1
El joven estaba sentado en uno de los dos silloncitos tapizados de su habitación en el piso dieciocho del hotel Keio Plaza, en Tokyo. Desde la ventana podía admirar la inmensa mole del rascacielos del nuevo ayuntamiento de distrito de Shinjuku. Sus torres gemelas, claramente inspiradas en la catedral de Nôtre-Dame de París, apuntaban hacia un cielo enmarañado. Estaba inmerso en sus pensamientos y, mientras jugueteaba con una caja de cerillas distraídamente, veía como el humo que desprendía su cigarrillo se elevaba hacia el techo. Mientras echaba frecuentes y casi furtivas miradas a su reloj de pulsera, el joven rememoraba los caminos por los que había discurrido su vida hasta situarlo en la posición actual. El aire acondicionado mantenía fría la habitación, pero en la calle, por el contrario, a primera hora de la tarde de ese caluroso mes de julio, hasta el asfalto parecía sudar.
Higuchi Shinichiro había venido al mundo en la población de Nara, cercana a Kyoto, en el seno de una familia humilde y trabajadora. La familia Higuchi, que en el momento de nacer él ya contaba con un hermano mayor, sus padres y sus abuelos maternos, vivía en una casa de madera de dos pisos rodeada de arces centenarios. Los primeros años de su infancia transcurrieron como los de cualquier otro niño de su edad. Pero cuando Shinichiro contaba solo con cuatro años, muchos ya veían en él a un genio. Desde muy pequeño había gustado de trabajar la madera. Se trataba de una afición a la que se dedicaba ocasionalmente, como si de un juego más se tratase, pero se le daba bastante bien. Su padre, sin embargo, deseaba para Shinichiro un futuro más provechoso por lo que, si bien su trabajo como artesano no le reportaba grandes beneficios, ahorraba cuanto podía para pagar a su hijo menor una educación digna de su potencial. La madre, por su parte, cultivaba un pequeño huerto del que obtenía diversas verduras y hortalizas. Las que no destinaba al consumo familiar las vendía en el mercado popular de los jueves. Los Higuchi, en definitiva, vivían con poco, pero eran felices.
- No es más feliz quien más posee -había repetido el cabeza de familia en muchas ocasiones-, sino quien menos necesita.
Cuando fue el momento, Shinichiro comenzó a asistir al colegio. Era el niño más aplicado e inteligente de su clase, en la que incluso había alumnos de más edad. Además, y al contrario de lo que ocurría en otras familias, él estaba dispensado de las tareas del hogar. La única obligación que sus padres le habían impuesto era la de estudiar, y Shinichiro se entregaba a ello en cuerpo y alma. Era un niño afortunado y contento.
Años después, sin embargo, un aciago día de otoño, el rutinario y feliz devenir de su existencia se quebró como un junco seco. Su padre, el señor Higuchi, y su hermano mayor, Kia, se encaminaron al aserradero central de Nara dispuestos a adquirir unos listones de cedro. Necesitaban la madera para llevar a cabo un encargo por cuenta del mismísimo ayuntamiento, algo muy importante. Mientras los dos aguardaban en un extremo del almacén charlando despreocupadamente con otros carpinteros que desayunaban, una de las gruesas cuerdas de cáñamo que sujetaban un grupo de troncos cedió con gran estrépito. Los enormes cilindros de madera cayeron pesadamente sobre el grupo de hombres que segundos antes reían animadamente, y éstos no fueron capaces de reaccionar a tiempo. Algunos, incluso, ni se enteraron de lo que les segó la vida.
Higuchi Toshiro, Higuchi Kia y Nishida Takayuki, un orondo capataz de obra de Odawara, fallecieron aplastados de forma inmediata. Tres personas más dejaron de respirar mientras esperaban a los servicios médicos y un joven artesano se salvó de una muerte segura al desviar casualmente su mirada hacia el techo en el preciso momento en que se partía la soga de contención. De un salto logró apartarse unos metros de su posición. No pudo, sin embargo, evitar que su pierna derecha quedase aprisionada y requiriese ser amputada unos centímetros por debajo de la rodilla. Fue un verdadero desatre.
De esta manera, Shinichiro, cuando casi no había tenido tiempo de dejar atrás su infancia, se convirtió en la cabeza de una familia destrozada. Sus sueños de futuro se habían truncado. Tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar. Por suerte había dedicado parte de sus momentos libres de estudio al aprendizaje y mejora de las técnicas del oficio familiar, algo que siempre le había provocado una gran satisfacción, por lo que no tuvo dificultad en retomar las pequeñas tareas que su añorado padre realizaba.
Casi un año después, diez meses en realidad, la madre de Shinichiro murió también. Los vecinos y amigos mantuvieron que la causa había sido la pena infinita que ésta había tenido que soportar últimamente. Pero era una interpretación demasiado romántica. A la señora Higuchi se la llevó una insuficiencia cardíaca. Lo cierto es que tampoco se podía negar que, desde la defunción de su marido y de su primogénito, no había hecho más que debilitarse progresivamente. La pobre mujer había pasado más tiempo en el interior de su futón, sumida en un doloroso desánimo, que levantada. Shinichiro enterró a su madre. Tenía catorce años y estaba solo, o casi.
El chico se hubiese convertido en el carpintero más joven, por no decir también el mejor, de Nara y sus alrededores si no hubiese sido por aquella carta. La recibió mes y medio después del triste acontecimiento y la enviaba su tía Natsuko, desde Tokyo. Ésta, además de ofrecerle su casa y su compañía, le comunicaba que le había conseguido plaza en una escuela de la capital que se dedicaba a preparar a los jóvenes adolescentes para su ingreso en la Universidad. Shinichiro no se lo pensó dos veces. No podía rechazar un ofrecimiento así. En un tiempo récord, gracias a la ayuda de una familia vecina, afrontó el papeleo necesario para liquidar el negocio y vender las pocas posesiones materiales de la familia. Así, una mañana de Mayo, con los cerezos floreciendo en los jardines, Shinichiro abandonó Nara en pos de una nueva vida en Tokyo.
2
Aproximadamente un año después de su llegada, Shinichiro se había acostumbrado ya a la vida acelerada y aparentemente caótica de la gran metrópoli. Había recuperado gran parte de su felicidad y quería mucho a su tía. Ésta era una mujer de cincuenta y seis años, piel morena tempranamente surcada de profundas arrugas, bondadosa en exceso y provista de un gran corazón que dedicaba su vida por completo a su sobrino, a quien tenía por un verdadero hijo. Su vivienda estaba emplazada en Itabashi, al norte de la ciudad y Natsuko tenía un empleo en un gimnasio del centro de Tokyo, donde se dedicaba a la limpieza de las instalaciones. Con lo que cobraba por ese trabajo y una pensión de orfandad de guerra que recibía del Estado, podía vivir con su sobrino sin grandes lujos pero con cierto desahogo.
Sin embargo, Natsuko no era huérfana. Su madre, en los primeros y complicados años de la postguerra, había conseguido engañar a la Administración haciendo creer a todo el mundo que su cónyuge había fallecido en combate, cuando la realidad era muy distinta. El padre de Natsuko había desertado de su unidad y se había establecido, adoptando una identidad falsa, en la isla de Hokkaido, en un pequeño pueblo a los pies del monte Usu, junto a otra mujer.
Un día, al ver una vieja foto, Shinichiro preguntó por su abuelo.
- Tía, cuéntame cosas del abuelo. Papá me dijo que había muerto en la guerra.
- Mira Shinichiro -le dijo Natsuko mientras se acomodaba recostándose en un gran cojín-, te voy a contar la verdadera historia escondida de nuestra familia.
A Shinichiro se le abrieron los ojos como platos.
- Te vas haciendo adulto y creo que debes conocer la verdad. Además, no creo que a tu padre le molestase.
Natsuko notó como aún se le formaba un nudo en la garganta cuando hablaba de su hermano.
- Pero no se lo digas nunca a nadie, ¿eh? -añadió sonriendo a su interesado sobrino, que ya estaba impaciente por conocer ese secreto tan importante.
- Verás, como ya te deben haber explicado en el colegio, a mediados del siglo XIII, un fortísimo viento providencial salvó al país de la temible invasión mogola. Por ello, las escuadrillas especiales de voluntarios de la muerte, que durante la guerra con los Estados Unidos, se formaron en nuestro ejército, adoptaron la designación de Kamikaze, viento divino, para rememorar aquel hecho estableciendo una especie de paralelismo entre lo ocurrido entonces y lo que ellos pretendían. Los integrantes de esas escuadrillas eran hombres de gran valor y sentimiento patriótico, que daban su vida estrellando sus aviones cargados de bombas contra los buques americanos. Seguro que todo esto ya lo sabías.
Shinichiro asintió con la cabeza.
- Lo que no sabes es que uno de esos primeros voluntarios ideó y diseñó en su día una bomba volante tripulada, cuya confección fue llevada a cabo, envuelta en el más absoluto de los secretos, por el Instituto Aeronáutico de Tokyo. Uno tras otro, ese instituto fue haciendo realidad los proyectos cada vez más perfeccionados de esa especie de ataúd volante, el modelo más notorio de los cuales fue el denominado Jinrai. La escuadrilla de hombres que pilotaban ese ingenio la comandaba el Capitán de navío Okamura, y contaba entre sus pilotos con el soldado Higuchi Satô, tu abuelo.
Pues bien, a los ojos de tu abuelo, la ideología que rodeaba los fundamentos y las prácticas de la filosofía kamikaze, era sumamente romántica y poética. Pero cuando el Almirante Ugaki, miembro también de la escuadrilla Jinrai y un héroe para los demás pilotos, murió a los mandos de su aeronave, tu abuelo decidió que él no sería uno más en la lista de suicidas. De alguna manera, se le abrieron los ojos. Él amaba a su país, sobre eso no había discusión, pero la caída de Okinawa y, con ella, el inminente fin de la supremacía nipona en el Pacífico, estaba cada vez más cerca. Por ello, consideraba su sacrificio del todo inútil a estas alturas del conflicto. Así pues, Higuchi Satô desertó de su unidad, abandonó a la abuela, que entonces estaba embarazada de tu padre, y a su pequeña hija, o sea, a mi.
Con lágrimas en los ojos, Natsuko finalizó el relato. En realidad, Natsuko no recordaba haber albergado nunca sentimiento de rencor hacia su padre. Es más, en el fondo creía que había hecho lo correcto.
- ¿ Que te ha parecido ? -preguntó.
- Bien -Shinichiro estaba contento por lo que acababa de oír de boca de su tía. Conocer esa verdad oculta le había hecho sentirse mayor.
Gracias -añadió, y le dio un beso a su tía antes de dirigirse a su habitación.
3 comentarios:
27.¿Quién no miro el humo ascender hasta el techo disipándose a cada tramo en el que se elevaba?
“…- No es más feliz quien más posee -había repetido el cabeza de familia en muchas ocasiones-, sino quien menos necesita...” Apriorismo con el que comulgo al 100%
“…Los enormes cilindros de madera cayeron pesadamente sobre el grupo de hombres que segundos antes reían animadamente, y éstos no fueron capaces de reaccionar a tiempo. Algunos, incluso, ni se enteraron de lo que les segó la vida… “ Pelín farragoso.
“…Sus sueños de futuro habían se habían truncado… “ Sobra un "habían".
Realmente una historieta envuelta en brumas históricas.
Un texto de paso, supongo señor King, ¿no es cierto?
Corrijo el "habían" de más, pero no considero que la historia sea farragosa ni se trate de un texto de paso. Sirve para definir el pasado de uno de los protagonistas.
Saludos y gracias, como siempre.
Pues eso...
dar paso a...
Saludos y de nadas como siempre
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