Estos días, Arnold Schwarzenegger, en calidad de Gobernador del Estado, ha solicitado auxilio a otros países – algunos ya han enviado dotaciones de bomberos – para contener el avance del que ya es el incendio más grande de toda la historia de California. El hecho sería considerado de lo más normal, de no ser porque el pasado cinematográfico del político –al que ya identificaremos de por vida con un tipo de personaje autosuficiente, duro, ejecutor y garantía de victoria ante la adversidad- nos hace difícil pensar en él como un burócrata necesitado de ayuda externa. Es como si a Sylvester Stallone le secuestrasen guerrilleros vietnamitas y se lo llevasen a la selva. Sería casi imposible movilizar a la clase política para que realizase movimientos diplomáticos. Todos esperaríamos que Sly, con una cinta roja en la frente, regresase a casa sin un rasguño.
Lo malo, amiguitos, es que en la vida real las cosas nunca ocurren como en el cine de acción, no, en realidad no todo tiene un final feliz. Por ello, cuando estos días no hago otra cosa que leer en los periódicos sobre la crisis o recesión que comienza a hacerse tangible y en mi empresa los directivos se hacen los sordos ante nuestras reivindicaciones de revisión salarial, no puedo por menos que sentirme angustiado, más que por mi, por nuestros hijos. Quizás no haya para tanto, o sí, pero será superable. Quizás de aquí a unos años –tres, seis, diez...-, superada la debacle, esbozaremos una sonrisa pensando en todo esto. Quizás. Pero ahora, tengo miedo piltrafillas.
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