Mientras les oigamos cantar, sabemos –al menos– que están ahí abajo.
Amiguitos, esta frase cargada de esa lógica que sólo tienen las madres, es una de las primeras de esta extraordinaria película del no menos mítico Fritz Lang y la pronuncia una madre ama de casa que está preparando la comida y poniendo la mesa con dedicación para su hija Elsie poco antes de advertir con preocupación que la niña, que ya tendría que haber salido del colegio, no ha llegado aún a casa. Y es que la frase hace referencia a los asesinatos de niñas que últimamente han tenido lugar en Düsseldorf. El criminal no tarda en hacer su aparicion en una escena aterradora que no nos lo muestra directamente, sino como una sombra –amenazante– sobre el cartel en el que se anuncia una recompensa por el aporte de información que ayude a su captura. Mientras la madre de Elsie se desespera, nosotros vemos dónde está la niña e imaginamos lo que va a ocurrir. Entonces llaman a la puerta de la mujer. Amiguitos, estamos ante una escena de las más angustiosas y estremecedoras del cine, en blanco y negro, sin alardes técnicos, sin sangre ni violencia, casi en los albores de la historia del septimo arte. Un plato vacío, un globo volando libre y una madre llamando a su hija que lo muestran todo sin enseñarnos nada. Y eso es porque Lang fue sencillamente un genio. A partir de ahí, podéis imaginar las casi dos horas de obra de arte que os esperan si decidís ver esta cinta –el título en español fue M, el vampiro de Düsseldorf aunque el original era sencillamente M, letra que hace referencia a Mörder, asesino– a la altura de títulos como La noche del cazador o Ciudadano Kane, dos de las películas que más venero de cuantas recuerdo haber disfrutado. Como ya os he dicho, estoy hablando de M, la primera película sonora de Fritz Lang, un realizador vienés quizás más conocido por el gran público por ser el director de Metropolis, hijo de una judía checa convertida al catolicismo que acabó emigrando a los Estados Unidos y llegó a ser un referente del cine negro de los años 40 y 50. Así pues, el argumento de la cinta –con guión del propio Lang y de la que por entonces era su esposa y guionista en sus películas, la escritora Thea Von Harbou– nos cuenta como tras el asesinato de ocho niñas, las autoridades siguen la pista del culpable, un hombre anodino llamado Hans Beckert que no deja de silbar la melodía de I Dovregubbens hall de Edvard Grieg, que aquí funciona como las notas compuestas por John Williams que sonaban cuando el escualo estaba a punto de aparecer en Tiburón de Spielberg. La policía pone todos sus recursos en marcha e investiga pistas así como huellas y señales en un escrito que el asesino envió a la prensa, organizando redada tras redada en los bajos fondos de la ciudad. El mundo del hampa se encuentra tan incómodo viendo como sus ingresos descienden a la vez que aumenta el cerco de las autoridades sobre sus gerifaltes, que estos deciden –por su propio interés– ayudar a la Brigada Criminal en la búsqueda y ajusticiamiento del asesino de niñas. Aquí toca remarcar otra de las geniales escenas de la película, la del parlamento de lo que vendría a ser el capo di capi de las asociaciones criminales de Düsseldorf, que se corta sin previo aviso enlazando con la reunión de responsables de la policía de la ciudad, mostrándonos que los lugares y personas son completamente opuestos pero el discurso es el mismo, el de dos grupos antagonistas que se encuentran en el mismo momento trazando planes para un mismo objetivo común.
Amiguitos, esta frase cargada de esa lógica que sólo tienen las madres, es una de las primeras de esta extraordinaria película del no menos mítico Fritz Lang y la pronuncia una madre ama de casa que está preparando la comida y poniendo la mesa con dedicación para su hija Elsie poco antes de advertir con preocupación que la niña, que ya tendría que haber salido del colegio, no ha llegado aún a casa. Y es que la frase hace referencia a los asesinatos de niñas que últimamente han tenido lugar en Düsseldorf. El criminal no tarda en hacer su aparicion en una escena aterradora que no nos lo muestra directamente, sino como una sombra –amenazante– sobre el cartel en el que se anuncia una recompensa por el aporte de información que ayude a su captura. Mientras la madre de Elsie se desespera, nosotros vemos dónde está la niña e imaginamos lo que va a ocurrir. Entonces llaman a la puerta de la mujer. Amiguitos, estamos ante una escena de las más angustiosas y estremecedoras del cine, en blanco y negro, sin alardes técnicos, sin sangre ni violencia, casi en los albores de la historia del septimo arte. Un plato vacío, un globo volando libre y una madre llamando a su hija que lo muestran todo sin enseñarnos nada. Y eso es porque Lang fue sencillamente un genio. A partir de ahí, podéis imaginar las casi dos horas de obra de arte que os esperan si decidís ver esta cinta –el título en español fue M, el vampiro de Düsseldorf aunque el original era sencillamente M, letra que hace referencia a Mörder, asesino– a la altura de títulos como La noche del cazador o Ciudadano Kane, dos de las películas que más venero de cuantas recuerdo haber disfrutado. Como ya os he dicho, estoy hablando de M, la primera película sonora de Fritz Lang, un realizador vienés quizás más conocido por el gran público por ser el director de Metropolis, hijo de una judía checa convertida al catolicismo que acabó emigrando a los Estados Unidos y llegó a ser un referente del cine negro de los años 40 y 50. Así pues, el argumento de la cinta –con guión del propio Lang y de la que por entonces era su esposa y guionista en sus películas, la escritora Thea Von Harbou– nos cuenta como tras el asesinato de ocho niñas, las autoridades siguen la pista del culpable, un hombre anodino llamado Hans Beckert que no deja de silbar la melodía de I Dovregubbens hall de Edvard Grieg, que aquí funciona como las notas compuestas por John Williams que sonaban cuando el escualo estaba a punto de aparecer en Tiburón de Spielberg. La policía pone todos sus recursos en marcha e investiga pistas así como huellas y señales en un escrito que el asesino envió a la prensa, organizando redada tras redada en los bajos fondos de la ciudad. El mundo del hampa se encuentra tan incómodo viendo como sus ingresos descienden a la vez que aumenta el cerco de las autoridades sobre sus gerifaltes, que estos deciden –por su propio interés– ayudar a la Brigada Criminal en la búsqueda y ajusticiamiento del asesino de niñas. Aquí toca remarcar otra de las geniales escenas de la película, la del parlamento de lo que vendría a ser el capo di capi de las asociaciones criminales de Düsseldorf, que se corta sin previo aviso enlazando con la reunión de responsables de la policía de la ciudad, mostrándonos que los lugares y personas son completamente opuestos pero el discurso es el mismo, el de dos grupos antagonistas que se encuentran en el mismo momento trazando planes para un mismo objetivo común.
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