Y con esta crítica doy paso a la siguiente de la saga, Ilsa, la tigresa de Siberia. Esta película comienza con la imagen de un hombre corriendo con dificultad por la nieve de Siberia. No tardamos en enterarnos de que se trata de un prisionero que ha escapado del Gulag 14, campo de reeducación–la historia está ambientada a principios de la década de los 50- del que es coronel nuestra amiga Ilsa, quien –no podía ser de otra manera- da caza al fugitivo.
Lo siguiente que sabemos es que al campo llega un tal Nikolai, el hijo del general Krushev, enemigo político de Stalin, y no tardamos en asistir a uno de los pasatiempos preferidos de Ilsa, que consiste en arrojar a los presos conflictivos –ya sea vivos o muertos- a su tigresa. Pero, ya comenzáis a conocer a la rubia pseudoactriz de las tetas grandes y, si el sadismo es una de sus características, la pasión por el sexo es la otra. Así, nos enteramos de que, por las noches, la camarada coronel se beneficia a varios oficiales del gulag. Con ese preámbulo –y cuando tras casi media hora de cinta seguimos sin saber por donde va a ir la historia, a excepción de mostrarnos escenas de tortura y sexo- no podemo hacer otra cosa que pensar que nos encontramos quizás ante la peor de las historias de la saga.
Pero los acontecimientos se precipitan cuando la noticia de la muerte de Stalin llega al gulag. Ilsa y sus lugartenientes huyen después de asesinar a los prisioneros e incendiar el campo. Sin embargo, el joven Nikolai –a quien la sádica coronel no ha logrado doblegar, ni mental ni sexualmente- sobrevive al ataque de la tigresa comehombres. Es entonces cuando la historia da un salto y pasa de 1953 a 1977, concretamente en plenos juegos olímpicos de Montreal. Tras una final, un par de jugadores del equipo soviético de algún deporte indeterminado deciden pasar una noche de sexo antes de regresar a su país. Su entrenador decide acompañarles y es entonces cuando nos enteramos de que se trata de Nikolai.
Pero, amiguitos, ¿a que no sabéis quien regenta el prostíbulo? Sí piltrafillas, Ilsa, la camarada coronel. Ésta le reconoce en cuanto le ve y se lo lleva secuestrado a su mansión para –en sus palabras- finalizar el trabajo que comenzó veinticinco años atrás. Pero lo que no sabe nuestra amiga de las tetas grandes es que Nikolai es un agente de la Unión Soviética que la está buscando. En fin, que si en la primera cinta de la trilogía teníamos un cóctel de sexo, tortura e iconografía nazi y en la segunda nos encontramos con una infumable obra, mezcla de sexo y tortura que sólo se salvaba por los escenarios –un harén en el desierto es siempre más colorido que las celdas de un campo de trabajo- y por el detalle kitsch de las bombas humanas eroticofestivas, en esta tercera película debe remarcarse el intento de darle un giro a la saga sumándole al sexo y la tortura unas gotas de intriga política. Evidentemente, el resultado es de lo más casposo pero –aún así- simpático.
Lo siguiente que sabemos es que al campo llega un tal Nikolai, el hijo del general Krushev, enemigo político de Stalin, y no tardamos en asistir a uno de los pasatiempos preferidos de Ilsa, que consiste en arrojar a los presos conflictivos –ya sea vivos o muertos- a su tigresa. Pero, ya comenzáis a conocer a la rubia pseudoactriz de las tetas grandes y, si el sadismo es una de sus características, la pasión por el sexo es la otra. Así, nos enteramos de que, por las noches, la camarada coronel se beneficia a varios oficiales del gulag. Con ese preámbulo –y cuando tras casi media hora de cinta seguimos sin saber por donde va a ir la historia, a excepción de mostrarnos escenas de tortura y sexo- no podemo hacer otra cosa que pensar que nos encontramos quizás ante la peor de las historias de la saga.
Pero los acontecimientos se precipitan cuando la noticia de la muerte de Stalin llega al gulag. Ilsa y sus lugartenientes huyen después de asesinar a los prisioneros e incendiar el campo. Sin embargo, el joven Nikolai –a quien la sádica coronel no ha logrado doblegar, ni mental ni sexualmente- sobrevive al ataque de la tigresa comehombres. Es entonces cuando la historia da un salto y pasa de 1953 a 1977, concretamente en plenos juegos olímpicos de Montreal. Tras una final, un par de jugadores del equipo soviético de algún deporte indeterminado deciden pasar una noche de sexo antes de regresar a su país. Su entrenador decide acompañarles y es entonces cuando nos enteramos de que se trata de Nikolai.
Pero, amiguitos, ¿a que no sabéis quien regenta el prostíbulo? Sí piltrafillas, Ilsa, la camarada coronel. Ésta le reconoce en cuanto le ve y se lo lleva secuestrado a su mansión para –en sus palabras- finalizar el trabajo que comenzó veinticinco años atrás. Pero lo que no sabe nuestra amiga de las tetas grandes es que Nikolai es un agente de la Unión Soviética que la está buscando. En fin, que si en la primera cinta de la trilogía teníamos un cóctel de sexo, tortura e iconografía nazi y en la segunda nos encontramos con una infumable obra, mezcla de sexo y tortura que sólo se salvaba por los escenarios –un harén en el desierto es siempre más colorido que las celdas de un campo de trabajo- y por el detalle kitsch de las bombas humanas eroticofestivas, en esta tercera película debe remarcarse el intento de darle un giro a la saga sumándole al sexo y la tortura unas gotas de intriga política. Evidentemente, el resultado es de lo más casposo pero –aún así- simpático.
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