Érase una vez, en la segunda mitad del siglo XIX, que nació Clare Saunders. Siendo un jovenzuelo ya había recorrido los Estados Unidos en un circo dedicándose al boxeo. Más tarde se empleó en el ferrocarril CB&Q y se convirtió en sindicalista activo, lo que le llevó a Venezuela y México –incluyendo una estancia en la prisión de Monterrey acusado de asesinato- hasta que a finales de siglo luchó en la guerra de Cuba y más tarde en las Filipinas, en donde fue herido en una pierna. Se recuperó en un hospital japonés y en 1901 regresó a los Estados Unidos aquejado de dolor crónico en el nervio ciático, con una adicción a la pasta de opio y una pensión del gobierno. Con 35 años se enamoró de una joven de 18 descendiente de indios Chippewa y alemanes y se casó con ella.
De esa unión nació Norman Saunders, un crío que a los cinco años perdió la vista parcialmente en un episodio en el que se mezclaron la desgracia –se cayó en una hoguera quemándose el ojo- y la negligencia –la herida se infectó por un mal tratamiento médico-, algo que le marcó psicológicamente. Siendo preadolescente tomó clases de piano y aunque le encantaba la pintura, creía que debido a su problema nunca podría convertirse en un artista. Con solo 13 años se escapó de casa y viajó errático por el sur de los Estados Unidos alquilándose en garitos como músico. Pero con 18 años regresó a casa y se graduó decidido a convertirse en pintor y matriculándose en arte en una academia de Minneapolis, lo que le brindó la oportunidad de entrar en el prestigioso Chicago Art Institute.
Lo que sigue es una impresionante carrera como ilustrador de la que no os contaré nada. Me ha parecido mucho más interesante contaros los orígenes de Norman y dejar que sus obras hablen de su talento por mi, finalizando con ellas este domingo de aniversario.
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