente, a la época en la que estaba trabajando en las oficinas de un centro deportivo de la cadena francesa Santé et Esport, en mi Barcelona natal.

No hay comentarios: