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Gustave Gobineau vivía solo y hacía más de siete años que había conseguido que el Estado le enviase, en metálico y por correo, su pensión de veterano de guerra. Su apartamento, cochambroso y de reducidas dimensiones, se ubicaba en un antiguo edificio entre la Rue de Tolbiac y la Avenue de Choisy, en París. Si tenía que abandonar su refugio, Gustave lo hacía únicamente en horario nocturno, ya que una extraña enfermedad cutánea le provocaba una desagradable reacción alérgica a la luz solar. Así pues, dormía durante el día y malvivía de noche. En contadas ocasiones, no obstante, y siempre en días muy nublados y a primera hora de la mañana, había salido de su hogar el tiempo justo de cruzar los escasos diez metros que separaban su portal del colmado de ultramarinos de madame Torres. Esas veces, compraba rápidamente leche y algo de fruta, antes de regresar con celeridad a la protectora penumbra de su guarida.
De ordinario, sin embargo, su demanda de provisiones era de carácter mensual. El joven sobrino de madame Torres llamaba al timbre de Gustave y depositaba el pedido, que siempre constaba de los mismos alimentos, sobre la alfombrilla. Gustave esperaba a que el chico desapareciese escaleras abajo y luego abría la puerta y recogía las viandas. Entonces se encerraba de nuevo, comprobaba el importe de la nota y esperaba, a veces hasta una hora, a que el joven regresase. Cuando lo hacía, éste volvía a llamar al timbre y esperaba a que Gustave le pasase el dinero por debajo de la puerta, dinero que iba acompañado por la lista de pedidos para el próximo mes. Y así ocurría desde hacía mucho tiempo.
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Gustave mantenía las ventanas cerradas y las persianas bajadas. La oscuridad que reinaba en la vivienda se veía únicamente mitigada por la débil claridad que desprendían una roñosa bombilla recubierta de polvo que pendía del techo del salón, y la pantalla de un viejo televisor de pantalla en blanco y negro Philips K-10, que casi siempre estaba encendido.
El suelo de la estancia principal, que hacía las veces de salón y comedor, estaba pavimentado por los listones de madera que aun quedaban después de que Gustave, a lo largo de los años, levantara algunos para tapiar, de manera poco efectiva, una de las ventanas. Ésta no constaba de persiana, y tenía el cristal roto en su parte inferior izquierda, por lo que el frío se colaba en la casa sin ningún problema. No era de extrañar que, de tanto en tanto, alguna paloma se las apañase para colar su cuerpo por el orificio entre el cristal y las maderas puestas por Gustave. Por ello, hacía tiempo que el suelo del comedor albergaba algunas plumas y restos de defecaciones que, sobre todo en verano, despedían un hedor acre y sofocante.
Sobre el suelo desconchado, se extendía una alfombra raída, llena de manchas y desgastada por el uso. El único mobiliario de la sala consistía en un sillón cubierto de mugre, la televisión, una mesita de un solo pie sobre el que había dispuesto un hule lleno de grasa, y una lámpara con la pantalla amarillenta y agrietada. En un rincón se apilaban algunos periódicos antiguos y cachivaches sin aparente utilidad que Gustave había ido recogiendo de diferentes contenedores de basura a lo largo de los últimos años. Las paredes, por las que no era de extrañar que se paseasen impunemente las cucarachas, estaban forradas por papel pintado de una tonalidad violácea, al menos originalmente cuando fue colocado, atravesado por gruesas cenefas de color negro. En varios sitios se advertían arañazos y enormes manchas de humedad.
Desde el alba hasta el anochecer, Gustave dormía o yacía sumido en un profundo sopor. Cuando oscurecía por completo, después de apurar lo que en su peculiar ritmo de vida correspondía al desayuno, Gustave iba a su habitación y extraía del armario su ajado uniforme de payaso. Le gustaba observarlo durante horas. La chaqueta y los pantalones, de exagerado tamaño, estaban decorados con grandes cuadros amarillos y verdes. La camisa, rematada por un enorme cuello blanco, había sido antiguamente de color azul pálido. Ahora, desgraciadamente, aparecía gris, tan gris como la existencia de su dueño. En ocasiones, Gustave decidía salir a pasear vestido de clown. Completaba entonces su uniforme con una gran corbata anaranjada, y se encaminaba parsimoniosamente hacia el baño para, mirando su imagen reflejada en un espejo astillado a la luz de una bombilla que pendía del techo colgada de un cable remozado con cinta aislante, procedía a maquillarse.
Primero perfilaba el contorno de sus ojos y cejas. Luego impregnaba su cara con polvos blancos que, debido a su contenido en plomo, estaban minando su ya maltrecha piel. Dibujaba varias aspas junto a sus párpados –como Lon Chaney en aquella vieja película que tanto le había impresionado años atrás- y coloreaba su boca de carmín bermellón. Por último, se colocaba sobre la nariz una pequeña pelotita roja de espuma, a la que Gustave había practicado una hendidura. En cuanto se calzaba sus zapatones blancos, de puntiagudos extremos granate, y se encajaba una peluquín cobrizo que tenía un pequeño y puntiagudo bombín integrado, Gustave ya estaba preparado para salir a la calle. A veces, si se encontraba especialmente bajo de ánimo, después de todo ese proceso de transformación no reunía las fuerzas suficientes para salir al exterior de su hogar. Entonces, de esa guisa, se sentaba melancólico ante el televisor.
Pero ese día, o mejor dicho, esa noche no iba a ocurrirle eso. Estaba contento. No sabía el porqué, pero le apetecía dar una vuelta por los alrededores. Gustave salió a la calle, cruzó el Sena y paseó a lo largo del Quai de Bercy para coger el Boulevard Poniatowski hasta las estibaciones del Bois de Vincennes.
2 comentarios:
23. ¡Vaya ahora ha parido Vd. un espectro de nombre Gustave!
Trasnochaba bastante. ¿No?
Mas que crear un monstruo al uso, le ningunea su pasado de payaso con corbata naranja y uniforme raido en el presente, mostrándonos su precario existir cual papel de calco en cada estancia de la que pende una polvorienta bombilla… ¿Le parecerá bonito?
Me quedo con la duda de si sale a pasear de circense indumentaria o por lo civil. Le ruego, me haga salir de esta duda que me zahiere el alma lo más breve posible. Gracias.
Esto... buenas noches tenga..
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