Veintidós
11 de Septiembre de 2001
Viktor Willis se encuentra en la cocina de su casa de dos plantas en las afueras de Colonia. Relajado y feliz, da los últimos retoques al plato que hoy ha preparado, manitas de cerdo, tirando sobre ellas una mezcla de pan y queso rallados antes de gratinarlas en el horno. La familia Willis apura ese martes de finales de verano sus últimos días de vacaciones. La mujer de Viktor, Valerie –que la semana que viene se reincorporará al trabajo-, se está duchando después de haberse pasado casi toda la mañana en el jardín. Ella y sus dos hijas, Amy y Kelly –ahora en el piso de arriba escuchando música- son las principales valedoras de sus dotes culinarias, una afición que le contagió un buen amigo polaco al que hace ya algún tiempo que no ha vuelto a ver. Tanto su esposa como las chicas están entusiasmadas con los diversos platos de la gastronomía española y árabe con los que Viktor las deleita a menudo.
Valerie Giordani-Willis, la hija de un soldado norteamericano de origen italiano destinado en la base de aviación de Wiesbaden que había enviudado prematuramente al fallecer su primer marido –también soldado- durante la Guerra del Golfo, se había trasladado con sus hijas pequeñas a los Estados Unidos. Cuando Viktor la conoció, trabajaba en Compex Systems, una empresa de informática con sede en Palo Alto –financiada por un fondo de capital de riesgo controlado por la CIA-, junto a la bahía de San Francisco en lo que se conoce como Silicon Valley. Estaba contratada como probadora de software, por lo que tenía a su disposición un laboratorio en la universidad de Stanford.
Willis se encontraba allí convaleciente tras someterse a una operación de cirugía estética en los pómulos y el mentón con el fin de alterar su fisonomía. Hacía un mes y medio que había cambiado de identidad y deseaba iniciar una nueva vida para la que, además de su trabajo habitual, necesitaba variar su aspecto externo con miras a disminuir las probabilidades de ser rápidamente identificado por cualquiera que le hubiese conocido como Jorge Chertó o, peor aún, como Richardus.
Durante el postoperatorio comía diariamente con el cirujano que le había intervenido, un amigo de toda confianza que le debía la vida de sus padres y un hermano menor a los que Richardus había logrado sacar de Beirut en los ahora aparentemente lejanos años 80. Fue este médico el que le presentó a Valerie, una joven viuda extraordinariamente atractiva con la que hacía años que compartía mesa a la hora de comer. El sentimiento que en pocos días floreció entre los dos solo podía llamarse de una manera: flechazo. Esta vez, cupido había dado en el blanco, acertando de pleno en dos corazones necesitados de amor. Ella fue la que, en primera instancia, se le insinuó. Y Viktor, quien después de tantísimos años también necesitaba una familia junto a la que rehacer su vida, no se hizo de rogar. Cuando Valerie le explicó que Compex quería abrir una delegación en Colonia, Willis le pidió que se trasladase a Alemania y se casase con él. Al principio le costó comentarle la idea. La diferencia de edad –ella contaba con cuarenta y un años mientras que él estaba a punto de cumplir los sesenta- parecía contravenir una unión de este tipo. Sin embargo, a Viktor le bastó con pensar en actores como Alain Delon, Jean-Paul Belmondo o Tony Curtiss, casados con mujeres mucho más jóvenes que él, con las que incluso habían acabado teniendo hijos, para darse cuenta de que en realidad la edad tampoco era un escollo tan importante. Además –estaba seguro de ello-, él se conservaba mucho mejor físicamente que aquellos actores a su edad.
Ahora la pareja vive feliz y enamorada, junto a las hijas adolescentes de ella, unas jóvenes que como todas las de su edad se pasan gran parte del día chateando con su amigas sobre chicos, que están encantadas con su padrastro al que intentan convencer de que las deje ponerse un piercing en el ombligo, una parte de su cuerpo que dejan siempre al aire a poco que el buen tiempo lo permite. Y como colofón a tanta alegría, Viktor aparca a la puerta de casa un ostentoso y flamante Hummer H1 de color gris marengo. En el barrio han explicado que se trata de un regalo de los antiguos compañeros del ejército del primer marido de Valerie. Pero lo cierto es que, con el sueldo de ella y el sustancioso aporte económico que Viktor recibe cada mes en concepto de pensión como ex directivo de Westinghouse –la misma paga que desde hace años se sigue cargando a una de las partidas secretas de fondos reservados del Pentágono y que cada treinta días autoriza un funcionario porque, sencillamente, es algo que se lleva haciendo desde siempre- se lo pueden permitir. El día que se lo compró y lo aparcó ante su hogar para, acto seguido, hacer salir a su sorprendida familia, bromeó con que si Arnold Schwarzenegger podía tener uno, ¿qué les impedía a ellos hacer lo mismo?
Cuando Viktor pone la fuente de las manitas en el horno, Valerie sale del baño enfundada en un albornoz de color fucsia, con el cabello cubierto por una toalla beige a modo de turbante.
- ¿Ya estás? –le pregunta.
- Sí, ¿quieres que ponga la mesa?- Valerie le da un beso.
- No. Dile a las niñas que bajen ya y la pongan ellas. Tú descansa, que has trabajado mucho ahí fuera –le dice, mientras le coge de la mano con cariño y la saca fuera de la cocina.
- Bueno, no tanto –replica ella-. Ya sabes que me encanta el jardín. Lo cierto es que en lugar de cansarme me relaja.
- Es igual. De todas maneras siéntate y pon la televisión. Acabo de poner las manitas a gratinar y en poco tiempo comeremos.
Al poco, Kelly se presentó en la cocina.
- ¿Por qué comemos tan tarde?
- ¿Es que tienes prisa? –le preguntó Viktor socarronamente.
- No, lo que tengo es hambre –respondió ella, sacándole la lengua antes de salir corriendo de la cocina con Viktor persiguiéndola con la espumadera en la mano, cojeando y con la espalda arqueada.
- No huyas, adolescente rebelde y descarada.
Amy bajó las escaleras y apareció en el salón a punto de asistir a la insólita escena.
- Pero, ¿tú ves eso mamá?
Sin embargo, ni su madre ni Viktor –que se había erguido de repente-, ni su hermana –que había dejado de reír y tenía los ojos clavados en la pantalla, oyeron la pregunta.
- Sube el volumen por favor –ordenó más que pidió Viktor.
En la pantalla de plasma del LG del comedor se veía la imagen humeante de una de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Un Boeing 767 de la compañía United Airlines, con 58 pasajeros a bordo, se acababa de estrellar contra el piso 80 de la torre norte.
- ¡Oh Dios! –exclamó Amy.
Los cuatro permanecieron en silencio ante el televisor, atentos a las explicaciones del reportero de la ZDF. No estaba claro en un principio si se trataba de un accidente o de un ataque deliberado, pero de lo que no cabía duda era que mucha gente había muerto –y habría de morir- a causa del impacto. Lo que ni los comentaristas ni nadie en casa de los Willis imaginaba es que tal supuesto sucedería tan rápido. Cuando un segundo reactor, esta vez de American Airlines, se estrelló con 92 personas en su interior contra la torre sur, Valerie comenzó a sollozar.
- Dios mío, Díos mío...
Viktor, que se había sentado junto a ella, la rodeó con sus brazos. No estaba seguro, pero algo no cuadraba. Lo que tenía claro era que aquellos impactos eran deliberados. El World Trade Center había recibido un ataque con aviones, pero ¿quien los pilotaba?. Y lo que aún era más extraño, ¿como demonios habían conseguido desviarse de su ruta correcta sin que el NORAD –el centro de defensa aerospacial de los Estados Unidos- lo hubiese detectado y neutralizado? Porque, el primer avión podía haber tomado por sorpresa un rumbo alternativo al habitual sin dar tiempo a las autoridades a reaccionar, pero habían pasado más de quince minutos entre el primer choque y el segundo.
- Viktor –Amy se dirigió a su padrastro con lágrimas en los ojos y la voz trémula-, ¿ese olor?
- ¡Mierda! –exclamó él, levantándose y echando a correr hacia la cocina-, las manitas de cerdo.
Desde el comedor se le oyó proferir improperios.
- Déjalo cariño –le dijo Valerie sin despegar los ojos de la pantalla-, ya prepararé luego unos bocadillos. Ven a ver esto.
Por descontado, aquella tarde de terror e incertidumbre, los Willis no comieron nada. Apenas una hora después de que el primer avión se estrellase, otro aparato de American Airlines caía sobre el Pentágono, algo que ya no le dejó a Viktor duda alguna. Fuesen quienes fuesen los instigadores de aquellos atentados, existían demasiadas lagunas en su desarrollo. Era imposible que un avión llegase hasta un ala del Pentágono sin que las baterías antimisiles que rodean el complejo o los cazas de la cercana base de Andrews no hiciesen nada por evitarlo. El Gobierno iba a tener que dar muchas explicaciones.
Cuando, pocos minutos más tarde, las dos torres gemelas colapsaron y se desplomaron sobre si mismas provocando la muerte de miles de personas inocentes, la tristeza, la desolación y el caos embargaron a la población de Nueva York, al resto de los Estados Unidos y a buena parte del mundo.
Meses después, dejando aun lado el resto de los detalles relacionados con los atentados, las preguntas sin respuesta, las teorías de la conspiración y las ingentes cantidades de minutos dedicados al suceso en periódicos y noticiarios, un único dato en el que no había reparado –la inocente información por parte de una reportera sobre la destrucción en el World Trade Center de las oficinas centrales de la empresa Deloitte- le dio a Viktor la clave que tenía que permitirle comenzar a dar forma en su cerebro a un astuto plan que, de funcionar y conseguir el fruto deseado, debía hacer desaparecer definitivamente a Richardus de la faz de la Tierra.
1 comentario:
Por descontado, aquella tarde de terror e incertidumbre, los Willis no comieron nada.
. Hay momentos que la comida deja de ser sustento...
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