Saco la sepia y las gambas, ya cocidas, de la cazuela de barro. Mientras pelo éstas últimas en silencio, reservando sus cabezas para machacarlas más tarde y agregar su jugo tamizado a los fideos, intento obligar a mis ojos a no posarse nuevamente en la puerta de la nevera. Pero no lo consigo. Ahí sigue, llamando mi atención, esa postal que prendí de un imán con la forma del monstruo del lago Ness. Por lo que parece, esa era la segunda misiva que me había enviado la misma persona. Hoy hace una semana que la recibí y, aunque en la primera no había nada escrito –por lo que interpreté que se trataría de algún tipo de propaganda-, la coincidencia en el tipo de ilustraciones me hace pensar que puedo interpretar acertadamente que las dos tienen el mismo origen. Los anversos de ambas muestran la imagen de sendas estampas japonesas –llamadas ukiyo e-, la una de Nihonbashi y la otra de Shinagawa, primera y segunda estaciones respectivamente de la ruta del Tokaido. En realidad se trata de algo muy interesante. Después de recibir la primera postal me puse a buscar por internet y he podido aprender un poco sobre el particular. Resulta que, durante lo que se ha dado en llamar el periodo Edo –que transcurrió en Japón entre los años 1615 y 1868 de nuestra era, el Shogun o jefe militar del país decidió establecer su residencia en Tokyo –que por aquel entonces se denominaba Edo, de ahí el nombre de ese periodo histórico-, la capital administrativa de la nación. Sin embargo, el emperador siguió viviendo en la capital tradicional, Kyoto. Los Daimyos o señores de la guerra, una especie de gobernadores que se repartían el control militar de las diferentes provincias del país, debían pleitesía a ambas figuras. Así pues, para facilitar los continuos viajes de esos señores feudales entre las dos capitales –acompañados de una cohorte de asesores, sirvientes, guardaespaldas y familiares- se construyó a lo largo de la costa este del Pacífico de la gran isla central de Honshu un camino jalonado de posadas, casas de té , hoteles y restaurantes, todos distribuidos por diversos puntos del recorrido. De esta manera quedó establecida un ruta oficial –el Tokaido- dotada de servicios ubicados en zonas que se denominaron estaciones. Muchas de éstas atrajeron a comerciantes y diversos profesionales que propiciaron el desarrollo de florecientes núcleos urbanos.
En 1832, un reputado ilustrador llamado Hiroshige Ando recorrió el Tokaido y realizó unas estampas sobre planchas de madera que, cuando un año más tarde fueron publicadas, le reportaron una fama que todavía hoy persiste. El total de las cincuenta y tres estaciones que pintó, a las que añadió dos estampas, constituyeron en su día las primeras imágenes que de Japón conocieron muchos habitantes de la vieja Europa de mediados del siglo XIX.
Y si, como ya he dicho, en la primera postal no había texto alguno que pudiese darme alguna pista que me permitiese identificar al remitente, el dorso de la segunda fue como un bofetón en la cara. Contenía únicamente tres palabras. Un sustantivo, un pronombre y un verbo, apenas doce letras que, sin embargo, abrieron en mi alma una herida que, ahora lo sé, nunca cicatrizó del todo. En la postal ponía “Te quiero. Papá”.
¿Y ahora qué?, ¿qué se supone que debo hacer yo?. De momento ya he frito los fideos en el aceite perfumado con ajos de la cazuela, removiéndolos con cuidado para que no se tostasen demasiado, hasta que han cogido un atractivo color dorado y brillante. Me dejo llevar por los aromas, lo que –aunque me resisto- me transporta al pasado, a esos momentos en la cocina junto a mi madre, cuando ésta compartía conmigo, mientras preparaba unos sencillos macarrones o unas croquetas, alguna de las poquísimas anécdotas sobre mi progenitor que el rencor o la tristeza no le impedían contarme.
En una ocasión, recuerdo, me explicó que papá se parecía a Frankie Avalon. A éste le habían visto los dos una tarde en una película, “El Álamo”, y desde ese día ella le llamaba a él Frankie en la intimidad. Yo estaba en plena adolescencia y me interesaba ávidamente por cualquier detalle que pudiese hacerme sentir más próximo a la figura de un padre al que amaba y odiaba por igual. Así supe que los inicios del tal Avalon en el séptimo arte se habían visto propiciados por una incipiente fama previa como músico en los Estados Unidos junto a su grupo, una banda llamada Rocko & his Saints. No tardé en conseguir una fotografía de Frankie y debo decir qu no sé exactamente si mi padre era la viva imagen del actor –mi madre había puesto especial empeño en ocultar o destruir sus fotos por lo que no tenía donde comparar-, pero lo que puedo asegurar es que, de ser cierto el parecido, yo no había salido en absoluto a mi padre.
Aún hoy conservo un viejo tocadiscos Kolster de mi madre, el modelo Surprise Party de 1959, que rescaté de la basura. No funciona, pero mantiene en su interior un pequeño tesoro, algo que siempre he creído que actuaba como nexo de unión sentimental con esa infancia junto a mi padre de la que nada recuerdo. Se trata del single Sacramento Girls, de –cómo no- Rocko & his Saints.
Tapo la cazuela y dejo a punto la fideuá, preparada para que cuando llegue la hora de comer le de un hervor a los fideos en caldo de pescado –al que añadiré el jugo de las cabezas de gamba- antes de colocarlos en el horno hasta que el líquido se consuma, y servirlos a la mesa acompañados de las gambas peladas y la sepia. Al igual que cada domingo, compartiré la comida con mi esposa y mi hijo, los dos seres que más quiero en este mundo y sin los que se me haría muy difícil o casi imposible sobrevivir. Sin embargo, como va siendo habitual últimamente, no podré evitar que mis pensamientos vaguen muy lejos de ellos.
En 1832, un reputado ilustrador llamado Hiroshige Ando recorrió el Tokaido y realizó unas estampas sobre planchas de madera que, cuando un año más tarde fueron publicadas, le reportaron una fama que todavía hoy persiste. El total de las cincuenta y tres estaciones que pintó, a las que añadió dos estampas, constituyeron en su día las primeras imágenes que de Japón conocieron muchos habitantes de la vieja Europa de mediados del siglo XIX.
Y si, como ya he dicho, en la primera postal no había texto alguno que pudiese darme alguna pista que me permitiese identificar al remitente, el dorso de la segunda fue como un bofetón en la cara. Contenía únicamente tres palabras. Un sustantivo, un pronombre y un verbo, apenas doce letras que, sin embargo, abrieron en mi alma una herida que, ahora lo sé, nunca cicatrizó del todo. En la postal ponía “Te quiero. Papá”.
¿Y ahora qué?, ¿qué se supone que debo hacer yo?. De momento ya he frito los fideos en el aceite perfumado con ajos de la cazuela, removiéndolos con cuidado para que no se tostasen demasiado, hasta que han cogido un atractivo color dorado y brillante. Me dejo llevar por los aromas, lo que –aunque me resisto- me transporta al pasado, a esos momentos en la cocina junto a mi madre, cuando ésta compartía conmigo, mientras preparaba unos sencillos macarrones o unas croquetas, alguna de las poquísimas anécdotas sobre mi progenitor que el rencor o la tristeza no le impedían contarme.
En una ocasión, recuerdo, me explicó que papá se parecía a Frankie Avalon. A éste le habían visto los dos una tarde en una película, “El Álamo”, y desde ese día ella le llamaba a él Frankie en la intimidad. Yo estaba en plena adolescencia y me interesaba ávidamente por cualquier detalle que pudiese hacerme sentir más próximo a la figura de un padre al que amaba y odiaba por igual. Así supe que los inicios del tal Avalon en el séptimo arte se habían visto propiciados por una incipiente fama previa como músico en los Estados Unidos junto a su grupo, una banda llamada Rocko & his Saints. No tardé en conseguir una fotografía de Frankie y debo decir qu no sé exactamente si mi padre era la viva imagen del actor –mi madre había puesto especial empeño en ocultar o destruir sus fotos por lo que no tenía donde comparar-, pero lo que puedo asegurar es que, de ser cierto el parecido, yo no había salido en absoluto a mi padre.
Aún hoy conservo un viejo tocadiscos Kolster de mi madre, el modelo Surprise Party de 1959, que rescaté de la basura. No funciona, pero mantiene en su interior un pequeño tesoro, algo que siempre he creído que actuaba como nexo de unión sentimental con esa infancia junto a mi padre de la que nada recuerdo. Se trata del single Sacramento Girls, de –cómo no- Rocko & his Saints.
Tapo la cazuela y dejo a punto la fideuá, preparada para que cuando llegue la hora de comer le de un hervor a los fideos en caldo de pescado –al que añadiré el jugo de las cabezas de gamba- antes de colocarlos en el horno hasta que el líquido se consuma, y servirlos a la mesa acompañados de las gambas peladas y la sepia. Al igual que cada domingo, compartiré la comida con mi esposa y mi hijo, los dos seres que más quiero en este mundo y sin los que se me haría muy difícil o casi imposible sobrevivir. Sin embargo, como va siendo habitual últimamente, no podré evitar que mis pensamientos vaguen muy lejos de ellos.
5 comentarios:
Para el personaje por ti creado, debió ser un hierro candente el haber sido comparado su padre con Frakie Avalon, me imagino al niño mirando la carpeta del LP, intentando ver en los ojos de otro, los de su padre, su voz..
Esta parte que no te referí anteriormente, me gusta sobremanera, por ser descrita tan de paso como imprescindible.
Salu2 desde el infierno.
No, no en realidad.
Lo que le molestaba era no conocer sus verdaderos rasgos. El que su madre los comparase con los de Avalon no le importaba demasiado.
No, no me has entendido...
A lo que me refería, es a la tremenda necesidad que tendría de conocer a su viejo y acudir a la vieja carpeta.
Imaginación, eso era cuanto creo que le quedaba a tu personaje.
Disculpa, pero ya sabes cuan retorcido soy...
Bueno, los dos son bastantes raritos.
Dije: retorcido.
Rarito?
Tambien.
Nexus, tu tampoco eres... digamos... normal...
jua jua jua
:)
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