Marko dejó a Pablo en la sala y se
marchó con paso firme hacia el ascensor. El numerito de subir cuatro plantas de
escalera estaba bien para enfriar un poco el carácter de cualquier pardillo que
la pelirroja hubiera elegido pero con una vez bastaba. Al llegar al portal se
aflojó el nudo de la corbata, sacó el paquete de Winston, su mechero de plata
con el Hellion en relieve y encendió un pitillo. Exhaló varias caladas. Desde
lo de Valencia había tenido que dejar la coca. Solo se permitía algo de marihuana
ocasional antes de acostarse. En Valencia, unas semanas antes, había llegado al
límite: iba tan puesto que cuando fue consciente realmente de lo que hacía dos
tipos ensangrentados yacían en el suelo ajedrezado de un chalé, junto a la
playa, y él tenía las manos doloridas y despellejadas y una navaja. Poco a poco
vinieron las imágenes a su mente, como si a un viejo reproductor de vídeo le
hubiera dado alguien al rewind y después al play. Los dos cabrones habían
intentado no pagar a su jefe; aunque iba a ser una simple llamada de atención
se volvió loco por una tontería y les acabó arrancando las orejas, los párpados
y los labios. Tuvo que enterrarlos en el vertedero de siempre antes de que
amaneciera. Uno aún respiraba. Si entonces no hubiera sido por Paula, el jefe
le habría aplicado el mismo tratamiento. La pelirroja le tenía camelado. A
quién no. Con esas tetas y esas piernas y esa boca. Y ese cerebro. Siempre lo
planeaba todo al detalle.
Terminó
el cigarro. Las entrevistas no duraban mucho, eso ya lo había vivido, aunque
esta era especial. El cargamento era especial. Habían usado a toda clase de
personas para sus trapicheos, la mayor parte de las veces trasladar coca a
zonas vigiladas o peligrosas. El cargamento era más especial esta vez. Quizá el
tipo también resultara más especial o quizá no. Tampoco importaba ahora. Si
Paula lo había elegido seguro que no tendría que enterrarlo hoy, ella rara vez
metía la pata. Pero, en fin, una de las primeras veces que trabajaron juntos
una mujer algo desequilibrada intentó escaparse con la pistola y parte de la
mercancía durante una entrevista y de haber estado cargada el arma la habría
liado buena.
Marko
palpó bajo la chaqueta su Mars Moravia. Adoraba esa pistola. Hecha en la
República Checa. Cómo echaba de menos Praga, joder, cómo me gustaría dejar este
trabajo, retirarme a beber cerveza hasta caer dormido en las viejas tabernas
junto al río. Encendió otro cigarro. Comenzó a ponerse nervioso. Si tras la
última calada no bajaban subiría él a (los primeros acordes del Run to the
Hills bramando desde el teléfono interrumpieron su pensamiento).
- Ya
baja.
Un
minuto después aquel individuo de vaqueros y chaqueta apareció con una
expresión de susto y felicidad mezcladas a partes iguales, como los black
russian, mitad café negro, mitad vodka (en cuanto terminara con esto iría a por
un par). Esa expresión la había visto antes infinidad de veces, la expresión
del pardillo que ha mordido el anzuelo y cree que sacará algo bueno, algo de
pasta, un polvo legendario con Paula o ambas cosas. El tipo salió a la calle
sin saludar, giró a la derecha y subió el paseo entonando una cancioncilla… ¡Hostias,
el breaking the law!
Y
entonces los vio, sentados en el Ford azul, justo en la esquina, esperando.
Marko se encorvó un poco, lo justo para quedar fuera de su línea de visión. El
ascensor llegó a la planta de abajo: Paula. Marko le indicó con un rápido
ademán que no se moviera. El hombre de la entrevista cruzaba ahora mismo por
delante del Ford. Nadie se movió. A los pocos segundos el moreno abrió la
puerta del copiloto, caminó en la misma dirección, el rubio quitó el freno de
mano y alejó el coche en dirección contraria, pasando a toda velocidad por
delante del portal donde Marko y Paula se miraban preocupados.
- ¿Y
ahora? – preguntó él.
- Ahora
nada. Tenemos que seguir pase lo que pase. Esto es demasiado importante.
No pudo
disimular su sorpresa cuando abrió el sobre y reconoció de inmediato la cara de
Pablo Gil en la primera fotografía: algo borrosa, el teleobjetivo le había
pillado con la cabeza girada y una sonrisa de medio lado, pero no cabía duda.
En la segunda entraba en el portal, se adivinaba la sombra de Marko, y en la
tercera aparecía saliendo, mucho más claro el rostro. ¡Qué casualidad! Arsenio
se arrellanó en el sillón, dejó las fotografías sobre la mesa, escrutó el
rostro de Brasas y le preguntó qué más sabían del tipo. Mientras le contaba
cosas ya conocidas, no pudo evitar desviar la mirada hacia el rubio compañero
que últimamente gastaba Brasas, ese nuevo rubiales que les habían enviado desde
Valencia. A Arsenio le daba igual quién se la metiera a quién mientras el
trabajo se llevara a cabo de manera perfecta, pero no se esperaba que un tipo
tan basto y descuidado se acercara a un rubio aniñado. En el departamento les
habían apodado con poca imaginación Zipizape.
-…y poco
más, jefe, cuando salió de la entrevista le seguí hasta su casa. Paró a comprar
una pizza y unas cervezas y no se movió en toda la noche. ¿Qué quiere que
hagamos?
Casualidades.
Un año antes su cuñado Crisanto le había llevado a una fiesta. Allí le presentó
a varios de sus amigos, incluyendo a Pablo Gil y a su mujer Luisa. Menuda
mujer: antes de terminar la noche habían intercambiado teléfonos, alguna
insinuación descarada, un par de roces y unas miradas de clara intencionalidad.
Una semana después se acostaron por primera vez. La tipa follaba bien, pero
estaba bastante loca, no dejaba de hablar y quejarse y soltar improperios
contra todo el que conocía. Después de dos citas (¿quizá tres?) no volvieron a
verse. Y mejor así. De hecho, estaba
seguro de que se había acostado con Crisanto, justo después, o justo antes, da
igual. Pablo Gil, cornudo y apaleado.
- ¿Estás
seguro de que no le dieron la mercancía?
-
Hombre, jefe, seguro, no… Pero nunca lo hacen así. Primero tantean al pardillo,
luego vuelven a citarlo, y si entonces la cosa les parece, proceden. Usted ya
me entiende –y girándose hacia el rubio-. Andrés, explícale al jefe el
operativo de esta gente.
- Claro
–la voz algo aflautada del rubio y su cara adolescente chocaban con unos ojos
opacos, una mirada como hondos pozos-. Los dos años que les seguimos en
Valencia, y el grupo que estuvo detrás de ellos en Sevilla informó de lo mismo,
siempre con las mismas tácticas. Primero localizan a uno o varios individuos
socialmente desadaptados, mejor solteros o divorciados, en paro, enfermos
incurables, nunca borrachos o adictos, les llevan a alguna oficina con excusas
y les ofrecen dinero o un puesto de trabajo a cambio de algún viajecito o les
pagan un curso en el exterior como parte de la formación para la empresa.
Siempre lo hacen igual. A veces, hasta tres entrevistas, a veces una persona
sola, otras veces cuatro y hasta cinco.
La cosa
parece bastante clara, pensó Arsenio, han cazado a este pájaro: divorciado, sin
trabajo, casi sin amigos, lejos de su familia…
-Pues
habrá que ponerle vigilancia. ¿Quién está disponible?
Brasas
se rascó la barbilla.
-Cris y
Mariano estaban afuera hace unos minutos.
Claro,
¿cómo no se había dado cuenta? Perfecto. No levantaría sospecha alguna.
Crisanto podría acercarse a casa de Pablo y si este se percataba parecería de
lo más normal: la visita de un viejo amigo preocupado, un paseo al baño o a la
cocina, unas preguntas.
Arsenio
llamó a su cuñado. Al minuto se sentó en la butaca libre junto a Brasas. En
otro minuto le contaron lo ocurrido.
-Joder,
menudo lío el capullo de Pablito. Ni él se merece esto: cuando Dios aprieta
¿eh? Va a tener un final feliz, el angelito, jajaja.
Menudo
gilipollas, qué cruz, masticó Arsenio en su cabeza, ¿qué cojones vería mi
hermana en este tiparraco?
-Te vas
ahora mismo a su casa y te buscas el modo de plantarle un par de micros y una
cámara. Le vamos a vigilar unos días por si vuelven a llamarlo. ¿Te acuerdas de
su dirección?
-Claro.
Cómo no
acordarse. Primero había estado en el círculo de viejos amigos que aún después
de casados se juntaban de vez en cuando a emborracharse y contar las mismas
historias una y otra vez. Y después se había hecho habitual de Luisa y su cama
(qué bien follaba, pero qué tonta) cuando Pablo estaba en el curro hasta que su
cuñado se la quitó del medio. Tampoco importaba, hubiera sido otro, pero le
tocaba las narices que Arsenio hubiera comido en el mismo plato que él.
Cris
cogió la chaqueta y tras bajar a la furgoneta del material y recopilar lo
necesario (tres micros y una cámara con emisor de radio), se subió a su coche.
Era lunes, la una y media, refrescaba. Aparcó a dos calles de la casa de Pablo.
Esperó un rato. En la radio sonaban los Rolling. Tenía que idear una
estrategia. Lo difícil sería cómo empezar la conversación, qué tontería
explicar: ¿pasaba por aquí y me he dicho…? ¿Pablito, qué ganas tenía de verte,
te pillo mal? Cualquier cosa podía servir. Se había enterado del divorcio, del
despido, los chismes malos siempre vuelan de boca en boca, y no había tenido
vergüenza para telefonearlo, ¡cómo! Si se había estado tirando a su mujer
durante semanas, si cada vez que se cruzaba con él era incapaz de saludarle y
fingía mirar un escaparate o llamar por teléfono. Se apeó y caminando con paso
descuidado llegó hasta el portal. Ah, ¿qué hago… ¡Mierda, ahí está! Casi se dan
de bruces.
-Hombre,
Pablo, jolines, ya tenía ganas de verte.
Aún era
la una y media cuando Marko, cansado de vigilar desde el coche, y seguro de que
no había ni rastro de la pareja del Ford, entró en el bar justo en frente de la
casa del tipo. Nunca le había gustado saber nada de ellos. Le costaba ponerles
nombre. Al fin y al cabo, en el mejor de los casos, desaparecerían solos o se
los cargaría alguien de la competencia. O le tocaría a
él. Ahora mismo debía protegerle, estar seguro de que el miércoles llegaba
entero a la nueva entrevista; él vigilaría de día y André por las noches. Pidió
un vaso de agua y una copa de vodka. Desde que compartía piso con el ruso se
había habituado a comer con vodka. Dos huevos fritos, salchichas y patatas,
mucho pan, otro vodka, otro vaso de agua, un café solo y otro café más.
Mientras comía veloz observaba a dos chavales con un mp3 compartiendo auriculares
y una cerveza. Ahora sí que tenían fácil conseguir toda la música que
quisieran, tan solo dar a un botón y ¡zas! diez mil canciones al instante y sin
poner un céntimo. Aquello no tenía mérito, desde luego. En su adolescencia se
jugaba una paliza y, a veces, unos días en la cárcel por comprar un buen casé
de Iron Maiden o Accept en el mercado de Havel, entre los puestos de frutas y
flores, detrás del tipo bigotudo que vendía cerámica. El desgraciado nos hacía
comprarle cualquier mierda si no queríamos que se chivara. Como si él no fumara
tabaco de contrabando también. En realidad todos trapicheaban en ese mercado y
en otros muchos menos dignos con todo tipo de mercancías. Allí empezó a fumar,
se emborrachó por primera vez y escuchó el British Steel.
Casi se
le escapa Pablo. Estaba justo delante del bar hablando con otro panoli. Pagó
apresuradamente la cuenta. Qué camiseta tan guapa llevaba, el tío tenía buen
gusto musical. Aún sin salir del bar, sacó su móvil para disimular y fingió
llamar a alguien. Al poco Pablo se puso en marcha. En unos minutos llegaron a
un parque. No jodas, el cabrón está lanzando miguitas de pan a los patos. Para
matarlo.
-Sí,
claro, nos vemos, Cris – añadió Pablo.
-Ring,
ring, recuerda –terminó él -. Suerte y cuídate.
Cris,
teléfono en mano, se alejó un poco, aguardó hasta que el otro desapareció en el
parque, volvió al portal, subió por las escaleras y sin esfuerzo se coló en la
casa. La conocía a la perfección, desde luego. Colocó un micrófono en la
cocina, otro en el salón y el último en el dormitorio (qué buenos ratos). La
cámara quedó enfocada hacia la entrada, abarcando parte del salón y la puerta
de la cocina. Abandonó la casa en unos
minutos con una Heineken en el bolsillo del abrigo. Todo había salido a la
perfección. Ya en la calle marcó el número de Arsenio y le puso al día. Seguro
que Zipizape se encargarían del seguimiento.
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