viernes, 15 de abril de 2011

Richardus DOCE (II)

Cuando al mes siguiente mi madre abre la puerta, su cara se ilumina. La pobre se apresura a abrazarme sin poder contener su alegría.
- Yago, hijo mío –solo ella me llama así-, ¡qué alegría más grande!. Pero, ¿qué haces aquí?
No quiero explicarle nada, al menos de momento, sobre las postales y todo eso, así que le miento.
- He venido a hablar con un editor –le digo mientras entramos en casa-. Parece que van a publicar en España mi primera novela.
- Ya era hora –me dice, todavía emocionada por mi inesperada visita-. Mi hijo ha escrito un libro y yo no he podido leerlo aún. Pero siéntate hombre, ¿cuantos días te vas a quedar?
- Pues, en realidad solo esta noche.
La decepción que advierto en su rostro me hiere.
- La editorial –le explico- está en Madrid, y mañana por la tarde tengo concertada una entrevista. He aprovechado que venía a España par pasar antes por aquí y verte, pero ya tengo incluso los billetes de regreso.
Mi madre calla y asiente resignada.
- A ver cuando te animas y me traes a Angus a pasar unos días. Me he enterado de que hay varias compañías de vuelos baratos que enlazan Colonia o Düsseldorf con Barcelona.
- Este invierno próximo –le aseguro-. Nos llamamos unos días antes y lo preparamos todo. Oye, ¿no te importa si ahora me ducho? No sé si ha sido el cambio de temperatura, pero me he pasado todo el trayecto desde el aeropuerto sudando a mares. Además, el aire acondicionado en el vagón de Metro en el que he venido no funcionaba o no lo habían conectado.
- Es la humedad, que aumenta la sensación de bochorno. Y por supuesto que te puedes duchar, no me tienes que pedir permiso hijo. Así aprovecharé para salir a comprar un momento.
- ¿Quieres que te acompañe?
- No, no, tú dúchate y descansa un poco.
Mi madre se viste para salir a la calle mientras yo me desnudo. Cuando regresa me saluda desde el recibidor y se mete directamente en la cocina. Yo continúo mirando la televisión en el comedor hasta que, oyéndola trajinar, siento curiosidad y voy a ver qué está haciendo. Me levanto justo cuando me hace reír la noticia de los mayoristas de lencería de Torremolinos, que estos días regalan a los transeúntes tangas y slips, al grito de “hagas lo que hagas, ponte bragas” para promocionar la ropa interior confeccionada en la región.
- ¿Qué estás preparando?
- Sal de aquí –me dice, intentando esconder la comida-. No me dejas ni darte una sorpresa.
- ¿Qué es eso?
- Arenques en salazón, ¿aún te gustan?
Y tanto que me gustan, sobretodo de la manera en que me los preparaba mi madre y que hace siglos que no como.
- Sí señora –le contesto-. Pero déjame ayudarte. Te los vi preparar tantas veces que creo que sabré hacerlo.
Ella asiente y yo cojo un par de arenques y les limpio las escamas con la parte roma de un cuchillo. Luego corto sus cabezas y separo cada uno en dos filetes, desechando la espina central y la cola antes de sumergir el pescado en un poco de leche y dejarlo en maceración durante una hora o así, para que pierda parte de su sequedad y fortaleza de gusto. Mientras tanto, mi madre prepara una ensalada con cebolla picada muy fina, sucedáneo de caviar, tomate cortado a daditos muy pequeños, y unas cuantas hierbas de canónigo, que servirá de acompañamiento a los arenques.

Un par de horas después cenamos y nos bebemos entre los dos una botella de Bach Thalassa, su vino de aguja favorito, sin dejar de hablar de Angus, Hanna y lo sola que se siente desde que me marché de Barcelona. A mi me entristece esto último pero no puedo hacer nada al respecto, es algo a lo que tiene que acostumbrarse. La vida que he elegido está en Colonia, junto a mi mujer e hijo. Intento, pues, que la conversación tome otros derroteros y a las doce de la noche nos vamos a dormir. Se nos ha pasado el tiempo casi sin darnos cuenta.

Por la mañana, temprano, cojo el Metro de nuevo y me dirijo al aeropuerto en donde, sin embargo, no cogeré avión alguno. Alquilo un Seat León con el que no tardo en enfilar la A2. Media hora más tarde ya circulo por la N-II en dirección a Igualada y, de ahí, a Tárrega, en donde me detengo en un bar para mear y tomarme un café con leche y una ensaimada. En apenas diez minutos vuelvo a coger la carretera para, dos horas después de haber iniciado mi viaje en el aeropuerto de El Prat, desviarme por la N-230 hasta cruzar Alfarrás y enfilar hacia Graus. Atravieso el pueblo y, en escasos minutos, me planto en Panillo. Le pregunto a un lugareño por el camino hacia el monasterio. El hombre me indica tan bien que no tardo en llegar a una explanada en la que se ha acondicionado un aparcamiento, ahora vacía, que tiene en la entrada un letrero, un cartel de cuidada caligrafía que me indica que, por fin, he llegado a mi destino. Dag Shang Kagyu, monasterio budista de Panillo.

Antes de abandonar Colonia me puse en contacto con el establecimiento con el fin de darme a conocer y anunciar mi intención de visitar la comunidad. Tal y como Wang, el interlocutor con el que hablé, me había descrito someramente en el transcurso de nuestra breve conversación telefónica, lo primero que advierto desde la entrada al recinto es la preciosa estupa que asoma entre las copas de los árboles, profusamente ornamentada –como más tarde tuve ocasión de apreciar- con treinta y cinco imágenes de Buda. Algo separado del monumento religioso, está el templo propiamente dicho, pintado con vivos colores, hacia el que dirijo mis pasos. Puedo divisar también el pequeño edificio anexo, que hace las veces de casa de huéspedes, lugar en el que Wang me indicó que, de ser ese mi deseo, podría permanecer alojado el tiempo que creyese necesario.


 
Cuando casi he llegado al umbral del templo, una figura de acusados rasgos orientales aparece en el dintel. Se trata –imagino- de Wang, que me estaba esperando. Aunque el monasterio pertenece a la rama budista de los bonetes amarillos, que tiene sus raíces en la India, me contó que él es oriundo de Lhasa. Tal como supuse al oír su voz por teléfono, el monje no para de sonreír ni un momento.
- Bienvenido seas, Jaume –me dice enseñándome una hilera de pequeños y desiguales dientes blancos.
- Gracias. ¿Tú debes ser Wang, no?
Es una chorrada, lo sé, ¿quien va a ser si no?, pero es lo único que se me ocurre decirle. Él, por su parte, percibiendo sin duda mi nerviosismo y el agarrotamiento de mis extremidades, asiente y me invita a acompañarle al interior con un ligero movimiento del brazo. Yo me limito a descalzarme y seguirle. Creo que dejarme llevar es lo mejor que puedo hacer en estos momentos.

- No veo a nadie más –le comento, en parte para romper de nuevo el hielo y corregir la pobre presentación de antes-, ¿estás solo?
- Oh no –me responde mientras caminamos por un pasillo angosto iluminado por la luz que se filtra desde el techo por unas pequeñas celosías con forma de estrella-, tengo conmigo a dos ayudantes. No les has visto porque ahora deben estar en la parte de atrás, cuidando del huerto.
- Pero entonces, ¿sois únicamente tres los que vivís en el monasterio?
- No, en realidad no –contesta, dándome paso a lo que tiene toda la pinta de ser su despacho-. Por el monte podrás encontrar varias cabañas para novicios. Como parte de su iniciación, los aspirantes deben permanecer aislados en esas moradas por espacio de tres años. Además, algunos fieles, durante sus vacaciones, están construyéndose hogares por el recinto. Pero tienes razón, esta semana no espero a nadie excepto a ti.

Entramos en el reducido cubil y me limito a sonreír como Wang, incapaz de entender como puede existir este templo en plena sierra aragonesa, pero divertido ante la coincidencia de que se encuentre a relativamente pocos kilómetros de Torreciudad, el centro espiritual del Opus Dei.
Lo que, tal como imaginaba, es el despacho de Wang consta de una sencilla mesa de escritorio, de Ikea por cierto, llena de cajones y sobre la que descansa un sencillo y ya obsoleto Toshiba portátil. Tras ella, Wang se ha sentado en una silla con ruedas y respaldo alto y reclinable que no cuadra con el estilo del resto de la estancia y que, imagino, ha sido donada por alguna entidad o simpatizante agradecido. El mobiliario restante se limita a unas estanterías modulares y un sofá cama cubierto por una funda de tela estampada con motivos florales.
- Ponte cómodo –me dice sin abandonar su sonrisa y emanando un raro sosiego que, lejos de tranquilizarme, me perturba.
Yo le hago caso y me siento en el sofá mientras intento disimular mi impaciencia echando una nueva mirada al resto de la habitación. Detrás de él, junto a la ventana, cuelga el póster del jugador de fútbol brasileño Ronaldo, vistiendo la equipación del F.C. Barcelona. Encima de uno de los estantes del mueble que hace la función de librería veo un antiguo radiocasette Sony junto al que se apilan varias cintas de música pasadas de moda de Ray Coniff, Richard Clayderman o Neil Diamond entre otras.
- Bueno –exclama finalmente el monje-, querrás que comience cuanto antes, ¿no es así?
- Sí –le contesto, ávido de saber-, por descontado. Explícame todo lo que sepas de mi padre, por favor.

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