domingo, 13 de marzo de 2011

Richardus SIETE (I)


Siete



Julio de 1959

Algo que no es que le preocupase exageradamente pero sí provocaba en Jorge cierta inquietud era el tema de sus orígenes. Su familia provenía de Girona, población que -como todo el mundo sabe- alojó durante más de quinientos años a una de las comunidades hebreas más prosperas y con mayor proyección de todo el territorio de la antigua Corona de Aragón. Esa sociedad que se regía por la Aljama y componían más o menos un millar de personas, se ubicaba casi exclusivamente en una zona perfectamente delimitada de la ciudad, que se conocía por los nombres de call o judería. A Jorge, en realidad, sus padres nunca le habían mencionado que sus antepasados fuesen de credo o etnia judía, pero el chico sentía algo en su interior en relación a ello. Había leído en una revista que encontró en casa de Fructuoso –y eso que su madre pensaba que de su vecino no podía aprender nada bueno- un artículo de un tal Armando de Fluviá, al parecer un reputado erudito en heráldica y genealogía, en el que éste se hacía eco de algunas afirmaciones que identificaban los apellidos de nombres de animales, materias primas o –como en el caso de la familia de Jorge- los acabados en o acentuada con un supuesto origen hebraico. El mismo autor del artículo, sin embargo, reconocía que tales tesis carecían de fundamento sólido. Para él, lo único cierto y probado es que las familias judías que habían decidido permanecer en el territorio de la corona, se mezclaron con los cristianos –convirtiéndose o no a su religión, eso es lo de menos- adoptando como apellidos aquellos más comunes, precisamente al efecto de poderse confundir sin destacar del resto de la población.

Hacía ya años que él y su familia se habían trasladado a Barcelona y Jorge había perdido todo contacto con el barrio de sus juegos de infancia. Pese a todo, Jorge Chertó, que no olvidaba sus juegos infantiles por las calles de Miquel Oliva o de la Força, no podía sustraerse a una especie de sensación atávica que le proporcionaba el convencimiento –real o no- de que pertenecía de alguna manera a la historia común de aquellas piedras. Así pues, no del todo seguro de sus supuestos orígenes judíos, pero de acuerdo a tan romántica idea, decidió profundizar en el conocimiento del tema siguiendo los dictados de su corazón. Tenía la oportunidad de hablar con alguien que podía aclarar muchas de sus dudas. Fructuoso, el señor enciclopedia –tal y como una vez le había definido su padre, entre celoso y admirado por los conocimientos de su vecino y la atracción que estos ejercían sobre su hijo-, él le ayudaría.

- Hombre, tú por aquí –Fructuoso le dedicó una risotada irónica-, ¡dichosos los ojos!, ¿a que se debe tanto honor?
- Si quieres me voy.
- No hombre, no –dijo él, comprobando una vez más lo orgulloso e impulsivo que era su joven amigo-, lo que pasa es que ya es casualidad que siempre me visites cuando estoy a punto de tomar el vermú o la merienda. ¿Qué pasa, que tu madre no te da de comer?
- No es eso. Debe ser que, después de todo este tiempo, he desarrollado una especie de sexto sentido que me avisa de cuando es el momento para tocarte las narices. Adiós.

A pesar de la oposición inicial –tanto de la Patrocinio como de los Chertó-, la amistad entre el excombatiente y el chaval, que ya se estaba convirtiendo en hombre, había evolucionado con el transcurso de los años hasta convertirse en la relación fraternal de la que ambos disfrutaban y obtenían provecho, el uno nutriéndose de la experiencia y conocimientos del otro, y el otro encontrando en las visitas del muchacho a un aliado con el que compartir la vida evitando aceptar que –a excepción de la Patro y algunas esporádicas conquistas- no tenía a nadie más en el mundo.
- Espera hombre, que es broma. Pues vaya humos que gastamos.
Jorge se detuvo a pocos centímetros de la puerta.
- Quédate, anda –le gritó Fructuoso mientras iba camino de la cocina-. Iremos arriba. Espera a que corte un poco de jamón.

Al poco rato, sentados cómodamente sobre sendas sillas de tela en el rincón particular que Fructuoso se había hecho propio en la azotea comunitaria, se dispusieron a pasar juntos un par de horas. Sobre la mesilla de mimbre que había encontrado allí su emplazamiento definitivo durante el verano, llamaba la atención un plato rebosante de lonchas de jamón. Fructuoso sirvió gaseosa muy fría en dos vasos, a los que añadió unos chorros de vino tinto.
- Come –le dijo a Jorge-, tengo una pieza entera colgada en la galería. Es de Montánchez, ¿sabes?
Jorge se llevó un buen trozo a la boca.
- No tiene tanto renombre como el de Jabugo –añadió su vecino cogiendo otro-, pero a mi me gusta más este. Tiene un sabor característico que le diferencia de los demás jamones, ¿sabes por qué?, por que los cerdos de Montánchez no comen bellotas, no señor,... se alimentan de víboras.
Jorge abrió los ojos como naranjas y dejó de masticar.
- Pero come hombre, come, ¿no me dirás que no está delicioso? –dijo Fructuoso antes de echarse al gaznate un trago de vino con gaseosa, satisfecho de haber turbado a Jorge una vez más.

- Así pues, ¿de qué desea conversar hoy el señorito? –preguntó llevándose a la boca un nuevo trozo de jamón.
- De los judíos –contestó Jorge.
- ¿De los judíos? –se sorprendió Fructuoso-, ¿de los que mataron a Cristo?, ¿de los que gaseó Hitler?..., ¿de qué judíos?
- De los del estado de Israel, la tierra prometida, el éxodo, la diáspora, no sé, de esas cosas.

Fructuoso respiró hondo y se sirvió más vino, esta vez sin rebajarlo con gaseosa. Mal asunto le planteaba el joven. Sin embargo, él nunca había escurrido el bulto en las ocasiones en que Jorge le había puesto en aprietos preguntándole sobre ciertos temas delicados. Así que dio cuenta de una nueva loncha de jamón de Montánchez y se preparó para impartir una pequeña clase de historia al “modo Fructuoso” –es decir, desde el subjetivismo más absoluto- a su expectante amigo, que no paraba de devorar jamón, sin dar muestras ya del reparo inicial.


- En el fondo –comenzó la explicación- es algo muy fácil de resumir. ¿Has oído hablar de Thomas Lawrence?
- En el colegio, una vez.
- Pues ese tal Lawrence, coronel para más señas, negoció con el emir Faisal y su hermano Abdullah consiguiendo de ambos que el padre de éstos renunciase al control sobre Palestina. A cambió les otorgó, en nombre del Imperio Británico –que no se sabe por qué se sintió legitimado para diseñar sobre el mapa las fronteras que le dio la gana- los tronos de Irak y lo que entonces recibía el nombre de Transjordania, respectivamente. Puede decirse, amigo mío, que todo comenzó así. Palestina, tierra Santa desde toda la vida, pasó a depender de la Gran Bretaña desde la época de la primera Guerra Mundial. Luego, a partir de la década de los veinte, a los ingleses les dio por prometer a todos los judíos del mundo que quisieran establecerse en la zona que ellos les ayudarían. A cambio –eso sí- les exigían suscribir un compromiso de respeto hacia el resto de comunidades de distinta confesión. Ilusos.
- ¿Y qué pasó?
-¿Que qué pasó? –Fructuoso cogió más jamón del casi extinto plato-, pues que les salió tan bien la jugada que a principios de los años cuarenta la población hebrea de la zona había pasado de unas setenta mil almas a más de medio millón, ¡toma ya!. Evidentemente, los palestinos no tardaron en rebelarse, y el caos se apoderó de las riendas de una sociedad cada vez más dividida. ¡Chapeau por el sacrosanto Imperio, la Commonwealth y la madre que los parió!
- Entonces, ¿fueron los árabes los que iniciaron las hostilidades?
- ¡Coño, por fuerza!, pero es que no tuvieron otra opción Jorgito, ¿no crees?
- No sé –Jorge se sirvió gaseosa. No le gustaba que Fructuoso le llamase por su diminutivo, y sabía que éste solo lo hacía cuando quería reírse de él o estaba enfadado.

- A ver –prosiguió-. Imagínate que estás en tu casa y, una noche, de pronto, se presenta un menda que le dice a tus padres que deben pagarle por vivir ahí porque ha decidido apropiarse de la casa. Tus padres no están de acuerdo, pero el tipo es alto, fuerte, y tiene máquinas con las que puede echar abajo la casa. Por eso, y porque no tienen otro sitio donde ir, aceptan a regañadientes. Pasado un tiempo, se presenta una familia en vuestro hogar. No les conocéis de nada, pero se alojan en una de las habitaciones porque el generoso y fuerte individuo que ostenta ahora la titularidad del inmueble les ha dicho que pueden hacerlo, eso sí, pidiéndoles que intenten no molestaros demasiado. Días más tarde, sin embargo, los inquilinos que os han impuesto comienzan a invitar a más familiares que acaban instalándose en vuestro domicilio como si fuese el suyo, tomando posesión de diferentes estancias. Así, mientras todos campan a sus anchas, a vosotros os relegan a la habitación más pequeña. Un buen día, harto de la situación, viéndose recluido y rodeado de extraños en su propio hogar y con miedo a verse de patitas en la calle con su familia, o quizás algo peor, tu padre pilla un monumental cabreo y se lía a hostias con uno de los recién llegados a la casa. ¿Sigues pensando que, de actuar así, tu padre no sería más que un agitador o un delincuente?
- Hombre, visto así...
- Ni visto así, ni visto asá –preplicó Fructuoso encendido, sin ira pero encendido, y elevando el tono de voz-, el pobre no tendría otra salida que rebelarse.
Se sirvió más vino.

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