jueves, 12 de mayo de 2011

Richardus DIECISIETE


Diecisiete


Noviembre de 2004

Después de la desaparición de Richardus, finalizada su última misión, Ben Hadad había dejado pasar un tiempo antes de ponerse manos a la obra para satisfacer el último deseo de su amigo. Luego, una vez localizado el paradero de Yago Chertó, quien ahora se hacía llamar Jaume Bas, era escritor y había emigrado a Alemania desde su Barcelona natal, Ben Hadad había ideado el envío escalonado de unas estampas japonesas como ejercicio de mera distracción y toma de contacto que debían permitirle, por una parte, despertar la curiosidad de Yago por su padre y, por otra, proporcionarle el tiempo necesario para urdir un plan que hiciese llegar hasta el escritor una historia ficticia sobre Jorge Chertó. Cuando la clausura temporal por reformas que tenía que afectar a Dag Shang Kagyu, un monasterio budista de la provincia española de Huesca, se avanzó en relación a la inicial fecha prevista por la Dirección de obras, Ben Hadad tuvo que interrumpir súbitamente el envío de estampas y movilizar rápidamente a Hsang Tseh, un katsa de origen nepalí que hacía cinco años que vivía en España trabajando para el Mossad informando sobre las actividades del Opus Dei, que conocía el idioma y la zona a la perfección. Con las instalaciones del templo cerradas al público, Hsang Tseh y un par de colaboradores, se desplazaron al monasterio de Panillo para comenzar u mascarada antes de que se ejecutase el inicio de las obras de remodelación.

Sin embargo, realizado el contacto y finalizada la actuación de su katsa en el rol de Wang, habiendo recibido de su parte un completo informe en el que se aseguraba que Yago Chertó, ahora Jaume Bas, estaba convencido de que su padre había fallecido, Ben Hadad, a quien sus propios hijos no dirigían la palabra desde hacía años, se arrepintió y decidió de pronto que no podía permitir que el hijo de Jorge viviese con una idea tan distorsionada de lo que había sido la vida de su progenitor. No era justo, ni para el hijo que buscaba respuestas desde la infancia ni para el padre que durante toda su existencia se había sentido tan culpable por lo que había hecho. Por supuesto, tampoco era cuestión de contarle toda la verdad. Pero ahora, la historia aquella de esquizofrenia y asesinatos que meses atrás le pareciese tan ocurrente, había acabado por asquearle. Además, no estaba demasiado orgulloso del guión que le había preparado a Hsang Tseh, el falso Wang, ya que en realidad no había salido del todo de su imaginación. En otros tiempos no hubiera tenido ningún problema para hilvanar una historia verosímil, truculenta y sin fisuras pero, a su edad, le había sido mucho más fácil basarse en una historia real, una historia que –equivocado por completo gracias a esas casualidades que se dan en la vida- esperaba que, de todas formas, Yago Chertó desconociese.

El desencuentro entre Yago y lo que creía que era un retrato fiel de su padre era como un reflejo de su propia experiencia, aunque con orígenes diferentes. Con sus vástagos hacía ya años que había decidido tirar la toalla. Ben Hadad se sentía del todo incapaz de recuperar aquella relación de familia que se había extinguido para siempre por culpa de un suceso triste y desgraciado que había tenido lugar mucho tiempo atrás, demasiado. Megan Potter, la que había sido su esposa, había sido madre antes de conocerle a él. Fruto de una irreflexiva relación adolescente, y atrapada en una espiral de alcohol y drogas, la joven había dado a luz en un par de ocasiones a dos bebes en total, niño y niña, hijos de un actor de comedias de tercera fila. Cuando estos contaban con uno y dos años respectivamente, un juez le denegó la tutela aduciendo sus serios problemas con las sustancias estupefacientes. Megan, de esa manera, se vio obligada a aceptar impotente que el padre de las criaturas se llevase a los pequeños fuera del país. Nunca más sabría de ellos.
No obstante, y contra todo pronóstico, la chica logró salir del pozo en el que se encontraba gracias a una severa cura de desintoxicación sufragada por la parroquia de su barrio y acabó por trasladarse a Bournemouth, en la costa del Canal, desde su Birmingham natal. Allí, con el organismo completamente limpio de drogas, conocería un par de años más tarde a un joven y apuesto Benjamin Waxman. La pareja contrajo matrimonio rápidamente y se trasladó a Palestina junto a la hermana y los padres de él, en donde oficialmente se convirtieron en simples kibutznik, aunque Benjamin continuó trabajando –ocultándoselo a Megan- para diversas organizaciones sionistas. Pasado el tiempo, cuando Benjamin ya se hacía llamar Ben Hadad y había recuperado su apellido original, fue trasladado a Tel-Aviv como funcionario del Ministerio del Interior. La pareja ya tenía dos hijos y Megan, irreflexivamente, había cometido uno de los mayores errores de su vida, un error que acabaría por destruirla a ella y a su familia. Le había puesto a sus hijos los mismos nombres que aquellos a los que había perdido para siempre en su etapa de adolescente drogadicta. Al principio nada parecía presagiar la desgracia que se cernía sobre el matrimonio pero, cuando Sarah y Paul contaban con quince y dieciséis años respectivamente, se enteraron por casualidad del hecho. Los chicos estaban en una edad difícil, plena adolescencia, y atravesaban una etapa aderezada con grandes dosis de rebeldía y rechazo a la autoridad. En realidad, lo ocurrido podía ser perfectamente comprensible, pero los chicos no pusieron el más mínimo empeño en comprender las razones que habían llevado a su madre a hacer algo así. Ni siquiera le dieron la oportunidad de explicarse. Simplemente se limitaron a darle a su padre un ultimátum. O se iba ella de casa o se marchaban ellos. Ben Hadad, creyendo que la reacción de sus hijos era del todo desproporcionada –él lo había sabido siempre y, aunque al principio no le había hecho demasiada gracia, había decidido respetar la decisión de su mujer y no darle más importancia que la que tenía- y sin tener ninguna intención de separarse de Megan, dio por concluida la crisis propinando sendos soberbios bofetones a Paul y Sarah, algo que no hizo más que empeorar las cosas.
Los chicos, siendo menores de edad, no tenían libertad para emanciparse. Y como, evidentemente, no estaban dispuestos a marcharse a vivir con su abuela, lejos de las comodidades a las que estaban acostumbrados, permanecerán en el hogar paterno, eso sí, renegando y aborreciendo a su madre a la que dejan de hablar.

La situación es infernal y, así las cosas, es Megan la que finalmente toma una decisión. De ninguna manera está dispuesta a que Ben pierda a sus hijos. Ella sabía muy bien lo que eso significaba, lo había sufrido en su carne en dos ocasiones y no lo deseaba en absoluto para su amado Ben Hadad. De esta manera, cual peón que se sacrifica para proteger a la torre, una noche de sábado en la que Paul y su hermana habían ido a pasar el fin de semana en la granja de sus primos, en Galilea, y Ben Hadad trabajaba en su despacho en las oficinas centrales del Shin-Bet, la atormentada mujer decidió poner fin a su vida.



Sobre la almohada de su marido dejó cuidadosamente una sencilla nota manuscrita.
“Amado Ben, ¿por qué se empeña la gente en repetir que el pasado, pasado es? Tal afirmación es gratuita y una soberana mentira que afirman quienes, sin duda, carecen de él. Porque el pasado, mi querido Ben Hadad Waitzmann, siempre regresa. Sabes que te amo, te quiero con locura, y una parte de mi abomina de lo que te voy a hacer, del dolor que a buen seguro voy a causarte. Pero también estoy convencida de que, en el fondo, es lo mejor. A los niños diles lo que quieras sobre esto. Tienen esa edad en la que cualesquiera que sean tus palabras, por conciliadoras o sinceras que las hagas parecer, no les conmoverán lo más mínimo. Yo ya les he perdonado y, por nuestro amor, te ruego que lo hagas tú también. No te alejes de ellos, no permitas que lo que estoy a punto de hacer no sirva para nada. Gracias por todos estos años. Mi vida ha sido realmente feliz a tu lado Benny. Megan”
Luego sacó del altillo del armario de su habitación el vestido de novia que había lucido el día de su boda con Ben y se lo puso. Más tarde, encendió velas aromáticas que fue repartiendo por toda la casa, en especial en el dormitorio, y se tomó sesenta y siete píldoras de Seconal acompañadas por ginebra. Esperaba ser hallada cubierta por un halo de marmórea belleza, toda de blanco, rodeada por los olorosos y aún humeantes restos de las velas. Sin embargo, el terrible cóctel de alcohol y pastillas le sentó particularmente mal y arruinó la puesta en escena a lo Sara Bernhardt que había dispuesto para su partida. Megan no consiguió dormirse con rapidez y unos veinte minutos después de haber tragado la última píldora, las nauseas la obligaron a levantarse de la cama para ir a vomitar con urgencia. Pero al entrar en el cuarto de baño, ebria y con la consciencia bastante mermada, dio un traspiés y se golpeó en la cabeza contra el borde de la taza del retrete, abriéndose una brecha junto a la sien izquierda. A Megan la encontró la asistenta el domingo por la mañana, sobre un charco de sangre y vómito seco, con su precioso vestido de novia hecho una verdadera pena.

La muerte de su esposa sumió a Ben Hadad en una gran tristeza. Y no solo por la ausencia del que había sido su único y gran amor, sino porque, además, aquel gesto de autoinmolación no había servido para nada. Paul y Sarah dejaron de comunicarse también con él y lo primero que cada uno de ellos hizo al alcanzar la mayoría de edad fue abandonar el domicilio paterno. Desde el día en que cerraron la puerta tras de sí no les ha vuelto a ver.

Hoy, transcurrido el tiempo pero con las cicatrices aun sin curtir del todo, Ben Hadad no quería que Yago despreciase a su padre tal y como, estaba seguro, hacían con él sus propios hijos. Así pues, se le ocurrió añadir un nuevo elemento a su particular juego de pistas y engaños. Esta vez, aunque sin desvelar del todo la realidad que Richardus pretendía mantener oculta, estaba dispuesto a entreabrir una pequeña brecha por la que brotase una diminuta porción de verdad. Ben Hadad no sabía que Jaume ya había descubierto, por puro azar, que aquel cuento del agente comercial con problemas mentales no era más que una burda y enorme falacia, al menos en lo concerniente a su padre.

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