viernes, 25 de febrero de 2011

Richardus TRES (II)

Cinco años después, la noche del 24 de Agosto de 1944, entraba en París con la 9ª compañía, a lomos de uno de los maltrechos tanques de la división Leclerc, un vetusto Sherman en cuyos flancos alguien había pintado apresuradamente los nombres de Belchite y Toledo. De esa manera, con el espíritu exhausto y el cuerpo lacerado por diversas cicatrices, Fructuoso se convirtió en testigo excepcional de la liberación de París y posterior detención de Von Choltitz.


Finalizada la contienda mundial, el joven continuó alistado hasta que en 1947, a punto de ser enviado a Indochina –de lo que se libró por muy poco- decide dar un cambio a su vida. Abandona el ejército y se traslada a Argelia, en donde fija su residencia alternándola –tan a menudo como de compañía femenina- con cortos periodos en Barcelona. Es en una de esas visitas a la capital catalana, en Junio de 1948 para ser exactos, cuando averigua después de tantos años sin tener noticia alguna, que sus padres desaparecieron al poco de su huida a Francia. Según las explicaciones que le había hecho llegar el alcalde de Batea, su pueblo natal, a quien hacía algún tiempo que enviaba cartas con el fin de averiguar la suerte que habían corrido sus progenitores, alguien los sacó de casa de madrugada y nunca más se supo de ellos.
Entonces Fructuoso contacta con su tía Patrocinio, la hermana pequeña de su madre y, después de hablarlo con ella, decide abandonar la pensión en la que se aloja e instalarse ese verano y los posteriores en su piso del número 31 de la calle de Ribes, en la primera planta de un edificio próximo al Paseo de San Juan, de Barcelona.

Durante la década de los 50, las canículas transcurren para Fructuoso entre paseos matutinos por el parque de la Ciutadella, trifásicos en el bar de Luismi y la lectura diaria de La Vanguardia en la azotea de casa, comiendo taquitos de queso o jamón y tomando el sol en calzoncillos y camiseta de tirantes. Fue precisamente allí, en esa azotea en la que Fructuoso se refugiaba de los inclementes estíos argelinos, en donde conoció a Jorge, el hijo de los Chertó, un mozalbete que de tanto en tanto subía a estarse un rato con él y escuchar boquiabierto las fascinantes historias que aquel hombre extraño le contaba.
- ¿Sabes los que les hacen a los ladrones en África? –preguntaba, cambiando según la ocasión a los ladrones por asesinos, por extranjeros , niños malos, perros salvajes o lo que se le ocurriese con tal de mantener al chiquillo atento, mirándole con ojos abiertos como naranjas. Luego le explicaba la primera barbaridad que le venía a la cabeza- Se les hace un buen corte en la palma de la mano, se les cierra el puño sobre sí mismo, con las uñas metidas en la llaga, y se tira sal en la herida. Luego se cose un guante de piel de oveja, que se humedece bien y se envuelve en la mano del desdichado delincuente. Cuando el guante se seca, la piel comprime el puño a la vez que las uñas, que crecen día a día, se clavan dolorosamente en el tajo infectado que la sal impide cicatrizar. No es extraño pues, mi buen Jorge, que a los pocos días los pobres diablos a los que se mantiene encadenados en el interior de reducidas y oscuras celdas, golpeen sus cabezas contra la pared hasta perder el sentido o incluso la vida.

Llegado a este punto, Fructuoso miraba hacia el cielo durante unos segundos en los que no se oía ni la respiración de Jorge Chertó, quien se formaba en el cerebro las más horrendas imágenes. Luego, Fructuoso chasqueaba la lengua y se despedía del chico.
- Hala chaval, y ahora a casa, que tu madre te espera –decía mientras se levantaba y recogía el diario y los demás enseres que, según el día, hubiese acarreado hasta la azotea. En ocasiones, incluso, haciendo gala de cierta complicidad, le confiaba a Jorge algunos detalles de su vida sentimental.
- Venga, ayúdame a recoger, que hoy tengo algo de prisa. Voy a ducharme y acicalarme bien, que he quedado con una muchacha y no vamos a rezar el Rosario precisamente, ya me entiendes.
Y le guiñaba un ojo a su joven vecino que, inocente, asentía sin entender nada.

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