domingo, 26 de enero de 2014

CAP.3


Marko dejó a Pablo en la sala y se marchó con paso firme hacia el ascensor. El numerito de subir cuatro plantas de escalera estaba bien para enfriar un poco el carácter de cualquier pardillo que la pelirroja hubiera elegido pero con una vez bastaba. Al llegar al portal se aflojó el nudo de la corbata, sacó el paquete de Winston, su mechero de plata con el Hellion en relieve y encendió un pitillo. Exhaló varias caladas. Desde lo de Valencia había tenido que dejar la coca. Solo se permitía algo de marihuana ocasional antes de acostarse. En Valencia, unas semanas antes, había llegado al límite: iba tan puesto que cuando fue consciente realmente de lo que hacía dos tipos ensangrentados yacían en el suelo ajedrezado de un chalé, junto a la playa, y él tenía las manos doloridas y despellejadas y una navaja. Poco a poco vinieron las imágenes a su mente, como si a un viejo reproductor de vídeo le hubiera dado alguien al rewind y después al play. Los dos cabrones habían intentado no pagar a su jefe; aunque iba a ser una simple llamada de atención se volvió loco por una tontería y les acabó arrancando las orejas, los párpados y los labios. Tuvo que enterrarlos en el vertedero de siempre antes de que amaneciera. Uno aún respiraba. Si entonces no hubiera sido por Paula, el jefe le habría aplicado el mismo tratamiento. La pelirroja le tenía camelado. A quién no. Con esas tetas y esas piernas y esa boca. Y ese cerebro. Siempre lo planeaba todo al detalle.



Terminó el cigarro. Las entrevistas no duraban mucho, eso ya lo había vivido, aunque esta era especial. El cargamento era especial. Habían usado a toda clase de personas para sus trapicheos, la mayor parte de las veces trasladar coca a zonas vigiladas o peligrosas. El cargamento era más especial esta vez. Quizá el tipo también resultara más especial o quizá no. Tampoco importaba ahora. Si Paula lo había elegido seguro que no tendría que enterrarlo hoy, ella rara vez metía la pata. Pero, en fin, una de las primeras veces que trabajaron juntos una mujer algo desequilibrada intentó escaparse con la pistola y parte de la mercancía durante una entrevista y de haber estado cargada el arma la habría liado buena.

Marko palpó bajo la chaqueta su Mars Moravia. Adoraba esa pistola. Hecha en la República Checa. Cómo echaba de menos Praga, joder, cómo me gustaría dejar este trabajo, retirarme a beber cerveza hasta caer dormido en las viejas tabernas junto al río. Encendió otro cigarro. Comenzó a ponerse nervioso. Si tras la última calada no bajaban subiría él a (los primeros acordes del Run to the Hills bramando desde el teléfono interrumpieron su pensamiento).

- Ya baja.



Un minuto después aquel individuo de vaqueros y chaqueta apareció con una expresión de susto y felicidad mezcladas a partes iguales, como los black russian, mitad café negro, mitad vodka (en cuanto terminara con esto iría a por un par). Esa expresión la había visto antes infinidad de veces, la expresión del pardillo que ha mordido el anzuelo y cree que sacará algo bueno, algo de pasta, un polvo legendario con Paula o ambas cosas. El tipo salió a la calle sin saludar, giró a la derecha y subió el paseo entonando una cancioncilla… ¡Hostias, el breaking the law!



Y entonces los vio, sentados en el Ford azul, justo en la esquina, esperando. Marko se encorvó un poco, lo justo para quedar fuera de su línea de visión. El ascensor llegó a la planta de abajo: Paula. Marko le indicó con un rápido ademán que no se moviera. El hombre de la entrevista cruzaba ahora mismo por delante del Ford. Nadie se movió. A los pocos segundos el moreno abrió la puerta del copiloto, caminó en la misma dirección, el rubio quitó el freno de mano y alejó el coche en dirección contraria, pasando a toda velocidad por delante del portal donde Marko y Paula se miraban preocupados.

- ¿Y ahora? – preguntó él.

- Ahora nada. Tenemos que seguir pase lo que pase. Esto es demasiado importante.




No pudo disimular su sorpresa cuando abrió el sobre y reconoció de inmediato la cara de Pablo Gil en la primera fotografía: algo borrosa, el teleobjetivo le había pillado con la cabeza girada y una sonrisa de medio lado, pero no cabía duda. En la segunda entraba en el portal, se adivinaba la sombra de Marko, y en la tercera aparecía saliendo, mucho más claro el rostro. ¡Qué casualidad! Arsenio se arrellanó en el sillón, dejó las fotografías sobre la mesa, escrutó el rostro de Brasas y le preguntó qué más sabían del tipo. Mientras le contaba cosas ya conocidas, no pudo evitar desviar la mirada hacia el rubio compañero que últimamente gastaba Brasas, ese nuevo rubiales que les habían enviado desde Valencia. A Arsenio le daba igual quién se la metiera a quién mientras el trabajo se llevara a cabo de manera perfecta, pero no se esperaba que un tipo tan basto y descuidado se acercara a un rubio aniñado. En el departamento les habían apodado con poca imaginación Zipizape.

-…y poco más, jefe, cuando salió de la entrevista le seguí hasta su casa. Paró a comprar una pizza y unas cervezas y no se movió en toda la noche. ¿Qué quiere que hagamos?

Casualidades. Un año antes su cuñado Crisanto le había llevado a una fiesta. Allí le presentó a varios de sus amigos, incluyendo a Pablo Gil y a su mujer Luisa. Menuda mujer: antes de terminar la noche habían intercambiado teléfonos, alguna insinuación descarada, un par de roces y unas miradas de clara intencionalidad. Una semana después se acostaron por primera vez. La tipa follaba bien, pero estaba bastante loca, no dejaba de hablar y quejarse y soltar improperios contra todo el que conocía. Después de dos citas (¿quizá tres?) no volvieron a verse. Y  mejor así. De hecho, estaba seguro de que se había acostado con Crisanto, justo después, o justo antes, da igual. Pablo Gil, cornudo y apaleado.

- ¿Estás seguro de que no le dieron la mercancía?

- Hombre, jefe, seguro, no… Pero nunca lo hacen así. Primero tantean al pardillo, luego vuelven a citarlo, y si entonces la cosa les parece, proceden. Usted ya me entiende –y girándose hacia el rubio-. Andrés, explícale al jefe el operativo de esta gente.

- Claro –la voz algo aflautada del rubio y su cara adolescente chocaban con unos ojos opacos, una mirada como hondos pozos-. Los dos años que les seguimos en Valencia, y el grupo que estuvo detrás de ellos en Sevilla informó de lo mismo, siempre con las mismas tácticas. Primero localizan a uno o varios individuos socialmente desadaptados, mejor solteros o divorciados, en paro, enfermos incurables, nunca borrachos o adictos, les llevan a alguna oficina con excusas y les ofrecen dinero o un puesto de trabajo a cambio de algún viajecito o les pagan un curso en el exterior como parte de la formación para la empresa. Siempre lo hacen igual. A veces, hasta tres entrevistas, a veces una persona sola, otras veces cuatro y hasta cinco.



La cosa parece bastante clara, pensó Arsenio, han cazado a este pájaro: divorciado, sin trabajo, casi sin amigos, lejos de su familia…

-Pues habrá que ponerle vigilancia. ¿Quién está disponible?

Brasas se rascó la barbilla.

-Cris y Mariano estaban afuera hace unos minutos.

Claro, ¿cómo no se había dado cuenta? Perfecto. No levantaría sospecha alguna. Crisanto podría acercarse a casa de Pablo y si este se percataba parecería de lo más normal: la visita de un viejo amigo preocupado, un paseo al baño o a la cocina, unas preguntas.

Arsenio llamó a su cuñado. Al minuto se sentó en la butaca libre junto a Brasas. En otro minuto le contaron lo ocurrido.

-Joder, menudo lío el capullo de Pablito. Ni él se merece esto: cuando Dios aprieta ¿eh? Va a tener un final feliz, el angelito, jajaja.

Menudo gilipollas, qué cruz, masticó Arsenio en su cabeza, ¿qué cojones vería mi hermana en este tiparraco?

-Te vas ahora mismo a su casa y te buscas el modo de plantarle un par de micros y una cámara. Le vamos a vigilar unos días por si vuelven a llamarlo. ¿Te acuerdas de su dirección?

-Claro.

Cómo no acordarse. Primero había estado en el círculo de viejos amigos que aún después de casados se juntaban de vez en cuando a emborracharse y contar las mismas historias una y otra vez. Y después se había hecho habitual de Luisa y su cama (qué bien follaba, pero qué tonta) cuando Pablo estaba en el curro hasta que su cuñado se la quitó del medio. Tampoco importaba, hubiera sido otro, pero le tocaba las narices que Arsenio hubiera comido en el mismo plato que él.



Cris cogió la chaqueta y tras bajar a la furgoneta del material y recopilar lo necesario (tres micros y una cámara con emisor de radio), se subió a su coche. Era lunes, la una y media, refrescaba. Aparcó a dos calles de la casa de Pablo. Esperó un rato. En la radio sonaban los Rolling. Tenía que idear una estrategia. Lo difícil sería cómo empezar la conversación, qué tontería explicar: ¿pasaba por aquí y me he dicho…? ¿Pablito, qué ganas tenía de verte, te pillo mal? Cualquier cosa podía servir. Se había enterado del divorcio, del despido, los chismes malos siempre vuelan de boca en boca, y no había tenido vergüenza para telefonearlo, ¡cómo! Si se había estado tirando a su mujer durante semanas, si cada vez que se cruzaba con él era incapaz de saludarle y fingía mirar un escaparate o llamar por teléfono. Se apeó y caminando con paso descuidado llegó hasta el portal. Ah, ¿qué hago… ¡Mierda, ahí está! Casi se dan de bruces.

-Hombre, Pablo, jolines, ya tenía ganas de verte.



Aún era la una y media cuando Marko, cansado de vigilar desde el coche, y seguro de que no había ni rastro de la pareja del Ford, entró en el bar justo en frente de la casa del tipo. Nunca le había gustado saber nada de ellos. Le costaba ponerles nombre. Al fin y al cabo, en el mejor de los casos, desaparecerían solos o se los cargaría alguien de la competencia. O le tocaría a él. Ahora mismo debía protegerle, estar seguro de que el miércoles llegaba entero a la nueva entrevista; él vigilaría de día y André por las noches. Pidió un vaso de agua y una copa de vodka. Desde que compartía piso con el ruso se había habituado a comer con vodka. Dos huevos fritos, salchichas y patatas, mucho pan, otro vodka, otro vaso de agua, un café solo y otro café más. Mientras comía veloz observaba a dos chavales con un mp3 compartiendo auriculares y una cerveza. Ahora sí que tenían fácil conseguir toda la música que quisieran, tan solo dar a un botón y ¡zas! diez mil canciones al instante y sin poner un céntimo. Aquello no tenía mérito, desde luego. En su adolescencia se jugaba una paliza y, a veces, unos días en la cárcel por comprar un buen casé de Iron Maiden o Accept en el mercado de Havel, entre los puestos de frutas y flores, detrás del tipo bigotudo que vendía cerámica. El desgraciado nos hacía comprarle cualquier mierda si no queríamos que se chivara. Como si él no fumara tabaco de contrabando también. En realidad todos trapicheaban en ese mercado y en otros muchos menos dignos con todo tipo de mercancías. Allí empezó a fumar, se emborrachó por primera vez y escuchó el British Steel.

Casi se le escapa Pablo. Estaba justo delante del bar hablando con otro panoli. Pagó apresuradamente la cuenta. Qué camiseta tan guapa llevaba, el tío tenía buen gusto musical. Aún sin salir del bar, sacó su móvil para disimular y fingió llamar a alguien. Al poco Pablo se puso en marcha. En unos minutos llegaron a un parque. No jodas, el cabrón está lanzando miguitas de pan a los patos. Para matarlo.



-Sí, claro, nos vemos, Cris – añadió Pablo.

-Ring, ring, recuerda –terminó él -. Suerte y cuídate.

Cris, teléfono en mano, se alejó un poco, aguardó hasta que el otro desapareció en el parque, volvió al portal, subió por las escaleras y sin esfuerzo se coló en la casa. La conocía a la perfección, desde luego. Colocó un micrófono en la cocina, otro en el salón y el último en el dormitorio (qué buenos ratos). La cámara quedó enfocada hacia la entrada, abarcando parte del salón y la puerta de la cocina. Abandonó  la casa en unos minutos con una Heineken en el bolsillo del abrigo. Todo había salido a la perfección. Ya en la calle marcó el número de Arsenio y le puso al día. Seguro que Zipizape se encargarían del seguimiento.


© @RockologiaTwit


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