jueves, 28 de abril de 2011

Richardus CATORCE (I)

Catorce


Junio de 2004

Wang se arrellana en su silla y junta sus manos como si se dispusiera a orar, antes de dedicarme otra de esas sonrisas que ya empiezan a exasperarme y dar comienzo a su relato.
- Tu padre os abandonó con gran pesar para su corazón. Y lo hizo porque llegó un momento en el que ya no podía continuar viviendo una mentira, incapaz de contarle a tu madre la clase de infierno en la que se estaba convirtiendo su existencia, un infierno al que no quería arrastraros junto a él. Tu padre, amigo mío, debido a su trabajo como director de ventas de una empresa norteamericana y a causa de sus continuos desplazamientos a los que tal ocupación le obligaba, que iban parejos a los consecuentes y más o menos prolongadas ausencias del domicilio familiar, se vio conducido a adquirir el hábito de salir por las noches muy a menudo, frecuentando distintos pubs y nightclubs junto a clientes a los que era necesario agasajar en vistas a cerrar provechosos acuerdos comerciales. Las juergas en las que se acostumbró a participar, cada vez más numerosas, finalizaban casi siempre con tu padre exhausto y derrengado por culpa del alcohol –incluso de cocaína en los últimos tiempos-, en el interior de su coche o sobre el catre de algún cuartucho infecto en pensiones de mala muerte.

Así las cosas, después de irse de casa comunicándole a tu madre que no deseaba regresar, le comunicó que le seguiría ingresando la totalidad de su salario en una cuenta a vuestro nombre, y que él subsistiría gracias a las suculentas comisiones que percibía en cada trato beneficioso para la empresa que lograba cerrar. Sin embargo, el sueldo que a partir de ese instante comenzó a percibir tu madre, quien pensaba que le llegaba íntegro, no era más que la mitad de éste. En realidad, desde que os dejó, tu padre llegó a dilapidar en los dos primeros años unos cinco millones de las antiguas pesetas. Y de esa forma, casi sin blanca, con el hígado destrozado por los cubalibres y los gintonics, y con el cerebro debilitado por la droga, con un fortísimo sentimiento de culpa corroyéndole el alma, llegamos a aquella mañana en la que entró en una cafetería a la que ya había ido en otras ocasiones y que se encontraba junto al portal de la que por aquel entonces era su pensión, en una travesía de la calle Princesa, en Barcelona, y se pidió un Donut y un carajillo. Necesitaba recapacitar y darle vueltas a una idea enfermiza que le rondaba desde hacía algún tiempo.

Cuando poco después salió a la calle, mal afeitado, con el pelo grasiento y la ropa sin planchar, se llevó la mano al bolsillo de la gabardina y palpó el cañón frío de la Browning de fabricación belga que escondía. Tu padre, Jaume, había tocado fondo.
- Perdona –lamentándolo mucho, le interrumpo-. Tengo la garganta seca, ¿puedes darme un poco de agua?
- No faltaría más –me contesta, por supuesto, sonriendo.
El monje rebusca entre una serie de pequeños objetos que hay en un cesto a sus pies y extrae de él una pequeña campanita como las que usan los monaguillos católicos para anunciar la elevación del cuerpo de Cristo durante la misa, antes de la comunión.
- Enseguida te hago traer algo –me asegura, comenzando a agitar la campana.
Cuando estoy a punto de hacerle notar que él mismo me había dicho que no había nadie más en la casa, a excepción de los ayudantes que estaban en el huerto, oigo los pasos de alguien que se acerca por el pasillo.
No tarda en aparecer en la puerta de la habitación un chico joven, de cuerpo atlético y con la cabeza rapada, envuelto en una túnica carmesí parecida a un sari –algo manchada de tierra, seguramente en la que crecen las alubias o los pimientos del monasterio- al que Wang se dirige en un idioma que no acierto a identificar. Por lo que parece, el trabajo en el huerto ha finalizado por hoy.
Cuando el joven se marcha, Wang me pregunta si me encuentro cómodo.
- Sí, sí, solo es que noto una gran sequedad en la garganta. Además –añado-, tengo mucho calor. ¿Te importa abrir un poco la ventana?
- En absoluto. Son los nervios –me dice-. Inconscientemente te angustia conocer ciertos aspectos de la vida de tu padre, aunque estás excitado por la posibilidad de averiguar al fin algo que me aventuro a decir que te has estado preguntando toda la vida, ¿me equivoco?. Así que no te preocupes, lo que te ocurre es de lo más normal.
Antes de que le conteste, el joven ayudante o lo que sea en realidad aparece de nuevo. Esta vez trae consigo una bandeja con un solo vaso y una jarra llena de algo que parece limonada. Me sirvo y trago una buena cantidad de lo que, ciertamente, es limonada.
- Prosigue, te lo ruego –le apremio-. Ya me encuentro mucho mejor.
- Pues bien, tu padre, esa mañana sentía que había alcanzado su límite, que ya no podía soportar más la presión. Y la culpa de todo, esa típica y tópica gota que había colmado el vaso de su aguante, tenía forma de gargantilla.



Un año y pico antes de ese día, en el transcurso de una de sus escapadas nocturnas, había conocido en una discoteca de Lloret de Mar, localidad marinera cercana a Barcelona como tu bien sabrás, a Frida Thorgensen, una ex modelo danesa con el coeficiente intelectual inversamente proporcional al tamaño de sus pechos, que como carta de presentación esgrimió ante tu padre y su grupo de amigos que era prima hermana de Bodil Joensen, una campesina que a principios de la década de los 70 se hizo famosa –entre comillas- a causa de su participación en películas pornográficas en la que practicaba zoofilia sin trampa ni cartón. Pues bien, la tal Frida se había retirado de las pasarelas gracias a la estabilidad económica que su matrimonio con un rico hombre de negocios de Copenhage, bastante más mayor que ella, le había proporcionado. Pero aquella mujer, en el fondo, no era feliz y dedicaba gran parte de su tiempo libre a pasar frecuentes temporadas en el extranjero, acompañada por un par de amigas de su edad que le eran totalmente fieles y con buena predisposición a mantener la boca callada. No conozco bien todos los detalles porque tu padre no quiso profundizar en ello, pero lo cierto es que a partir de esa noche, Frida se dejó querer por él, que no dudó en gastar pequeñas fortunas en impresionarla invitándola a restaurantes caros y hoteles de cinco estrellas. En un momento dado, avanzada la relación y acuciado por la falta de dinero, le pidió a Frida la gargantilla de esmeraldas y brillantes que ella había lucido en ocasiones, dispuesto a empeñarla. La danesa, cegada de amor o vete a saber por qué razón, accedió en un principio pensando que en realidad no echaría de menos al collar. Pero, conforme fue pasando el tiempo, la mujer se fue arrepintiendo. Al final, como era de esperar, Frida se acabó cansando de tu padre y regresó a Dinamarca dando por terminada la relación que había caído en la rutina y en la que paulatinamente el lujo inicial disminuyó hasta ser tan solo un recuerdo. Y ella no estaba dispuesta a renunciar a un tren de vida del que, era consciente, solo podía disfrutar si volvía junto a su marido.
De manera que tu padre se vio de pronto en la tesitura de afrontar que la mujer que le había abandonado y de la cual llegó a enamorarse sinceramente, le reclamara aquella gargantilla que hacía tiempo que estaba empeñada. Frida, sin embargo, no había sido capaz de comunicárselo en persona, no señor. Para eso utilizó una carta, una fría y distante misiva en la que, además, amenazaba con contárselo todo a tu madre. Y eso tu padre no podía permitirlo, más que por su esposa, por ti, por ese hijo que no había visto crecer, a quien había abandonado pero del que esperaba en el futuro algún tipo de perdón o comprensión, algo que nunca ocurriría si el tipo de vida que había llevado todos esos años llegaba a sus oídos.

Pero, ¿qué podía hacer?. No podía recuperar la gargantilla. Hacía tiempo que había gastado todo su dinero, y ya no le quedaban amigos a los que sablear. Además, acostumbrado a vivir ahogado por las deudas, había establecido –en un gesto que le honra- que el cincuenta por ciento de su sueldo se ingresase en una cuenta corriente a nombre de tu madre de la que ni él mismo podía tocar ni un solo céntimo. Es entonces cuando decide, ofuscado, recuperar a cualquier precio la joya de su antigua novia. Después de tantos años moviéndose como pez en el agua en el mundo de los agentes de ventas, uno tiene acceso a todo tipo de mercancía, sin restricción de ningún tipo, por lo que tu padre no tiene ninguna dificultad en contactar con un individuo que le consigue una pistola limpia, es decir, no fichada.
Y así, Jaume, nos encontramos en esa mañana aciaga en la que, después de tragar medio Donut y ligeramente envalentonado por el calorcillo que el coñac provocaba en sus estómago semivacío, tu padre se marcó como objetivo hacer callar a Frida recuperando su collar, sepultando así en lo más hondo de su memoria un episodio más de la triste y desesperada vida a la que se había visto abocado. Durante el resto del día no hizo otra cosa que deambular arriba y abajo del Paseo de Gracia, dándole vueltas a la cabeza, obsesionado por un único objetivo. Cuando el sol se ocultó tras la silueta de la montaña del Tibidabo, encaminó sus pasos hacia el Portal del Ángel, cabizbajo y con el rostro contraído por una repentina demencia.

5 comentarios:

Lai dijo...

¿P35?

King Piltrafilla dijo...

Einnng???

Lai dijo...

¿p35?

King Piltrafilla dijo...

Sigo sin pillarle. ¿He dicho yo que la Browning sea P35? ¿Es esta foto que me enlaza una Browning?
Le remito a mi siguiente entrada, con la Browning del protagonista ilustrada, con la B en la empuñadura.

Lai dijo...

- No por eso

-si le enlazo una browning ¿que pasa?

- Ah!

- Perdone Vd.