Piltrafillas, el otro día al ver esta imagen recordé lo poco que me gustaba en mis años de juventud ir de cámping. Os podéis imaginar lo que es para mí –con 1.85 metros de altura y un leve sobrepeso- meterme en una minúscula tienda de lona sin ventilación junto a una o más personas. La palabra es tortura amiguitos. Para mi, el campismo es sinónimo de recuerdos de noches de lluvia, de suelos pedregosos, angustia y humedad en los riñones, de sueño por la mañana, de duchas colectivas con sumideros atascados y reguladores de temperatura estropeados, de fango y suciedad, de alimañas, de falta de espacio, de comida de sobre, de agua embotellada y de vecinos de tienda molestos. Total, un verdadero trauma. Por suerte, alguien inventó para la gente como yo –los que quieren cierta comodidad hotelera, aunque no rehuyen el contacto con el aire puro o la libertad de horarios que da el poseer una cocina- lo que se da en llamar bungalow. Así pues amiguitos, salvo en contadas excepciones, desde que nació mi hija dejé de alojarme en hoteles y paso mis vacaciones en esos barracones para turistas con nombre exótico, los bungalous. Claro que si en mis tiempos de universitario mis compañeras de excursión –o las vecinas de tienda- me hubiesen dado los Buenos Días de esta guisa, quizás ahora no estaría tan traumatizado.
lunes, 13 de octubre de 2008
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