martes, 24 de mayo de 2011

Richardus VEINTIUNO

Veintiuno


Enero de 1999

Desde que Oçalan abandonó su refugio sirio, los diferentes servicios de espionaje iniciaron una carrera contra reloj encaminada a averiguar su nuevo paradero, pugnando unos y otros por avanzarse a sus colegas y dar los primeros el líder kurdo. La localización de Apo se convirtió de la noche al día en moneda de cambio entre el cúmulo de agencias –gubernamentales o no- que pululan por Oriente próximo. Y el MIT, por descontado, era quien mostraba un mayor afán en conseguir esa información. En pocos meses, no había enlace de la CIA, Mossad o MI5 que no hubiese sido sondeado sin tapujos por algún representante de los servicios de inteligencia turcos.
Sin embargo, Oçalan se había desvanecido. Como el mítico Houdini, una vez más había logrado escapar convirtiéndose en el hombre invisible más buscado del Mediterráneo. Mientras, el MIT no conseguía avanzar en sus investigaciones. Sus pesquisas estaban resultando desalentadoramente infructuosas. Además, la duda era la siguiente, ¿qué pasaría cuando Oçalan fuese finalmente localizado por alguien?. Era del dominio público que, aún siendo un objetivo de todas las agencias, dar con él era topar con una patata caliente. Al parecer, la voluntad general era, caso de localizar al fugitivo, la de ceder esa información al MIT, pero sin que ello trascendiese a la opinión pública. Eso requería tacto y una discreción extrema a la que el MIT, por desgracia, no estaba acostumbrado. Y aunque cada una de las agencias de seguridad de medio mundo querían ser las primeras en descubrir el escondite de Oçalan por un simple afán de notoriedad y prestigio, lo cierto es que ningún Estado quería ser oficialmente relacionado con la más que probable muerte del dirigente del PKK en el instante en que éste, o las claves para su detención, fuesen entregados a Turquía. Por ello se hacía necesario un puente, una especie de tabique aislante que evitase que la porquería salpicase a los honorables y ecuánimes gobiernos occidentales. Así, Richardus y su equipo fueron la elección meditada de uno de los servicios secretos implicados en la trama, con la complicidad de otros tantos, diversas secretarías gubernamentales y corporaciones empresariales, para ejercer de pantalla protectora, una pantalla que se desplegó con celeridad la misma noche en la que la mafia rusa informó al Mossad de que, un par de semanas antes, las autoridades bielorrusas habían autorizado el despegue de un avión sin identificar rumbo a Rotterdam.

La misma fuente había podido comprobar que las autoridades holandesas habían desautorizado el aterrizaje del aparato por lo que éste, con sus ocupantes a bordo, acabó dirigiéndose a Corfú, en donde pudo repostar y volver a despegar, esta vez con destino incierto. No obstante, aquello era una pista. La maquinaria se había puesto en marcha. Tras esta importante revelación, el Mossad movilizó a sus agentes en el norte de África. Fue coser y cantar. En pocos días averiguaron que Oçalan había acabado en Kenia, un hervidero de agentes secretos desde que se produjese el cruento atentado contra la embajada norteamericana en Nairobi. Según se supo con posteridad, el mismísimo embajador griego Kosturias había conducido al kurdo –que viajaba bajo la identidad de un periodista chipriota llamado Lazarus Mavros- hasta su residencia en la capital.
Durante varias jornadas, el FBI, otra de las agencias que participó oficiosamente en el affaire aunque en el futuro negaría siempre ese particular, se ocupó de grabar minuciosamente las conversaciones que el imprudente y en exceso confiado Oçalan mantuvo desde su teléfono móvil, y de fotografiar los continuos paseos que el terrorista realizó por los jardines de la embajada. Identificado inequívocamente el objetivo, los acontecimientos se precipitaron, Richardus entró en escena y se inició la fase resolutoria de la Operación Safari.

En Ankara, mientras tanto, el jefe del gobierno turco sostenía una entrevista con el viceprimer ministro iraquí Tarek Aziz, cuando un funcionario tuvo la osadía de interrumpir la reunión y acercarse hasta Ecevit con pasos nerviosos para hacerle llegar una pequeña nota manuscrita. El mandatario, después de leerla, se excusó y abandonó la sala notablemente excitado y dejando con un palmo de narices al iraquí, que montó en cólera. El papel, con membrete del MIT, contenía una escueta anotación: Embajada griega, Nairobi.



Cuando Ecevit, ya en su despacho privado, telefoneó al jefe del servicio secreto para preguntarle si estaba completamente seguro de ello, la respuesta no pudo ser más satisfactoria. El propio Mossad, que hacía años que mantenía en vigor un tratado de mutua cooperación con el MIT, había confirmado la información. Hasta los americanos habían avalado la certeza de los datos aportados. La reacción fue inmediata y, mientras se desarrollaba una operación encubierta en la que diversas naciones estaban involucradas vergonzosa y secretamente, Turquía elevó con carácter de urgencia una queja formal contra el gobierno socialista de Kostas Simitis, acusando oficialmente a Grecia de dar cobijo a terroristas. Los dos países, históricamente enemistados a causa de la lucha por el control del Egeo y de las reivindicaciones territoriales en Chipre, reabrieron de esa manera un nuevo periodo de hostilidades.

Los grupos de presión internacionales se aliaron con el gobierno de Ecevit y el mismísimo Karl Schloegl, ministro del Interior austriaco, acusó a los griegos de jugar a los espías a espaldas de las Naciones Unidas. El ejecutivo turco, oficialmente a la espera de que sus vecinos moviesen ficha, contactó con un poco recomendable comerciante y empresario llamado Cavit Caglar, quien –a saber a cambio de qué- cedió su avión, un rápido y fiable Falcon 900, a un grupo de hombres que supuestamente era empleados de una empresa de seguridad.

El viernes 12 de Febrero, el aparato tomó tierra en el aeropuerto Yoho Kenyata. A bordo se encontraban el piloto, un médico y cuatro soldados de élite del cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Al mando del grupo, un séptimo hombre conocido como Richardus, agente mercenario relacionado con el Mossad, pero empleado por diferentes servicios de inteligencia y solo Dios sabe qué otros intereses ocultos. Un freelance, un perfecto chivo expiatorio para el caso en que la operación se fuese al garete o, por contrario, fuese un éxito y alguna organización metomentodo como Amnistía Internacional se dedicase a lanzar acusaciones a diestro y siniestro.

Esa misma noche, dos funcionarios de la embajada griega sacaron a Oçalan el edificio y le introdujeron en un coche haciéndole creer que su estancia allí no era segura y debían trasladarle a un nuevo destino. Al poco de haber iniciado la marcha, el vehículo en que iba Oçalan aceleró y logró despistar al todoterreno que les escoltaba. Cuarenta minutos después, el Falcon 900 abandonaba Nairobi con un nuevo pasajero a bordo, un Abdullah Oçalan drogado y amordazado, con rumbo a una zona militar próxima a la isla de Imrali, hasta donde el detenido habría de ser llevado en un buque de la armada turca mientras en Nairobi Kostorias tendría que hacer frente a aquellos que le acusaban de haber sucumbido a las presiones de la Secretaría de Estado norteamericana y haberse desembarazado de Oçalan entregándoselo a los turcos. El follón internacional que se montó a partir de ese momento no afectó en modo alguno al particular epílogo de la operación que había diseñado Richardus. Dos días después, en algún lugar de Estambul, Jorge Chertó desapareció para siempre y Viktor Willis, que nada tenía que ver con el oscuro y enrevesado mundo de las intrigas políticas, inició una nueva vida.

1 comentario:

Lai dijo...

Esa misma noche, dos funcionarios de la embajada griega sacaron a Oçalan el edificio y le introdujeron en un coche...
Estaba cantado... que diría un castizo...