miércoles, 25 de abril de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimoséptimo (III)


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Jaime Segimón recordaba haber escuchado toda la vida, con ocasión de las típicas reuniones familiares, las pintorescas historias relativas a sus antepasados indianos en Cuba. Por ello, en cuanto le fue concedida la plaza que había solicitado como funcionario en la isla caribeña, un anhelo que rondaba su cabeza durante años tuvo, finalmente, serias posibilidades de cumplirse. Jaime quería conocer, si es que existía, a algún miembro de la rama bastarda de la familia, un descendiente de Berta de Zuloaga.

Tras un año y medio de investigaciones, Jaime logró dar con la que, al parecer, era la última representante de su familia en Cuba, una preciosa joven llamada Luisa Alvarado.

Berta de Zoloaga había dado a luz un precioso bebé, pero Alfonso no estaba dispuesto a reconocer a la criatura ni a dar explicaciones a sus conocidos. No repudió a su esposa, era importante para él mantener las apariencias, pero la obligó a ceder a su hijo en adopción. El pequeño, pues, pasó de inmediato al cuidado de una pareja de empleados de su plantación, a quienes obligó a dejar la hacienda a cambio de una respetable suma de dinero. El matrimonio educó al niño como si de un hijo propio se tratara, pero se ocupó de que éste no olvidase nunca su origen y las circunstancias que envolvieron su adopción. Y dicha información había ido pasando de generación en generación.

Cuando Jaime contactó con Luisa, le propuso llevarla a España. Ella, que por una parte se mostró contenta de conocer a un integrante de su familia del otro lado del Atlántico y de poder conversar con él de unos hechos que conocía desde pequeña, declinó la oferta. Era una cubana orgullosa, castrista hasta la médula, y su honor patrio no le permitía abandonar su país. Poco se imaginaba que, meses más tarde, la situación iba a cambiar dramáticamente.

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Durante los arduos y heroicos años de la lucha contra el dictador Fulgencio Batista, la compañera oficial de Fidel Castro en el maquis había sido Celia Sánchez. Sin embargo, el apuesto y carismático guerrillero tenía no pocos escarceos con numerosas jóvenes que se le acercaban atraídas por su innegable magnetismo. Fruto de una de esas esporádicas relaciones, en Septiembre de 1959, nació una niña a la que llamaron Amalia. Fidel nunca reconoció su paternidad, ni ésta ni otras tantas que el pueblo llano comentaba soterradamente, pero lo cierto es que Amalia disfrutó de una infancia cómoda. Años más tarde, acabó de profesora en la Universidad de La Habana, disfrutando de unos privilegios que la mayoría de sus compañeros no podían ni soñar.
Luisa, alumna de Amalia, con la total convicción de que gracias a la Revolución todos los cubanos eran iguales, denunció los abusos de autoridad y la conducta arbitraria de Amalia desde su puesto de becaria en la facultad de Derecho. El resultado para Luisa fue la apertura de un expediente a su nombre con la acusación de antirrevolucionaria. El resto de becarios y profesores le dieron de lado y Luisa pasó a encontrarse marginada y encolerizada. ¿ Cómo podían acusarla a ella de traición a lo que más amaba ?.

Una tarde, mientras paseaba por el malecón, un Buick morado se subió a la acera y a punto estuvo de atropellarla. Luisa vio entonces como se resquebrajaban sus ideales. El enfado dio paso al temor y éste al convencimiento de que, llegado tal punto, lo mejor era contactar de nuevo con Jaime, su recién hallado pariente español.



6

Jaime y Luisa se reunieron con extrema cautela en los patios del castillo del Morro, y dialogaron sobre los últimos acontecimientos que habían propiciado en ella la repentina voluntad de abandonar su país.

- Por una parte -dijo Jaime-, estoy contento de que quieras ir a España. Pero, por otra, me apena mucho de que sea por las razones que me has comentado.
- Yo no quiero marcharme, pero me doy cuenta de que no puedo hacer otra cosa. Pienso que, si me quedo aquí, mi vida o la de mi familia corre peligro.
- No te preocupes -Jaime cogió sus manos-, hablaré con el embajador y te sacaremos de aquí. ¿ Quieres que intente que tu familia también pueda irse ?
- No, mi madre no aceptará de ninguna manera. Además -Luisa sonrió-, tengo mucha familia, tendrías que fletar varios aviones para sacarlos a todos de Cuba.
- Vale. Tu déjalo todo en mis manos. Somos familia, ¿ no ?. Y ahora vamos a beber algo, estoy muerto de sed.

Entraron en un bar del castillo y Jaime le hizo una seña al camarero.
- ¿ Qué quieres tomar ? -le preguntó a Luisa.
- Agua mineral, gracias.
- Yo tomaré un batido de papaya -dijo él, enjuagando con un pañuelo de algodón el sudor que humedecía su frente.
El camarero y Luisa se sonrieron mientras intercambiaban una sonrisa de complicidad.

- ¿ Qué pasa ? -preguntó Jaime-, ¿ de qué se ríe el camarero ?
- ¿ No lo sabes ?-. Luisa no podía creer que, después del tiempo que aquel hombre llevaba en la capital, no fuese consciente de algunos hechos característicos de La Habana.
- Aquí -le explicó-, a la papaya la llamamos fruta bomba para diferenciarla de la otra papaya, ¿ entiendes ?.
- No, ¿ a qué papaya te refieres ?
- Ay chico, pareces tonto. Nosotros llamamos así, de forma coloquial, a la vulva.
Jaime se sonrojó.
- ¿ Ves ahora por qué le hizo gracia al camarero que le pidieses un batido de papaya ?
- Lo veo. Ya me decían que tenía que salir más -le sonrió a Luisa-, integrarme en el país y esas cosas.

En realidad, y en lo tocante al idioma, Jaime todavía estaba en una fase de aprendizaje. Ruborizado aun por el comentario de Luisa, recordaba el día en el que aprendió que a las bragas se las llama blúmer.

- ¿ En qué piensas ? -preguntó Luisa.
- En nada, ¿ por qué ?
- Te has sonreído.
- Bueno, es que en algo sí pensaba. Verás, me he acordado de cuando descubrí como le llamáis a las bragas y de como, tiempo después, me escandalizó el escuchar en plena calle a un joven que le gritaba a la que, supuse, era su novia o esposa y que se había detenido a hablar con otra chica.
- ¿ Qué le gritó ?
- Le dijo a grito pelado : ¡ Oye, bájate el blúmer, que ando apurado !.
Luisa rio con ganas.

- Es que el cubano es un hombre muy fogoso -bromeó.
- No me tomes el pelo, ahora ya sé lo que significa esa expresión. Pero en aquel momento la interpreté de manera literal y, te lo juro, cambié de acera para no tener que ver lo que creí que era capaz de hacer aquel joven.
- La expresión equivale a la vuestra de "Espabílate" o "Ponte las pilas".
- Exacto.
Jaime tragó un sorbo de su batido.
- Bueno, pues en eso he pensado.

Cuando Jaime llamó al camarero, dispuesto a pagar la consumición, Luisa se encaminó hacia la puerta del local. Aguardó unos segundos y, cuando vio que Jaime se guardaba las monedas del cambio, le gritó desde la puerta.
- Venga Jaime, bájate el blúmer.

Al despedirse, ya habían acordado la fecha para la próxima cita.

Ese sábado, solo diez días después de su entrevista en el castillo, Luisa se vistió y bajó los pronunciados escalones que comunicaban el altillo en el que dormía junto a su madre con la estancia que hacía las veces de comedor y sala de estar. La vivienda estaba ubicada en un antiguo edificio colonial de la Avenida Reina, señorial en otra época, pero que ahora mostraba balaustradas con grietas, cornisas rotas y barandas desconchadas.

Luisa introdujo sus pocas pertenencias en una bolsa de deporte y se despidió de su madre, una sencilla empleada de limpieza en el Hotel Plaza que había trabajado durante su juventud como torcedora para Montecristo en la población de Pinar del Río. Bajó las escaleras y salió a la calle. El suelo de la acera estaba mojado, algo normal ya que era sábado y, ese día, en La Habana está permitido tirar agua a la calle, por lo que es común aprovechar para fregar las viviendas sin reparar en que por las balconadas rebose el agua utilizada.

Luisa echó una última mirada a la calle, su calle, y con un nudo en la garganta se encaminó hacia el punto convenido. Pasó junto al Capitolio. Como otras tantas veces, se cruzó con maniseros y turistas de piel enrojecida a causa de un sol implacable. Al otro lado de la calle, un grupo de jóvenes intentaba reparar artesanalmente, por enésima vez, los ya gastados motores de sus viejos automóviles norteamericanos.

Luisa temía que la estuviesen vigilando, por lo que, con los nervios a flor de piel, recorrió apresurada la Avenida Zulueta hasta entrar, al fin, en las dependencias de la Embajada de España. No podía solicitar asilo político, pues el hecho hubiese causado un grave incidente diplomático que el Gobierno español no hubiese estado dispuesto a afrontar. Sin embargo, Jaime había puesto la historia en conocimiento del embajador y éste había accedido a secundar su plan. La sacarían del país en secreto.
En el patio interior del edificio esperaba con el motor en marcha un coche sin distintivos que debía trasladarla hasta el aeropuerto internacional de Varadero. Allí, con la connivencia de algún funcionario de aduanas corrupto, embarcaría en un vuelo de Iberia.

Y así, la tarde de un inmensamente triste sábado, Luisa Alvarado abandonó su Cuba natal.

Cuando llegó a España, se instaló en Barcelona, en donde parte de la familia de Jaime le consiguió alojamiento y trabajo. Al principio se dedicó a desempeñar labores administrativas en diferentes empresas. Un buen día, sin saber bien el porqué, decidió presentarse a las pruebas de selección previas a los exámenes de acceso al Cuerpo Superior de Policía. Luisa consiguió una plaza con relativa facilidad y, un año más tarde, un equipo especial dedicado a organizar y supervisar operaciones encubiertas y de infiltración contactó con ella.

Ahora habían pasado ya casi cinco años desde aquel día y, por desgracia, su incorporación a ese equipo iba a suponerle la muerte.

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