- Hola, ya estoy de vuelta.
Es Hanna. La oigo entrar en el comedor y soy consciente de se me ha ido de nuevo el santo al cielo. No sé por qué me empeño en esconderme cuando ella no está y su madre ha aparecido por casa. El aceite comienza a humear, por lo que decido retirar la sartén del fuego. Si pusiera ahora las láminas de berenjena se quemarían.
- ¡Mamá! –grita Angus, lanzándose a los brazos de Hanna ante la orgullosa mirada de la abuela, mientras yo sigo refugiado en la cocina, a punto de tirar el aceite por el desagüe del fregadero.
- Hola cariño.
Hanna entra y me da un beso antes de mostrarme lo que ha comprado.
- ¿Qué te parece?
Veo un pastel de hojaldre, de unos cuatro centímetros de alto y dos palmos de largo, cubierto de rodajas de kiwi y frambuesas y, al parecer, relleno de crema.
- Me parece estupendo –le digo, devolviéndole el beso y preguntándole si le preparo algo de beber.
- No, no tengo sed. Oye, ¿has estado aquí metido todo el rato? –me reprocha mientras se quita los zapatos-. Podrías estar un poquito con mi madre.
- Está jugando con su nieto –me disculpo-, no me necesita para nada. Además, yo estoy preparando la comida.
- ¿Y ese olor a quemado? –me pregunta, pegándose a mi espalda y rodeándome con su brazos.
- Me he distraído. Estaba escuchando como hablaban los dos en el comedor y he empezado a recordar aquellas historias de cuando tu madre entró a trabajar en la mansión de aquellos ricachones.
- Y vaya mansión. Una vez, cuando era pequeña, me llevó allí. Tenía hasta un lago, con una isla en el centro a la que solo se podía llegar en bote y que tenía un pequeño castillo de madera que no servía más que para que jugasen los pájaros.
- ¿Te acuerdas de aquello que contaba del perro? –le pregunto mientras pongo las berenjenas a freír en aceite nuevo y ella sigue abrazada a mi por detrás-, ¿como era?
- Ah sí, ese chucho al que llamaban Kaiser, que ladraba a todo el mundo en casa, a sus amos, al servicio..., pero que movía el rabo y lamía alegremente a los desconocidos.
Hanna rió al recordar la anécdota.
- ¿Qué le pasó al final?
- Me parece que se ahogó –me contesta, y se encoge de hombros haciendo que sus pechos se muevan rozándome la espalda. Yo me giro y le regalo un apasionado beso. Ella, advirtiendo mis intenciones, aparta mi díscola mano de su entrepierna y, dando unos saltitos, huye de mi con los pies descalzos.
- De eso nada –me dice con un mohín pícaro antes de salir de la cocina-, y con mi madre aquí ni se te ocurra.
Al rato la oigo en el comedor, pidiéndole a Angus que la acompañe a la habitación y deje tranquila un rato a su abuela. Mis alarmas se disparan. Bertha no tardará ni cinco segundos en aparecer por la cocina dispuesta a supervisarme, lo sé.
- ¿Qué está cocinando mi yerno preferido? –me pregunta retóricamente desde la puerta. He fallado en la predicción. Han sido siete segundos.
- Ya lo verás –le contesto, intentando en vano interponerme entre sus ojos y la sartén, pero soy demasiado lento.
- ¿Costillas? –pregunta con una sonrisa de felicidad de oreja a oreja-, ¿mis costillas? Ella ha enfatizado lo de “mis” y yo asiento aunque sé que, en realidad, le importa poco lo que estoy cocinando. Además, seguro que hace rato que lo ha adivinado solo por el aroma. Lo que ocurre es que mi suegra es una fisgona, por lo que no tarda en manifestar cual es su verdadero interés.
- Por cierto, Hanna me ha contado lo de tu padre.
Comienzo a freír las costillas rebozadas y, en otra sartén, pongo pimientos verdes cortados a tiras.
- Ya, bueno, no hay mucho que contar. En realidad llevo ya muchos años sin su compañía, por lo que todo esto –miento- no me afecta demasiado.
- Sí, pero eso de remover el pasado siempre hurga en viejas heridas.
Debo decir que mi suegra, a la que sin embargo quiero, a veces es especialista en incomodarme y parece que esta es una de esas ocasiones.
- Ya te digo que no me ha quitado el sueño.
- Sí –me dice sin dejar de fiscalizar mis movimientos ante los fogones-, ya me lo has dicho. Oye, ¿de qué hablabais antes Hanna y tú?
- ¿Y a ti que te importa? –pienso, pero no se lo digo-. De tu trabajo como institutriz en casa de los Bergeren.
- Von Bergeren, por favor –me corrige con una sonrisa-, aún hay clases.
- Lo siento –le digo sin girarme, mientras dispongo en una fuente las costillas y las cubro de papel de cocina para que éste absorba el exceso de aceite.
- Todos se burlaban de su prepotencia. El viejo Wolfgang y la histérica de Philomena –exclama con melancolía-. Lo único que hicieron bien en esta vida fue engendrar a mi buen Heinrich, que en gloria esté, y al angelito de Gudrun.
- Lo que no recuerdo bien es por qué te escapaste.
- Fue cuatro años después de llegar. Un día nos despertamos y Martha y yo nos encontramos a Philomena, la Señora, corriendo por la casa, en camisón, con los brazos extendidos hacia el techo, gritando como una posesa. Total, que el viejo la había palmado. Cuando conseguimos localizar a un médico que certificase la defunción, se presentó medio borracho. Luego tuvimos el cadáver en su habitación, amortajado, durante tres días. La Señora nos hacía subir al servicio a los aposentos de Wolfgang Von Bergeren cada tarde, a rezar padrenuestros. Antes teníamos que subir a escondidas Hilde y yo para echar un poco de perfume en el aire porque el hedor comenzaba a ser molesto. A Martha y a mi nos daba por reír, y teníamos que rehuir las miradas de reproche de la Señora.
- Pero, ¿por qué no le enterrabais?
- Porque la loca de Philomena había invitado a un montón de gente al sepelio, marqueses y condes incluidos, y había que dar cierto margen de tiempo para que todos pudiesen llegar a tiempo.
- ¿Y llegaron?
- Que va. En total se presentaron siete u ocho personas, y ninguna de ellas era noble. Nada extraño si piensas que Wolfgang era un abogaducho de Bayreuth a quien, no lo vas a creer, no le gustaba Wagner en absoluto. Su fortuna la había conseguido gracias a un golpe de suerte jugando en la bolsa. Y,por otro lado, teníamos a Philomena, la hija mulata de un empleado de los astilleros de Kiel, de raza negra y pocas luces, con la que Wolfgang, mucho mayor que ella, se casó obligado después de embarazarla de Heinrich. ¿Tú crees que alguien de la verdadera aristocracia podía considerarles de igual a igual?
- Pero –insisto mientras echo unos pellizcos de sal gorda sobre los pimientos frios-, ¿por qué dejas la casa?
- Pues porque finalmente la vieja pierde la razón. Por eso y porque Gudrun me confía en una ocasión que su hermano está enamorado de mi. De mi, ¿puedes creerlo?. Aquello era como un sueño, pues hacía ya tiempo que yo no tenía ojos más que para él. En resumen, que nos juntamos Martha, Hilde, su marido, Gudrun, Heinrich y yo misma –que ya me había declarado-, y decidimos que había que ingresar a Philomena en un asilo.
Gracias a un primo hermano de Wolfgang, nos las arreglamos para que la propiedad y los beneficios de la explotación agrícola y porcina pasen legalmente a manos de Hilde y su marido que, con la ayuda hasta su muerte de Martha, se ocuparán de Gudrun como si de una hija propia se tratase.
- ¿Y vosotros dos?
- Una gran parte de los fondos depositados en el Banco a nombre de Wolfgang Von Bergeren pasaron a Heinrich. Ello nos permitió trasladarnos a Colonia y comprar una casa. Heinrich se puso a trabajar, yo me puse a trabajar y, al poco, nació Hanna heredando parte de los genes de su bisabuelo materno y haciéndonos –como puedes imaginar- muy populares en el barrio.
- La niña negra del matrimonio de blancos –exclamé.
- Imagínate. Por eso, si algún día tu hijo te da un nieto y es negro como el café no te sorprendas demasiado.
En ese momento Angus aparece en la cocina brincando.
- Ya me he lavado las manos papá, ¿aún no está hecha la comida?
- Sí cariño –le contesto-. Venga, ayuda a mamá a preparar la mesa, a ver que opina la abuela de las costillas que he preparado.
- Seguro que estarán buenísimas –dice ella-. Vamos, os ayudo a poner el mantel.
Cuando nos sentamos, espero tenso el momento ineludible de la evaluación. Bertha muerde una de las costillas y paladea el bocado antes de emitir su veredicto.
- ¡Perfectas! –exclama-, felicidades yerno.
Pero yo noto en sus palabras un matiz de insatisfacción, como un mudo e impronunciado “lástima que”. Seguro que piensa que les falta sal, o que están un poco crudas o demasiado hechas. Quizás soy yo, que me obsesiono demasiado, así que me limito a agradecerle el cumplido.
1 comentario:
Veo un pastel de hojaldre, de unos cuatro centímetros de alto y dos palmos de largo, cubierto de rodajas de kiwi y frambuesas y, al parecer, relleno de crema.
En Shiray, mi cuñada me hace uno que te comes hasta los deos... no te digo más...
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