La madre de Jorge continuó criticando a Fructuoso desde la cocina, echando pestes de él mientras comenzaba a preparar una de sus gruesas y jugosas tortillas de patatas. Pedro Chertó no la escuchaba, y miraba con atención a través de los cristales cómo hacían gimnasia unos soldados en el patio del cuartel que había frente a la casa, al otro lado de la calle. La palabrería de su mujer, más basada en chismorreos que en otra cosa, no le interesaba en absoluto. A su vez, Jorge se apresuró en acabar su leche, no sin antes emitir un ligero gruñido de hastío.
Cuando los Chertó se fueron a la Barceloneta una hora más tarde, se llevaron dos toallas, una sombrilla, dos rodajas de merluza a la romana, dos melocotones, una botella de vino, pan y una tortilla de patatas. Antes de desaparecer escaleras abajo hacia la calle, la madre de Jorge se despidió de él en la puerta del piso.
- Te he dejado sopa y merluza. Solo tienes que calentarlo, ¿vale?
- Que sí, mamá.
- ¿Estarás aquí cuando regresemos?
- No lo se, a lo mejor voy al cine con el Toni. Ya veremos.
Jorge se esforzó por poner la mejor cara de niño bueno que fue capaz.
- ¡Vamos! –gritó Pedro Chertó desde el rellano del piso de abajo-, que no encontraremos sitio.
- Dame un beso, hijo –le pidió su madre.
Jorge la abrazó y le dio un beso muy fuerte en la mejilla. Cuando ella comenzó a bajar las escaleras, la saludó con la mano y cerró la puerta despacio. Si alguien le hubiese visto en ese preciso instante, hubiese podido jurar ante la imagen de San Martín de Porres de la cercana parroquia de los Dominicos que por unos segundos, a Jorge Chertó le crecieron cola y un par de diminutos cuernecitos. El muchacho corrió hacia la ventana y siguió a sus padres con la vista hasta que desaparecieron. Entonces, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, salió al rellano y subió las escaleras rezando por que la vieja señora Patro no estuviese en casa. De hecho, no tenía por qué estar. Cada sábado del mundo iba a comprar al mercado de Santa Caterina a primera hora de la mañana, y luego se pasaba por casa de una amiga viuda que vivía en la calle Comtal, en donde se quedaba a comer y a echar una siesta después de tomarse una copa -o dos- de Calisay.
Pero nunca se sabía cuando podía cambiar de idea, por lo que Jorge no respiró tranquilo hasta que oyó la voz ronca de su vecino tras la puerta.
- Ya voy, ya voy.
Fructuoso abrió.
- Vaya por Dios, así que eres tú. ¿Qué mosca te ha picado?
- Ninguna. Es que mis padres se han ido a pasar el día a la playa.
- ¿Y tú, por qué no has ido? –inquirió Fructuoso, dando media vuelta dejando la puerta abierta para que su joven amigo entrase.
- Bueno, es que no tengo muchas ganas de estarme al sol –contestó-. Oye, ¿está doña Patro?
- Ni está ni se le espera –exclamó Fructuoso sin ocultar su alegría, haciendo como si tocase en el aire unas invisibles castañuelas-. ¿Por qué me lo preguntas?
Jorge hizo acopio de valor y contestó de carrerilla.
- Ayer me prometiste que me presentarías a unas amigas, ¿lo has olvidado?
- No, no..., no lo he olvidado, pero –Fructuoso intentaba disimular su asombro-, dije que uno de estos días, sin concretar nada.
- Ya, pues tendrá que ser hoy, ¿estamos?
De no ser porque se acababa de sentar, Fructuoso se hubiese ido directo al suelo de la sorpresa.
- Así que Jorgito tiene una calentura ¿eh? –preguntó retóricamente mientras se apretaba los huevos con ambas manos.
La desigual pareja de amigos quedó en silencio por unos instantes, apenas unos segundos durante los cuales se miraron fijamente, el uno entre enfadado y avergonzado, y el otro meándose de la risa pero intentando no demostrarlo.
Fructuoso le aguantó la mirada a Jorge que, rojo como un tomate maduro, libraba una particular batalla consigo mismo para no huir. Estaba determinado a resistir lo que fuese necesario para satisfacer su pulsión.
- Vale, muy bien –exclamó Fructuoso finalmente dando una palmada-. Ya tienes casi quince años y, aunque seguramente tu madre no opinará lo mismo, ya es hora de que uses como corresponde eso que te cuelga entre las piernas. Iremos a ver a unas amigas mías, o mejor aún, voy a telefonear y les pediré que vengan aquí. Ven, siéntate.
Poco después, Fructuoso ya había cambiado su atuendo –a saber, calzón de dormir y camiseta- por unos pantalones de algodón y una camisa.
- Vaya, no contestan. Pero tú espérame aquí, ahora vuelvo.
Veinte minutos más tarde, aunque a Jorge se le antojaron horas, Fructuoso regresó al piso acompañado por dos mujeres jóvenes, atractivas y rollizas. La que parecía mayor, al ver al chaval, se separó de él y se acercó al joven.
- ¿Así que tú eres Jorge? –le preguntó guiñando un ojo.
- ¡El pabellón alto! –fue lo último que el azorado muchacho le oyó gritar a su vecino mientras aquella desconocida de labios rojos como una manzana le cogía de la mano y le arrastraba hacia la habitación de –horror- doña Patro. Paralizado por el miedo, intuyendo las risas de Fructuoso y su pareja en la estancia de al lado, Jorge se abandonó al placer dejando que la joven rebuscase en sus calzoncillos y se la menease mientras él hundía su cara entre dos desmesuradas tetas que –vaya por Dios- olían como la tortilla de patatas que su madre se había llevado a la playa.
Cuando los Chertó se fueron a la Barceloneta una hora más tarde, se llevaron dos toallas, una sombrilla, dos rodajas de merluza a la romana, dos melocotones, una botella de vino, pan y una tortilla de patatas. Antes de desaparecer escaleras abajo hacia la calle, la madre de Jorge se despidió de él en la puerta del piso.
- Te he dejado sopa y merluza. Solo tienes que calentarlo, ¿vale?
- Que sí, mamá.
- ¿Estarás aquí cuando regresemos?
- No lo se, a lo mejor voy al cine con el Toni. Ya veremos.
Jorge se esforzó por poner la mejor cara de niño bueno que fue capaz.
- ¡Vamos! –gritó Pedro Chertó desde el rellano del piso de abajo-, que no encontraremos sitio.
- Dame un beso, hijo –le pidió su madre.
Jorge la abrazó y le dio un beso muy fuerte en la mejilla. Cuando ella comenzó a bajar las escaleras, la saludó con la mano y cerró la puerta despacio. Si alguien le hubiese visto en ese preciso instante, hubiese podido jurar ante la imagen de San Martín de Porres de la cercana parroquia de los Dominicos que por unos segundos, a Jorge Chertó le crecieron cola y un par de diminutos cuernecitos. El muchacho corrió hacia la ventana y siguió a sus padres con la vista hasta que desaparecieron. Entonces, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, salió al rellano y subió las escaleras rezando por que la vieja señora Patro no estuviese en casa. De hecho, no tenía por qué estar. Cada sábado del mundo iba a comprar al mercado de Santa Caterina a primera hora de la mañana, y luego se pasaba por casa de una amiga viuda que vivía en la calle Comtal, en donde se quedaba a comer y a echar una siesta después de tomarse una copa -o dos- de Calisay.
Pero nunca se sabía cuando podía cambiar de idea, por lo que Jorge no respiró tranquilo hasta que oyó la voz ronca de su vecino tras la puerta.
- Ya voy, ya voy.
Fructuoso abrió.
- Vaya por Dios, así que eres tú. ¿Qué mosca te ha picado?
- Ninguna. Es que mis padres se han ido a pasar el día a la playa.
- ¿Y tú, por qué no has ido? –inquirió Fructuoso, dando media vuelta dejando la puerta abierta para que su joven amigo entrase.
- Bueno, es que no tengo muchas ganas de estarme al sol –contestó-. Oye, ¿está doña Patro?
- Ni está ni se le espera –exclamó Fructuoso sin ocultar su alegría, haciendo como si tocase en el aire unas invisibles castañuelas-. ¿Por qué me lo preguntas?
Jorge hizo acopio de valor y contestó de carrerilla.
- Ayer me prometiste que me presentarías a unas amigas, ¿lo has olvidado?
- No, no..., no lo he olvidado, pero –Fructuoso intentaba disimular su asombro-, dije que uno de estos días, sin concretar nada.
- Ya, pues tendrá que ser hoy, ¿estamos?
De no ser porque se acababa de sentar, Fructuoso se hubiese ido directo al suelo de la sorpresa.
- Así que Jorgito tiene una calentura ¿eh? –preguntó retóricamente mientras se apretaba los huevos con ambas manos.
La desigual pareja de amigos quedó en silencio por unos instantes, apenas unos segundos durante los cuales se miraron fijamente, el uno entre enfadado y avergonzado, y el otro meándose de la risa pero intentando no demostrarlo.
Fructuoso le aguantó la mirada a Jorge que, rojo como un tomate maduro, libraba una particular batalla consigo mismo para no huir. Estaba determinado a resistir lo que fuese necesario para satisfacer su pulsión.
- Vale, muy bien –exclamó Fructuoso finalmente dando una palmada-. Ya tienes casi quince años y, aunque seguramente tu madre no opinará lo mismo, ya es hora de que uses como corresponde eso que te cuelga entre las piernas. Iremos a ver a unas amigas mías, o mejor aún, voy a telefonear y les pediré que vengan aquí. Ven, siéntate.
Poco después, Fructuoso ya había cambiado su atuendo –a saber, calzón de dormir y camiseta- por unos pantalones de algodón y una camisa.
- Vaya, no contestan. Pero tú espérame aquí, ahora vuelvo.
Veinte minutos más tarde, aunque a Jorge se le antojaron horas, Fructuoso regresó al piso acompañado por dos mujeres jóvenes, atractivas y rollizas. La que parecía mayor, al ver al chaval, se separó de él y se acercó al joven.
- ¿Así que tú eres Jorge? –le preguntó guiñando un ojo.
- ¡El pabellón alto! –fue lo último que el azorado muchacho le oyó gritar a su vecino mientras aquella desconocida de labios rojos como una manzana le cogía de la mano y le arrastraba hacia la habitación de –horror- doña Patro. Paralizado por el miedo, intuyendo las risas de Fructuoso y su pareja en la estancia de al lado, Jorge se abandonó al placer dejando que la joven rebuscase en sus calzoncillos y se la menease mientras él hundía su cara entre dos desmesuradas tetas que –vaya por Dios- olían como la tortilla de patatas que su madre se había llevado a la playa.
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