"Al despertarme en la oscuridad
que precede al amanecer,
persigo el sentido ardiente de la esperanza,
busco a tientas los restos del sueño amargo
que persisten en mi conciencia."
( Kenzaburo Oé, El Grito Silencioso )
PRÓLOGO
"La Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros"
1
Pasaban ya cuarenta y tres minutos de las siete de la mañana y dieciocho desde que el vuelo 701 de Debon Air, una pequeña compañía dedicada a vuelos chárter, hubiese tomado tierra en el aeropuerto de Luton, en las proximidades de Londres. La tenue luz que proporcionaban los primeros rayos de sol del día tintaba el horizonte de salpicaduras violáceas y anaranjadas que se reflejaban en las gotas del rocío que cubría la vegetación circundante a las pistas. Mientras tanto, Emilia, que procedía de Burdeos, esperaba impaciente ante la cinta transportadora número 15 a que apareciese su equipaje, una única y sencilla bolsa de deporte Adidas de color negro y mediano tamaño, que contenía sus escasas pertenencias. Cuando al poco rato la tuvo en su poder, se dirigió hacia el mostrador de National, una de las varias firmas de cesión de automóviles con delegación permanente en Luton. Rellenó los impresos necesarios y formalizó el alquiler de un pequeño Vauxhall Corsa mientras escuchaba con moderada atención las indicaciones que la empleada le daba acerca de las condiciones generales del contrato y los pasos a seguir para la recogida del vehículo. Con las llaves del Vauxhall en la mano, Emilia abandonó el edificio de la terminal poco más de media hora después de haber aterrizado y, con paso decidido, se encaminó hacia el aparcamiento, a unos cien metros de ella. El frío era intenso a esa hora, algo totalmente contrapuesto a la calidez estival de la que podía disfrutarse en la costa atlántica francesa del sur. La joven no tuvo dificultad en localizar su coche. La matrícula de éste se hallaba impresa en el llavero que la empleada de National le había dado y, dado que los vehículos se encontraban estacionados siguiendo el orden de sus placas, tendría que haber sido mema para no identificar el suyo con relativa rapidez. Y Emilia podía ser muchas cosas, pero no era ninguna estúpida.
Cuando subió al Vauxhall, la posición al volante le resultó harto incómoda. La ubicación del asiento del conductor, situado a la derecha, no era algo que, a priori, fuese a facilitarle la conducción. Emilia aspiró profundamente el aire cargado de olor a espuma para limpiar tapicerías que impregnaba el habitáculo del Corsa y giró la llave en el contacto. En pocos minutos había abandonado el recinto del aeropuerto, menos de una hora después de su llegada a tierras inglesas. En poco tiempo atravesó la población de Luton y la abandonó por Dunstable Road hasta enlazar con la M1.
Durante los primeros kilómetros de su trayecto, no cesó de golpearse el brazo derecho contra la puerta cada vez que, instintivamente, intentaba cambiar de marcha con esa mano. Tampoco le resultó fácil, al menos al principio, calcular la distancia entre la parte izquierda del automóvil y los bordillos, cosa que le llevó en alguna ocasión a rozar la acera con el lateral de los neumáticos. Emilia, no obstante, lejos de amilanarse, confiaba en ir adquiriendo poco a poco la destreza necesaria para mantener su persona a salvo de percances. Después de una hora de conducción rumbo al norte y viendo crecer en su interior una reconfortante sensación de seguridad, decidió tomarse un respiro y detuvo el coche en el arcén de la M45.
Extrajo un sandwich de su bolsa de equipaje. El bocadillo era de pavo y estaba envuelto en plástico. Lo había adquirido antes de coger su avión, en un dispensador automático del vestíbulo del aeropuerto, en Burdeos poco antes que el mapa de carreteras de Gran Bretaña que ahora debía serle útil. Cuando retiró el envoltorio, el aroma de aquel sencillo aporte alimenticio le hizo darse cuenta del hambre que tenía. Emilia salió del coche, bien dispuesta a dar cuenta de su frugal desayuno, y estiró las piernas dando leves pataditas al aire. Luego apoyó sus nalgas contra el capó. El calor que desprendía el motor la reconfortó. Del bolsillo interior de su chaqueta vaquera extrajo el pequeño mapa de carreteras y lo estudió con atención mientras apuraba el pavo rodeada de un enorme silencio perturbado solo por el rumor del incipiente viento. Cuando asimiló la información que creía necesaria para proseguir su periplo, subió de nuevo al Corsa imbuida en una sensación de soledad. Desde su parada no había pasado por allí ni un solo coche. Tomó de nuevo asiento frente al volante y dejó la autopista poco después, cogiendo el desvío a Coventry por la A45.
Media hora más tarde llegó a Stratford-Upon-Avon, y Emilia puso especial cuidado en circular con extrema cautela por sus calles, aún tranquilas a esa hora de la mañana, hasta localizar el centro de la población. Aparcó el Corsa y se dedicó a recorrer a pie y pausadamente la zona. En Broad Street reparó en uno de los numerosos establecimientos Bed & Breakfast que jalonaban la barriada. Se trataba de una construcción de tres pisos de alto, pero no más de cuatro metros de ancho de fachada. El edificio estaba totalmente pintado de blanco, a excepción del tejado de doble vertiente, de color marrón oscuro, y la madera de la puerta y las ventanas de la casa, coloreadas de un vivo color verde pistacho. Emilia regresó al coche y, después de recoger su bolsa de deporte, se la colgó en bandolera y se encaminó decidida hacia la puerta de la casa que había captado su atención poderosamente. Al llegar ante la puerta de entrada llamó al timbre. Tras unos segundos la recibió una amable y oronda dama, una inglesa típica al parecer de Emilia, de unos cincuenta y tantos años.
Cuando, más tarde, la señora Lexington, pues tal era su nombre, la condujo por las escaleras que llevaban al primer piso y le entregó un juego de llaves, Emilia ya había escrito en una pequeña y pulcra libreta de tapas azules los datos básicos que la dueña del establecimiento le había indicado como necesarios para formalizar su inscripción como huésped. La casa ya tenía una nueva y joven inquilina. Junto con las llaves, Emilia recibió también de parte de su anfitriona una cartulina de tamaño cuartilla en la que se detallaban someramente las reglas de comportamiento de la casa, así como el horario de las comidas.
- Esta misma mañana ha abandonado la casa una pareja de jóvenes italianos.
Le comentó la señora Lexington, mientras Emilia entraba en su habitación y dejaba sobre la cama la bolsa de deporte.
- Homosexuales, ¿ sabes ? -añadió la mujer bajando la voz mientras le guiñaba un ojo a Emilia. -, aunque hacían lo posible para que no me diese cuenta. Pero a mi no se me ha escapado. De tres hijos que tengo, dos me han salido homosexuales, con que, ya me dirás.
Emilia correspondió a las palabras de la señora Lexington con una tímida sonrisa de compromiso mientras su interlocutora chasqueaba la lengua alegremente.
- Así pues, querida niña, eres ahora mi única huésped. Tal cosa será una suerte para ti porque podré mimarte. Ah, y si hablo demasiado rápido házmelo saber.
Emilia, que bastante trabajo tenía con descifrar y traducir mentalmente con rapidez la imparable verborrea de la mujer, le dedicó una nueva y anodina sonrisa de cortesía.
- Bueno querida -dijo la señora Lexington finalmente-, te dejo ya. Feliz estancia.
Cuando se alejó escaleras abajo, Emilia la oyó mascullar algo, pero fue incapaz de reconocer palabra alguna. Entonces cerró la puerta tras de si y se refugió en su habitación, a salvo de aquella cotorra.
Poco después, una vez estuvo instalada, cosa que, por otra parte, no le tomó excesivo tiempo ya que ni tan siquiera extrajo de la bolsa la poca ropa que llevaba para mudarse, abandonó la habitación y bajó las escaleras para salir a la calle dispuesta a dar un pequeño paseo por la ciudad. Disfrutó al constatar que, tras una primera toma de contacto desde el coche a su llegada, se orientaba perfectamente por las callejuelas de Stratford aún no habiendo estado nunca allí con anterioridad. Emilia, entre otras, poseía esa virtud. Tenía una innata facilidad para saber que dirección tomar en cada momento para no perderse en sus paseos por ciudades desconocidas.
Llegó al río por Bridge Street y se sentó en el muelle, junto a la esclusa que cerraba el recinto en el que descansaban barcazas profusamente decoradas, alguna de las cuales había sido convertida en restaurante flotante. Con las piernas colgando sobre las aguas del Avon, observó con embeleso la gran cantidad de ánsares y cisnes que, aleteando y graznando nerviosamente, se acercaban a ella esperando, sin duda, algún tipo de alimento. Al rato, Emilia se encontraba físicamente relajada, pese a estar rodeada de patos curiosos, pero su pensamiento estaba ausente y su mirada se hallaba perdida en algún lugar indeterminado de la orilla opuesta. Superados esos cortos instantes de melancolía, dejó el lugar. Dedicó varias horas a caminar a lo largo de un recorrido que la llevó de un extremo a otro de la ciudad, un trayecto que la llevó a visitar la casa natal de William Shakespeare, en Henley Street, las calles próximas a Ely Street, el verdadero centro de Stratford, la tienda museo de ositos de peluche, en Green Hill Street, y, en el lado opuesto de la población, la iglesia de la Santísima Trinidad, al final de Mill Lane, en donde se dedicó a buscar en vano por los jardines que la circundaban alguna señal que le indicase la ubicación exacta del sepulcro del dramaturgo.
Cuando regresó a casa, era ya la hora de cenar. Pero Emilia, que, amén de la temprana hora en que cenan los ingleses, había ocupado unos minutos de su paseo a comer rápidamente en un McDonald's, no tenía hambre. Así que entró en el edificio y cerró la puerta de la calle con sumo cuidado dispuesta a subir discretamente a su habitación. Sin embargo, justo cuando puso un pie en el primer peldaño de la enmoquetada escalera, una voz la llamó desde el comedor.
- Querida, yo ya he cenado pero, si no te importa, te acompañaré mientras tu lo haces.
La señora Lexington había preparado una pequeña mesa auxiliar con diferentes viandas frías. Emilia le agradeció el detalle a su anfitriona pero declinó, de la forma más amable que fue capaz, aquella invitación. Adujo un fuerte cansancio y se ofreció, no obstante, en reparar en parte el desagravio ayudando en la retirada de los alimentos de la mesa.
- De ninguna manera -exclamó la señora Lexington sin borrar ni un instante aquella sincera sonrisa de su boca pintada de carmín-, no es necesario. Te comprendo muy bien, estás cansada y no debes disculparte por ello.
La mujer comenzó a retirar los platos.
- Lo que ahora debes hacer -dijo- es darte un buen baño y ponerte a dormir.
Emilia se acercó a la señora Lexington y le besó la mejilla. Mientras subía a su habitación pudo oír como su casera canturreaba viejas tonadas de taberna.
Ya en su habitación, Emilia abrió la cama por el lado derecho, se desnudó y entró en el cuarto de baño, recientemente reformado. Orinó, tomando consciencia de que no lo había hecho en todo el día, y se dio una larga ducha, muy caliente, dejando que el agua casi abrasara su piel. Luego cepilló sus dientes y secó cada centímetro de su humeante cuerpo antes de meterse en la cama, bajo la protección de una gruesa colcha de patchwork, una manta y las sábanas de hilo. Apagó la luz y se durmió sin esfuerzo.
3 comentarios:
1.Hidra, me sugiere: policefalia, algo que no me sorprende, después de haberle leído en un trabajo anterior, que calificaría de poli personalidad, algo que disfruto tanto y que sabrá harto de sobra…
El inicio, es espectacular, me quedé prendado de tan bella cita.
Pasaron algunos minutos hasta mi completa recuperación. Kenzaburo Oé al que plagio sin saber, sin leer… siempre buscando una esperanza tras la noche, tras el delirio de la nada y sus fantasmas pringosos (sueños).
Luego: "La Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros" me traslada a mis cuentos, que una vez transferidos a papel, por arte de signos: conviértanseme en seres cuánticos, con mayor o menor acierto, para deleite propio y extraño.
Sus letras me sumergen en mi experiencia inglesa, reflejándome en ese Vauxhall (Opel británico), la dificultad de conducir, muy bien observado la de veces que chocamos nuestro brazo contra la puerta intentando alcanzar la palanca de cambios, por inercia, inexistente, la incomodidad, los olores que sazonan un vehículo de alquiler de entonces, la autopista que tanto pateamos, fáltale la velocidad que llevan otros por prisas o conocimiento extremo, diario, del camino que transitamos…, el frio y el gustazo de acercarse al motor que irradia calor a través de la chapa, aún recuerdo el sabor plástico/avinagrado de aquellos sándwiches que emanaban de aquella maligna maquina
Stratford-upon-Avon son paseos a mi pasado y un lugar donde habitar sin remilgos. Alabo su ligero ejercicio entre ánsares y cisnes por el entorno.
Cotorras habitan todos y cada uno de los lugares que mora el hombre. Pero, la hembra del inglés llevase la palma o eso creo cuando se encuentra a solas con un extraño –al que seguidamente tildará de vuelta y media-, con quien descargar cuanto ni con sus más íntimos son capaces o ¿solo será para tener de que hablar con el “Bobby” en su continua ronda? o ¿pegar hebra? o ¿tal vez comprobar nuestra homofobia?, ¡Vaya Vd. A saber! Bien por su personaje.
Si, esa puñetera moqueta envolviendo esa otra puñetera: la escalera, que cruje proporcionalmente más, contrariando tu interés por qué no lo haga. Siempre pillados.
¿Por qué tardamos tanto en excretar fluidos y otras lindezas cuando viajamos?
Felices sueños tenga, Emilia
Caramba caballero, me abruma con su dedicación.
Dudo yo que el resto de mi humilde opera prima -pues esta Cabezas de Hidra es anterior a mi más elaborada Richardus- aguante un análisis tan sesudo.
Por otra parte celebro que este inicio le haya agradadado. No se haga demasiadas ilusiones.
Gracias sin embargo.
A veces, como dijo Tronken, una obra se convierte en interesante, en maestra, por ser escrita en el momento adecuado, dedicada a algún energúmeno, por una frase... aunque esta no le pertenezca...
...
¿Y qué?
...
leamos y disfrutemos del tiempo dedicado a oír a Bach y leer su opera prima.
...
Gracias
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