sábado, 12 de febrero de 2011

Richardus DOS (I)

Dos



Febrero 2003

Convenientemente filtrado por ese sutil tamiz que proporciona el tiempo transcurrido, que interpone entre nuestra memoria y los hechos acontecidos una débil neblina que tiende a deformar la realidad, acude a mi el nostálgico recuerdo de aquellas celebraciones de fin de curso en el colegio. Para ser exactos, evocando esos años, tomo conciencia de que únicamente una de aquellas ha permanecido en mi corazón, una en particular que me empeño en revivir inconscientemente cada cierto tiempo. Tenía yo diez años, si no me equivoco al ubicar ese día en el tiempo. Aquella soleada tarde en las postrimerías de la primavera, las niñas de mi clase vestían una blusa a cuadros verdes y blancos, falda plisada verde y, a juego, lucían en el pelo unas cintas que remataban en un lazo y, según el caso, largas trenzas, colas de caballo o elegantes y diminutos moños. Tenían la misma edad que yo, pero esa tarde llevaban los ojos y los labios maquillados, lo que les confería una apariencia mayor que la que habían mostrado durante el resto del curso ya finalizado.

Mis compañeros, así como yo mismo, mucho menos llamativos en nuestro atuendo, vestíamos una camiseta de algodón, de manga corta y color amarillo, con las iniciales del colegio bordadas en azul oscuro sobre el pecho, y unos pantaloncitos exiguos y ceñidos del mismo color -el sueño de cualquier pederasta- , algo que hoy en día sería vetado en aras del buen gusto pero que por aquel entonces no parecía despertar suspicacia alguna.
Durante toda la tarde nos dedicamos a hacer exhibiciones gimnásticas, ridículos ejercicios coreografiados y bailes varios, para deleite de los orgullosos padres, un buen número de los cuales rodaban nuestras evoluciones, más o menos afortunadas en función de la agilidad de cada uno de nosotros, con tomavistas de 8 mm, o sacaban fotografías sin dejar de sonreír como pasmarotes, comentando las actuaciones de sus vástagos dándose pábulo mutuamente.
- Mira, mira, aquel es mi Carlos, ¿has visto lo bien que ha saltado el potro?. Le he hecho una foto y todo.
- Sí señor, ¿y mi Juan, qué me dices de mi Juanito?, ha trepado por la soga de nudos en tan solo cuarenta y siete segundos. Lo tengo grabado.
Mientras, los Carlos y los Juanes de turno saludaban a sus progenitores desde el centro del patio, sintiéndose por unas horas poco menos que atletas olímpicos.


Sin embargo, yo no era como los demás niños. Yo no saludaba, le dirigía furtivas miradas a mi madre, que me observaba orgullosa y en silencio desde la grada, con una media sonrisa de melancolía cruzándole el rostro, y me limitaba a proseguir con mis ejercicios deseando que aquella tortura, aquella estúpida pantomima, acabase pronto.

Recuerdo que cuando finalizaron las actividades infantiles, en el transcurso de la multitudinaria merienda que precedía el fin oficial del curso escolar y, por consiguiente, el ansiado inicio de las vacaciones, ningún adulto, a excepción de mamá, me dirigió la palabra. Yo ni tan solo provocaba pena entre las madres de mis amigos, algo que, por ejemplo, sí que conseguía la pobre Martita, a la que se le había muerto el padre recientemente en un trágico accidente ferroviario y cuya desgracia era el tema preferido de todos los corrillos. Por el contrario, de mi padre ni se hablaba. Simplemente no estaba allí para ver como su hijo saltaba el potro, y punto. Para hacer justicia debo aclarar que en aquel comportamiento no existía malicia alguna. Todo lo contrario. El resto de padres y madres tomaban aquella actitud como pretendida deferencia para –según comentaban entre ellos a espaldas de mi madre- no hurgar en la herida. Pero a mi, en realidad, me molestaba sobremanera que se le ignorase. Está bien, nos había abandonado, mi madre y yo nos habíamos quedado solos, pero yo no podía guardarle rencor. En algún lugar seguía siendo mi padre y quería suponer que se preocupaba por mi. Además, yo sí que existía, yo estaba allí con los otros niños, y el ostracismo al que me abocaban, más que consolarme, me enfadaba. Total, que la rabia, la vergüenza o vete a saber el qué, me provocaron tal repentino e inconsolable ataque de llanto que tuvimos que abandonar el colegio a toda prisa. Aquella fue la última celebración de fin de curso en ese centro escolar. Al año siguiente mi madre me matriculó en otro distinto, a tres barrios de distancia del anterior. Cortó todo contacto con sus antiguas amistades y difundió el bulo de que su marido había muerto. De esa manera me convertí en la Martita de mi nuevo colegio.

Cinco lustros después, estoy en la cocina de mi casa, en Colonia. Mi mujer y mi hijo continúan durmiendo. Acabo de poner en una cazuela al fuego pequeños dados de sepia salteados en una mezcla de sal, pimentón dulce y perejil, y he añadido varias gambas. Mientras rehogo todo ello en un poco de aceite de oliva, echo dos dientes de ajo y desvío la mirada fijándome en las agujas de la catedral –la gente de aquí le llama Dom-, que emergen entre los tejados del horizonte bañados por la aún tenue luz del sol de un día que despunta poco a poco.
Me sirvo un buen vaso de leche fría y me sorprendo una vez más pensando en él. ¿Quien me iba a decir a mi que, después de todos estos años, mi padre ausente iba a ponerse en contacto conmigo?. Había escogido, eso sí, una manera algo especial para hacerlo.

1 comentario:

Lai dijo...

¿Tu también hacías gimnasia en un patio de colegio así?
¡que putos recuerdos!