jueves, 24 de julio de 2008

Araki







Amiguitos, hace un tiempo cuando os recomendé la obra de Araki -fotógrafo japonés-, os expliqué que en el pasado me había alojado en el Keio Plaza Hotel de Tokyo. Más tarde os conté una anécdota relacionada con mi salida de Japón con una espada de shôgun. Por ello, no teniendo ahora nada mejor que hacer, os voy a hablar un poco más en profundidad de mis viajes al país del sol naciente.

La primera vez fue en 1992. Verano. Mi ciudad tomada por los turistas y en el punto de mira de las televisiones de todo el mundo. Los bichos raros como yo, gente de lo más extraño a la que los Juegos Olímpicos les dicen más bien poco, estábamos de más en la Barcelona de aquel año. Cobi, la mascota olímpica, la infanta Elena llorando –tiemblo sólo de pensar en ella- y un arquero paralímpico haciéndonos creer que era su flecha la que había encendido el pebetero. Tres imágenes. Tres razones para huir.
Así pues, el King Piltrafilla se apuntó a un viaje organizado y se fue a Japón. Después de veintitantas horas –lo que tardé desde que salí de mi casa hasta que me dejé caer en la cama de mi habitación del Keio Plaza-, dio comienzo un recorrido por Tokyo, Toba, Hakone, Ise, Nara, Kyoto y no recuerdo ahora que otros lugares. Lo mejor, el tomar contacto directo con una cultura que por un lado es tan arcaica y por otro tan hípermoderna. Los días dedicados a patearme por mi cuenta Tokyo y Kyoto fueron excepcionales.
Lo peor, lo de todo viaje organizado supongo, la visita aborregada a los lugares de interés. Bajada del autocar, cinco minutos y regreso, traslado a tal sitio, veinte minutos para visita corta y compras en la tienda de souvenirs, regreso al autocar, traslado al templo correspondiente, visita guiada de quince minutos, regreso al autocar.... Por suerte, conocí a un matrimonio de médicos con los que me confabulé. Cada dos por tres regresábamos los últimos –con toda la parsimonia y descaro que éramos capaces- a un autocar en el que nos esperaba carilarga y enfadada la guía de turno. Nosotros hacíamos como que lo sentíamos mucho y pedíamos disculpas al resto de integrantes de la excursión –mexicanos, argentinos, tres madrileños, una profesora de Canarias y una familia afroame... vamos negra, de Detroit- mientras estos, al amparo del aire acondicionado del vehículo, nos aseguraban que no pasaba nada, que así descansaban un poco del frenético ritmo de visitas. Acabado el viaje y después de experimentar un terremoto –comerte en tu habitación del hotel una ración de cerdo agridulce mientras tiembla el suelo y la lámpara de techo se balancea a un lado y otro no tiene precio-, el resto de mis compañeros siguieron hacia Hong Kong, y yo regresé a Barcelona –vía Frankfurt- pasando por el trance de la pérdida de mi katana recién comprada. Pero de esa anécdota ya hablo en otro espacio de este blog.


Total, que me dejó tan impresionado el viaje que al año siguiente –Otoño de 1993- decidí volver a Japón, pero por mi cuenta y riesgo, sin guías. Así, después del largo y pesado viaje, llegué a Tokyo. Durante los cinco días que siguieron, me pateé la ciudad. A las ocho de la mañana –por culpa del maldito jet lag ya hacía horas que estaba despierto- salía a la calle. El uniforme no tiene desperdicio. Pantaloncitos cortos con estampado de flores, camiseta de Slayer, walkman –sí amiguitos, yo soy de la generación de los cassettes-, cámara de fotos y bolsa en bandolera conteniendo un cartón de Marlboro –hasta el 2003 fui fumador-, un mapa y una libretita en la que apuntaba cosas que me pasaban por la cabeza. Y sí piltrafillas, yo he estado en el Budokan. Los que améis el heavy rock me entenderéis. Por la tarde, después de comer cualquier cosa por ahí, llenaba la bañera de agua caliente y me sumergía un buen rato mientras apuraba una Asahi helada. En fin, que al sexto día me fui con mi maleta a la estación central dispuesto a pillar el Tren Bala que me trasladaría a Kyoto. Y allí, cinco días más, pateando las calles, escuchando Ratt, Van Halen, Slayer, Rainbow..., y fumando como un carretero. Acabé con los pies destrozados, ocho kilos menos –que se dice rápido- y tan “tocado” que en una ocasión me puse a hablar con unos turistas argentinos a los que no conocía de nada, por el mero placer de poder conversar en una lengua que conozco. La madrugada que abandoné el New Miyako Hotel de Kyoto sólo estaba despierto el empleado de guardia, y en el exterior llovía a cántaros. Un nuevo trayecto en Tren Bala y partida desde el aeropuerto de Narita. Esta vez compré una muñequita policromada, no quería sorpresas.

Ya en Barcelona, mi obsesión por Japón era tal que me matriculé en la escuela de japonés de la Universidad Central realizando los cursos de 1994 y 1995. Luego lo dejé. Es lo que pasa cuando decides casarte, que la compra de un hogar y la consecuente hipoteca no son compatibles con otros gastos menos, digamos, importantes. Ahora sueño con regresar algún día a ese país con mi familia, aunque sé que –a no ser que me toque el bote de la lotería, algo bastante difícil porque no suelo jugar- ese sueño es tan utópico como que los Borbones pierdan todas sus posesiones y tengan que inscribirse en el INEM para pedir trabajo como operadores de telemárketing, cuidadores de ancianos o empleados de hogar. Y eso es todo cuanto puedo explicaros sin ahondar demasiado en detalles. Por último, deciros que las imágenes que acompañan este rollo son de Araki y que, si habéis aguantado el tostón hasta el final es que mi labor de entertainer merece la pena.

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