domingo, 5 de junio de 2011

Richardus VEINTITRÉS

Veintitrés


12 de Febrero de 2005

Madrid. El edificio conocido como Torre Windsor, propiedad de la familia Reyzábal y emplazado en el centro comercial y financiero de la capital, sufre esa noche un incendio tan devastador como extraño, a resultas del cual queda totalmente destruido en sus plantas superiores. Una de las firmas con sede en el rascacielos, que ha visto como sus oficinas han quedado totalmente destrozadas por el fuego, es la empresa de auditores Deloitte. Su nombre será profusamente pronunciado en los telediarios de los días posteriores al siniestro, e incluso meses después a causa de unos informes relacionados con ciertas irregularidades en el traspaso de acciones en la Bolsa de Madrid que, al parecer, se han traspapelado. Dicha documentación le había sido requerida a Deloitte por la fiscalía a instancias de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, pero no había sido entregada porque –según los abogados de la firma- las llamas habían destruido la única copia. Si eso era cierto o no, poco importaba ya. Lo que la gente de la calle, los españolitos de a pie interesados en la pura anécdota superficial de un suceso inexplicable no sabían, era algo que en determinados círculos de la Seguridad Nacional se daba casi por probado. La compañía Deloitte estaba mayoritariamente financiada por capital de origen hebreo y todo parece indicar que en sus dependencias de la planta 21 de la Torre, además de los diferentes despachos y salas, se incluía un almacén discreto, no demasiado amplio, en donde se escondían hasta la fecha del incendio los discos duros que contenían los datos de diversos agentes españoles y portugueses que trabajaban, directamente o como informadores, para los servicios secretos israelíes. Para evitar la dispersión de tal información, ese era el único lugar en el que constaban tan comprometidos archivos que, tras ser pasto de las llamas, se había convertido en historia.
Richardus, pues, había desaparecido, ahora sí totalmente, de la faz de la Tierra. Al margen de su condición de mercenario y su paso por diversas agencias gubernamentales, dado su estatus de antiguo katsa del Mossad, todo cuanto de él y sus operaciones se sabía había quedado archivado bajo la supervisión de los servicios hebreos. ¿Quien les iba a decir a estos que una fría noche de invierno perderían para siempre el rastro de uno de sus agentes?
A Richardus, sin embargo, llegar a este punto le había costado algunos años. Cuando tiempo atrás, en la población turca de Nemrut Dag, un pastor de ovejas le había suplicado de rodillas que no le quitase la vida, jurándole por su honor que de ser perdonado estaría en deuda con él, su cerebro había comenzado a urdir un plan de locos. Richardus había decidido, in extremis, no matar al pastor kurdo y guardar esa carta para jugarla en el futuro. Pero Omar nunca supo que es lo que había hecho realmente ni a quien ayudaba, aunque suponía que el tal señor Smith que le había encargado el trabajo era un amigo de aquel falso periodista al que había conocido en las montañas de Nemrut y que ahora se cobraba la deuda contraída al haberle permitido seguir con vida.



El trabajito de la Torre Windsor, en parte, había sido una chapuza. Omar, que tras ser perdonado por Richardus había huido montaña abajo después de prometer a éste que no miraría atrás y que en breve abandonaría el país para trasladarse a Alemania, había conseguido convencer al cuñado de una de sus primas para que le ayudase a ejecutar el plan que le habían encomendado. Pero se les fue la mano. Y lo que debía ser un pequeño incendio en las oficinas de la auditoría Deloitte que destruyese un pequeño almacén, a los ojos del mundo, sin importancia, algo que debido a la propia naturaleza de la instalación, la firma no hubiese hecho público jamás, se convirtió en el siniestro de desmesuradas proporciones que todos conocemos. Además, por si su torpeza había sido poca, una pareja de vídeoaficionados filmaron a Omar y su cómplice, emitiéndose las imágenes mañana, tarde y noche durante varios días a través de los canales de televisión del país. Nunca se supo quienes eran en realidad aquellas figuras que, mientras los pisos superiores ardían, se movían unas plantas más abajo. La opinión pública, muy dada a teorizar sobre ese tipo de misterios, debatió durante días sobre el particular. Que si eran bomberos –el Ayuntamiento lo negó-, que si eran sombras producidas por el mismo fuego –la policía científica, después de analizar las cintas, dijo que de eso nada- o que si eran dos empleados que se habían quedado hasta después de su jornada laboral para fornicar a escondidas en la intimidad de las oficinas vacías, una tesis ésta última para la que nadie, evidentemente, aportó pruebas. En fin, que si alguien imaginó o averiguó lo ocurrido, nunca lo divulgó a la prensa. Y así, de esta manera tan escandalosa y poco discreta, entre las ascuas de un edificio ardiendo en directo en la noche madrileña, Richardus se volatilizó.

2 comentarios:

Lai dijo...

Madrid. El edificio conocido como Torre Windsor, propiedad de la familia Reyzábal y emplazado en el centro comercial y financiero de la capital, sufre esa noche un incendio tan devastador como extraño, a resultas del cual queda totalmente destruido
Y ya esta!
Pasamos por encima del hecho, de la noticia,como una anécdota...
¿que nos pasa como sociedad?

King Piltrafilla dijo...

No se quejará. Aquí estoy yo contándole la razón que se ocultaba tras aquel incendio.