Queridos piltrafillas, hace hoy un par de meses que disfruté de un fin de semana alejado del mundanal ruido, cuatro días en los que -gracias a la generosidad de unos amigos- estuve recluido en un lugar remoto y aislado, aunque cercano al mar. Comí en exceso, bebí en exceso e hice el vago en exceso, algo esto último que necesitaba con toda mi alma. Pero de lo que os quería hablar es de una cosa que aprendí esos días. Veréis amiguitos, una tarde mis amigos me llevaron a lo que según ellos iba a ser un divertimento sin parangón, algo así como lo más de lo más chachi piruli que se puede hacer una tarde dedicada al solaz esparcimiento. O sea, que me llevaron a pescar. ¡Wow!, exclamaréis vosotros, ¡a pescar!, parece interesante..., pero aquí estoy yo, el King, para contaros la triste realidad de un mundo de frikis. Lo primero que hace esta gente, miembros de una -al parecer- secta extraña y destructiva, es prepararse para la acción. Es decir, que antes de pasar una tarde de pesca debe uno pasarse una mañana montándose los sedales, los plomos, escogiendo si se utilizarán boyas o no, el tamaño de los anzuelos, si éstos irán con los plomos por debajo o por encima... ¿excitante, verdad? En fin, -haciendo un gracioso juego de palabras- ¡toda una caña!
Total, que esa tarde en la que tanto aprendí mis amigos me llevaron al puerto de una población costera. Yo -iluso- pensaba que me iban a llevar a alguna playa desierta en la que plantar las cañas y tomarnos unas cervecitas mientras charlábamos de algún tema intranscendente. Pues no. Resulta que -según sus sabias palabras llenas de experiencia- en el puerto se pescaba más y mejor. Así pues piltrafillas, me dispuse a aprender de los maestros observando como se preparaban para sacar peces de unas aguas turbias en las que flotaba el gasoil y algún plástico. Lo primero que hicieron estos frikis que tengo por amigos fue gastarse 4 euros en un kilo de boquerón para utilizarlo como cebo. Así es como, tras una hora y media, aprendí que pescar era alimentar con boquerones a unas hipotéticas doradas especialistas en -pude comprobarlo- comerse cebo tras cebo sin morder los anzuelos. A las dos horas, uno de mis amigos, uno de esos míster caña de oro con suscripción a la revista Jara y Sedal, pescó un pez mugriento que a los pocos segundos echó de nuevo a las sucias aguas del puerto, justo antes de decidir que la enriquecedora tarde de pesca que estábamos pasando había tocado a su fin. Ah piltrafillas, ni cervecitas ni conversación, ya que esta gente se pasa todo el rato mirando fijamente los movimientos de la boya en la superficie del agua, quizás esperando que les hable. ¿Qué queréis que os diga?, a mi no me pareció gran cosa, es más, considero que perdí el tiempo. Lo único bueno es que -a cambio- me pude reír cruelmente de la falta de capturas con las que el mar premió a mis amigos. Por la noche cené un buen plato de calamares con gambas, la mejor manera -a mi modo de ver- de invertir en pesca. Bueno, esa y comprar 4 euros de boquerón para tirarlos al puerto. Cosas de pescadores, algo que nuestras simples mentes seguro que no están preparadas para entender.
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