Leo hoy que un suizo llamado Pascal Henry que pretendía recorrer en 68 días los 68 restaurantes que hay repartidos por el mundo agraciados con estrellas Michelin ha desaparecido después de cenar en El Bulli, local en el que perpetra sus creaciones el mediático Ferran Adriá. Esta noticia me viene de perillas para sacar el tema de los cocineros estrellados.
A mi modo de ver, piltrafillas, el tema de la alta cocina se le está yendo de las manos a la sociedad en pleno. Yo soy partidario -si queréis- de llamar artista a Adriá, incluso de afirmar que es el más innovador, transgresor y ocurrente de los cocineros actuales. Puedo aceptar -de hecho es indiscutible- que ha paseado por todo el mundo la bandera de la cocina catalana y española, pero de ahí a calificarlo como el mejor cocinero del mundo... Vamos, si es que yo opino que no lo es ni de España.
Porque cocinero es aquel que cocina alimentos, que son -como su nombre indica- cosas que sirven para alimentar a las personas. El mejor cocinero o cocinera es el que prepara un buen cocido, el que hornea al punto una suculenta pierna de cordero o escabecha unas excelentes perdices, alguien que logra que cuando acabes el plato, satisfecho, exclames "qué bueno estaba todo" o "qué bien he comido".
Si es que somos de esos afortunados que tienen tanto dinero que se pueden permitir hacer una reserva en El Bulli de Cala Montjoi, el señor Adriá, con sus esferificaciones, sus humos, su leche eléctrica o sus tagliatellini de soja con aire de ponzu, conseguirá que nos maravillemos con la mezcla de texturas o que nos emocionemos -como ante un cuadro de Modigliani- por el perfecto maridaje de aromas y sabores..., pero luego -si nos queda dinero- nos iremos a comer unas patatas bravas o unos calamares rellenos a un restaurante de los de toda la vida, en donde un profesional con mucho oficio y trabajo a cuestas se esforzará en alimentarnos.
Ese cocinero o cocinera no tendrán estrellas Michelin, pero tienen mi más ferviente aplauso.
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