Estas cosas uno siempre piensa que solo le ocurren a los demás. Para hacer honor a la verdad, hacía tiempo que las señales eran bastante inequívocas. Sin embargo, por culpa de un básico instinto de supervivencia emocional y siguiendo ese comportamiento que nos equipara al avestruz y a la vez es tan humano, Pablo había decidido mirar para otro lado y desoír los avisos. Todo había resultado al fin en vano. Una mañana llegó a su despacho y se encontró con el director general acompañado del presidente y un tipo desconocido –un abogado, como sabría más tarde-, los tres con el semblante circunspecto y presenciando sin mostrar demasiados gestos de querer impedirlo cómo uno de sus compañeros –teclado en mano- la emprendía a golpes con los monitores de la oficina. Otros colegas asistían a la escena impávidos, como sin creerse que el momento hubiese llegado y alguno incluso lloraba de impotencia. Lo primero que el psicólogo le había recomendado a Pablo tiempo después era que se tomase unas vacaciones. La pérdida de trabajo es siempre un suceso traumático y algo que uno debe tener siempre en cuenta es que –salvo excepciones en las que el empleado deba ser despedido por negligente, incapaz o por actuar ilícitamente contra la empresa, supuestos que no cumplía Pablo en absoluto-, el sentimiento de culpa es del todo contraproducente a la par que injusto. Así pues, ya habría tiempo de ponerse de nuevo las pilas, de reconstruir la vertiente laboral de la vida de uno, pero antes había que darse alguna alegría. Así, con una pequeña parte de la indemnización recibida, Pablo se compró una guitarra eléctrica –la ilusión de su vida-, una Jackson Rhoads de color rojo cereza que encontró barata en eBay y que apenas tenía un par de arañazos. Además, Pablo no tenía ni idea de tocar la guitarra por mucho que siempre hubiese deseado una, por lo que la Jackson de segunda mano –y el pequeño amplificador Peavey que tuvo que añadir a la cesta- le parecieron lo mejor del mundo. Pero eso había sido en junio y ya estábamos en noviembre. Se acercaba el momento de dejar de pasarse en casa casi todo el día, poniéndose en el tocadiscos sus viejos vinilos de heavy metal ochentero, rasgando la guitarra intentando emular a sus héroes de las seis cuerdas mientras se alimentaba de comida pre-cocinada y saciaba su sed casi exclusivamente con agua mineral o Jack Daniel’s dependiendo del momento, aunque también caía alguna Cocacola y la leche –entera, por supuesto- de los cortaditos.
Así pues, una húmeda y nublada mañana invernal de domingo a mitad de mes, Pablo compró el periódico, interesado en el –cada vez más pequeño conforme transcurren los años- suplemento de ofertas laborales. Tras dar un corto paseo por el barrio, desierto a esa hora –mejor, así no tenía que saludar a nadie-, regresó a casa. Había aprovechado la salida para comprarse uno de esos churros gigantes, de los que están huecos, rellenos de crema y luego bañados en chocolate, por lo que en unos minutos estaba sentado a la mesa y rebuscaba entre los anuncios mientras tragaba con ansia bocados de churro y daba pequeños sorbos a un café solo con Après la pluie de Satie de fondo. No había sido una buena idea, es verdad. Su estado de ánimo ya hacía días que había pasado de la fingida indiferencia a la depresión incipiente y siempre había pensado que uno de los mejores empujones al suicidio que conocía era esa puta tonada de Satie, ¡qué cosa más melancólica! Sin embargo, no tenía ganas de levantarse a cambiar la canción. Eso provocaría tener que pensar en cual poner en su lugar y no tenía ganas. Así que mientras las gotas musicales caían sobre su cabeza, se concentró en estudiar concienzudamente las ofertas de trabajo. El panorama era desalentador. Se pedían licenciados, técnicos, especialistas... de todo menos alguien con sus aptitudes. Y es que Pablo era un miembro de la numerosa población de administrativos, ese tipo de empleados que –de ser animales- no solo no estaría penalizada su caza, sino que se fomentaría la misma con el fin de controlar la excesiva proliferación de individuos, personas con experiencia de años como escritores, programadores, encuadernadores, diseñadores, en el trato con directivos –ojo, eso no lo enseñan en la Universidad-, la atención al cliente o la gestión de incidencias pero con nula titulación. Y –como en su caso- sin la más remota idea de cambiar un fluorescente, por ejemplo. Total, que Pablo estaba a punto de levantarse –la lluvia de Satie hacía rato que había cesado-, enchufar la guitarra y torturar a la vecina medio senil del piso de abajo con una impagable versión de cada uno de los temas del Screaming for vengeance de Judas Priest, con Glenn Tipton, Ken Downing y Pablo Gil a las guitarras, cuando reparó en un pequeño anuncio sin demasiadas palabras. Se ofrecían 17.000 euros anuales y no solo no se requería titulación sino que se especificaba que se valorarían los años de experiencia en puestos administrativos con responsabilidad de nivel medio. Vamos, que solo faltaba un dibujito con un tipo señalando al lector y diciendo “Pablo, este es para tí”. Por otra parte, era raro pero en lugar del correo electrónico de una agencia de colocación laboral y un código de referencia o de un teléfono 902, el número que aparecía al pie del exiguo anuncio era de un teléfono de línea fija que comenzaba con 93. Eso significaba que la empresa –o al menos quién debía darle la información- estaba en Barcelona, quién sabe si –por fabular que no quede- a poca distancia de su propio hogar. Entonces Pablo reparó en que no se especificaba ningún horario de atención. Era domingo, sí, pero tampoco perdía nada con probar, que ya se sabe que quien da primero, da dos veces. Así que sin tan siquiera acabarse el café –frío ya- y olvidándose por el momento de su cita con la Jackson, se acercó al teléfono y marcó los nueve números que aparecían en el texto.
- ¿Sí?
Pablo esbozó una sonrisa. Había temido que no respondiese nadie –al ser día festivo hubiese sido lo más natural- o mucho peor, que se hubiese puesto en marcha una grabación con algún tipo de timo, como esos que ofrecen ganar dinero desde casa y piden antes una pequeña inversión económica. Pero no, lo que oyó al otro lado de la línea fue una voz femenina.
- ¿Hay alguien?
- Sí, perdón –casi balbuceó él-, llamo por lo del anuncio.
Después de unos segundos que a Pablo le parecieron larguísimos y durante los que creyó oír un leve chasquido, la voz respondió.
- Discúlpeme, pero la verdad es que no esperábamos que nos llamase alguien tan pronto.
De hecho, es el primero que lo hace.
- Vaya, eso es estupendo. Me pregunto –dijo Pablo demostrando una rapidez de reflejos que no creía conservar después de meses de alcohol y guitarreo- si eso me aportará puntos extra a la hora de valorarme como candidato al puesto de trabajo.
- Sin duda caballero. Pero aún no me ha dicho su nombre.
- Gil, Pablo Gil. Sin embargo, me gustaría que me comentase algo sobre el empleo que ofrecen. En el anuncio no queda nada claro.
- ¿Puedo llamarle Pablo? –preguntó la voz femenina.
- Por supuesto, sin problema, solo tengo cuarenta y cinco años.
Pablo se mordió la lengua. Casi no habían salido esas palabras de su boca cuando se arrepintió de haberlas pronunciado. En el anuncio tampoco se decía nada sobre la franja de edad a la que estaba destinado el puesto, pero sabía que pasada la treintena era peligroso ir con el número de velas que se soplan por delante.
- Evidentemente, Pablo, recibirá todas las aclaraciones que sean necesarias antes de que nos comunique si está interesado o no en el lugar de trabajo que le ofrecemos y que nosotros podamos valorar entre todos los candidatos cual es el que se ajusta a nuestras necesidades. Sin embargo, le ruego que entienda que preferimos no tener esa conversación por teléfono. Si le parece, podemos concertar una cita y resolver sus dudas en persona.
- Claro, por mi no hay impedimento. Le confieso que tengo curiosidad y gran interés en conseguir de nuevo un trabajo.
- Así pues, ¿le va bien hoy?
Pablo no esperaba esa pregunta.
- ¿Hoy?, pues no sé, sí.
- Si existe algún problema, Pablo...
- No, para nada, solo que, bueno, al ser festivo pensaba que... pero, estoy de acuerdo. ¿A dónde tengo que ir y a qué hora?
Pablo no había dicho aún nada sobre ello, pero confiaba en que el teléfono de Barcelona fuese una señal de que tanto la entrevista como el lugar definitivo de trabajo fuese en la ciudad condal, su ciudad.
- Pues si no tiene inconveniente, nos encantaría que esta misma tarde pudiésemos quedar. ¿A las cinco y media le parece bien?
- Lo que ustedes necesiten. En realidad resido en la misma Barcelona, por lo que no necesitaré invertir demasiado tiempo en el viaje. Allí estaré.
Al despedirse, Pablo ya había apuntado la dirección que la voz del teléfono –que en ningún momento se identificó ni hizo referencia alguna a la empresa en nombre de la que hablaba, algo que no se le pasó por alto aunque prefirió no preguntar- le había dado y que correspondía a un número del céntrico Paseo de Gracia, el de un edificio de oficinas ubicado ente una enorme librería y un restaurante vasco. Pablo miró de reojo el reloj de la mini cadena de alta fidelidad. Aún le quedaban algunas horas hasta la de la entrevista. Estaba eufórico y sabía que la excitación –sin olvidar esa bomba calórica rellena de crema que se había zampado- no iban a permitirle probar bocado hasta después de la cita, así que fue a por la guitarra, enchufó el amplificador, la conectó a él y se puso el Screaming for Vengeance. Cuando las primeras notas de The Hellion comenzaron a sonar, besó la Jackson y pensando en su vecina –qué mal le caía la asquerosa- exclamó con una sonrisa de oreja a oreja:
- Te vas a cagar.
Cuando Pablo salió a la calle eran poco más de las cuatro y media de la tarde. Se había afeitado, duchado, acicalado e incluso se había puesto camisa y corbata, todo con objeto parecer elegante. Claro que llevaba pantalón vaquero. Y es que en eso no transigía. Pablo se negaba a vestir otro tipo de pantalón. Podía ser de denim estándar o teñido de negro –más elegante y con el que se casó, por ejemplo-, pero no estaba dispuesto a cambiar esa norma personal. Era una de esas cosas estúpidas que tenemos los hombres, a las que nos aferramos como si la propia honra nos fuese en el empeño y que tras pasar los años ni recordamos la razón por la que han sido tan importantes a la hora de dirigir nuestros pasos. Quizás por esa intransigencia, Pablo también vistió vaqueros el día en que fue a firmar los documentos del divorcio.
Ahora estaba sentado en un banco del Paseo de Gracia, ante el portal que le habían indicado por teléfono, viendo pasar a los turistas –esa zona de la ciudad está siempre llena de ellos, sea invierno o verano-, haciendo tiempo hasta que llegasen las cinco y media. Como ya esperaba desde que había finalizado su conversación telefónica de la mañana, le había sido imposible probar bocado pero confiaba en comer alguna hamburguesa tras la entrevista. Y si no, tampoco pasaba nada. De pronto, Pablo –que intentaba mantener la calma alejando de su mente la verdadera razón por la que un domingo de invierno por la tarde había abandonado el confort de su hogar fijándose en las caras de las mujeres que pasaban ante él e intentando imaginar por su aspecto la posible nacionalidad a la que pertenecían-, se sorprendió al advertir que desde el portal le miraba fijamente un hombre alto y fuerte, un tipo trajeado que le pareció que tenía pinta de guardaespaldas o mercenario. Aunque, superada la sorpresa inicial provocada por la súbita salida de su ensimismamiento, Pablo se sonrió al darse cuenta de los derroteros que su imaginación estaba tomando.
- Ves demasiadas películas– pensó.
Sin embargo, aquel hombre sí le estaba mirando. De hecho, cuando advirtió que Pablo se había dado cuenta de su presencia al otro lado de la acera, le hizo una señal para que se acercase, lo que este hizo de inmediato y de manera tan poco cuidadosa que a punto estuvo de llevarse por delante a una oronda turista británica que no ahorró energías a la hora de dedicarle un buen número de improperios.
- Hola, buenas tardes. Vengo por lo de la entrevista.
- Lo sé –dijo el hombre-, si es tan amable de acompañarme arriba.
El tipo era uno de esos armarios con cabeza y extremidades, alguien que sin duda pasaba horas y horas machacándose en el gimnasio con el fin de acumular tejido muscular hasta en el recoveco más ínfimo de su cuerpo siguiendo a saber qué oscuro y secreto plan universal. Pese a haber ascensor en el edificio, esa especie de versión 3.0 de Hulk Hogan le había indicado a Pablo el camino de las escaleras, razón por la que se había llevado la impresión –errónea- de que el despacho en el que le habían citado se encontraría en la primera planta.
Pero no fue así. Cuando ambos llegaron al cuarto piso –de esas del Ensanche barcelonés, con techos de la altura de una planta y media de las normales-, Pablo estaba desfallecido. Entre la falta de alimento y lo poco habitual que para él era cualquier tipo de ejercicio, por básico que este fuera, cuando su anfitrión le condujo hasta el lugar de la entrevista y le indicó que esperase, no fue capaz de articular ni un solo comentario de cortesía. Pablo casi se dejó caer sobre una silla ergonómica de Ikea –lo sabía porqué él mismo tenía en casa otra igual- que había ante una sencilla mesa de despacho despojada de cualquier decoración accesoria y tras la que había una butaca.
Apenas llevaba unos dos minutos y medio recuperando el resuello, convencido de que aquello era una de esas tretas que los psicólogos de los departamentos de recursos humanos utilizan para valorar aspectos de la personalidad de los candidatos a ocupar plazas ofertadas, cuando Pablo tuvo de pronto la desagradable sensación de que era observado. Intentó resistirse a la tentación diciendo para si que la paranoia no era la mejor manera de afrontar una entrevista en la que debía aparentar seguridad y racionalidad, pero lo cierto es que ya estaba a punto de escudriñar los plafones del techo cuando súbitamente se abrió una pequeña puerta a su izquierda.
- Buenas tardes Pablo.
Él hizo el ademán de incorporarse, pero la mujer atravesó con paso decidido el corto espacio entre la puerta y la butaca, sentándose sin darle la posibilidad de hacerlo.
- Otra pérfida treta de psicología- pensó él mientras hacía ver que el gesto no le había contrariado lo más mínimo, sin escapársele el detalle de que ella no le había dicho su nombre.
- ¿Ha encontrado nuestras oficinas sin problema?
- Sí, sí... ya le comenté esta mañana que vivo en la ciudad y no es la primera vez que paso por esta zona.
Pablo supuso que aquella joven alta y de melena pelirroja, vestida de manera elegante aunque sobria y con una radiante y pecosa tez libre de maquillaje en la que destacaba una aparentemente sincera sonrisa, era la misma con la que había mantenido su breve conversación telefónica matinal.
- Estupendo entonces ¿no? –preguntó ella sin darle tiempo a responder-. Antes de comenzar –prosiguió-, ¿necesita algo?, ¿agua, un refresco?
- No, no es necesario –mintió él-, la verdad es que solo estoy algo nervioso.
Pablo se esforzaba en hablar en un tono de voz suave mientras movía de tanto en tanto las manos ante él, porque había leído alguna vez que gesticular un poco ayudaba a proyectar una imagen de tranquilidad.
- Mire, no me gustaría comenzar con mal pie y soy consciente de que en este tipo de entrevistas se analizan los gestos, las miradas... pero estoy aquí sin saber exactamente ni quienes son ustedes ni cual es exactamente el trabajo que me ofrecen y me parece que es importante.
- Lo entendemos perfectamente, Pablo. Nuestra compañía es Birkenfeld AG, una firma dedicada al transporte internacional con sede en Viena. Quizás había oído hablar ya de nosotros.
Con la cara que puso, Pablo no tuvo necesidad de responder.
- Bueno, no se preocupe. No nos anunciamos en televisión y es normal que la gente, sobre todo de países como este en donde no teníamos delegación alguna, no esté familiarizada con nosotros. En cuanto al sueldo del puesto que le ofrecemos...
- No me malinterprete –la interrumpió-, no se trata de eso. Esta mañana ya me ha indicado algo sobre el particular y no soy alguien avaricioso.
- Por supuesto –prosiguió ella, como si no hubiese notado la referencia a la escasa cuantía del salario-, se trata de una remuneración que sería revisada al alza si –en el caso en que le escogiésemos a usted- demostrase que sus aptitudes le hacen acreedor de un lugar de mayor responsabilidad dentro de la firma.
- Se lo agradezco, ciertamente. Pero mi curiosidad está más encaminada al trabajo que tendría que desempeñar. Es decir, ¿en qué consiste exactamente el puesto que me ofrecen?, más que nada para no engañarles y, si veo a priori que no me siento capacitado, no hacerles perder más su valioso tiempo y apartarme yo mismo del proceso de selección.
La mujer frunció el ceño y dejó de sonreír por primera vez desde que su encuentro con Pablo había tenido lugar, algo que a él no se le escapó y le hizo sentir incómodo por primera vez.
- Me ha caído bien, Pablo –le dijo con semblante serio-, pero si he de serle sincera, la política de la firma en estos casos es evaluar a los candidatos a formar parte de la misma sin proporcionarles demasiados datos sobre la entidad, al menos no en la primera fase de la selección. Tenga en cuenta que, si le explico en qué consistiría su trabajo, necesitaré de usted cierto compromiso de lealtad y discreción. Quedan por realizar aún diversas entrevistas y no me gustaría que por hacerle un favor personal viese peligrar mi estatus en la empresa.
- Por supuesto, por supuesto.
- De una cosa debo estar segura antes de dar un paso así, debo conocer si su grado de interés en formar parte de nuestra firma es lo suficientemente alto.
Pablo se removió nervioso en la silla de Ikea.
- Bueno, me gustaría comentar una vez más –por la mañana ya se le había escapado-, ya tengo una edad en la que las oportunidades no se me van a presentar a capazos, por lo que deben saber que pese a que el desconocimiento de las características generales del puesto de trabajo que ofrecen me tiene algo inquieto, huelga decir que estoy muy interesado en él.
La mujer no pronunció palabra alguna, aunque esbozó una sonrisa maliciosa antes de sacar algo de un pequeño cajón de la mesa y mostrárselo a Pablo. Entonces juntó las manos como si rezara y rozó sus labios con la punta de los dedos antes de preguntar:
- ¿Exactamente, cómo de interesado?
A Pablo, lo que le molestó realmente no fue la pregunta. Tampoco el tono con el que la joven la formuló, entre burlón y desafiante. No. Lo que a Pablo le causó una enorme desazón fue que mientras se la hacía, depositase sobre la mesa una pistola –una Glock 20 con munición de 10mm, según conocería más tarde- a la vez que se recostaba en su butaca, disfrutando sin duda ante la cara de pasmo que se le había quedado al pobre.
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