Amiguitos, hay cosas que no entiendo. Será la edad o la decepción que me está deparando el género humano, pero lo cierto es que cada vez más hay ciertos comportamientos que me resultan sorprendentes. A ver si me explico.
Puedo deciros sin rubor que me siento orgulloso de mi familia. El mero hecho de quererme incondicionalmente y aguantar mis cambios de humor ya vale el reconocimiento. Y de mi, bueno, digamos que hay días en los que estoy más o menos contento de haberme conocido. Por otro lado, soy catalán ¡a mucha honra!, es decir, que me encanta serlo –a lo mejor también me hubiese encantado ser un vecino de Beverly Hills, no sé- y me parece genial tener dos lenguas propias y todo eso. Ahora bien piltrafillas, si me preguntáis si me siento orgulloso de ser catalán...., eso ya es otra cosa. Porque, me pregunto, ¿orgulloso de qué?, ¿que no hay violadores o gente de la peor ralea en estos pagos?, ¿en qué nos hemos reconocido los catalanes como sociedad o como pueblo ante el mundo para que me sienta orgulloso de pertenecer a tan excelso club? Además, ¿es que no nos damos cuenta de que nacer en Ripoll, Oviedo o Calcuta es producto del azar más caprichoso?
Así que catalán sí, contento de ello también, ¿avergonzado ante la España intolerante?, ¡para nada!. Pero... ¿orgulloso?, no amiguitos, orgulloso lo estoy de mi padre y mi madre y de la educación que me han dado. Por ello, cuando veo que desde la clase política española –y en mayor medida desde las filas del Partido Popular- o desde ciertas tribunas mediáticas se me conmina a mostrarme orgulloso de ser español y de la dichosa bandera y de la Constitución –una Constitución consensuada entre centristas, fascistas, comunistas y demás istas para propiciar una transición más o menos tranquila, que estuvo muy bien en su momento pero que, después de 30 años va siendo hora de actualizar- no puedo hacer otra cosa que indignarme.
Sí amiguitos, indignarme. Porque al igual que si a uno no le gustan las acelgas, poco se puede hacer para que se las trague con agrado, nadie en su sano juicio puede obligarme a que me sienta español, y mucho menos orgulloso de ello. Y repito los argumentos que he empleado antes, para que nadie me tilde de separatista. Pero hay algo contra lo que no se puede combatir, los sentimientos. Aunque solo sea por amor a la tierra que me ha visto nacer y a la sociedad en la que me he desarrollado como persona, me siento muy catalán. No sé, existe cierto carácter, una lengua común –eso es muy importante-, cierta identificación con el entorno –algo que no tiene por qué evitar que me encante el Pirineo aragonés, por ejemplo-, son factores que, sin que los pueda explicar, hacen que me sienta fuertemente catalán y no español (de la misma manera que no me siento, como dicen algunos, Europeo).
Así pues, ¿por qué alguien se cree en el derecho de obligarme a sentirme o mostrarme orgulloso de ser español? Sí, Cervantes era español, Ramón y Cajal también, y mi admirado Velázquez... y Teresa de Ávila. Pero también lo eran Francisco Franco o Millán Astray, y lo son el Dioni o Federico Jiménez Losantos. Así que, repito, ¿orgulloso de qué?, ¿de pertenecer a un país que es capaz de enfrascarse en una guerra entre hermanos?, ¿de ser del mismo país que no dudó en exterminar culturas indígenas en el Nuevo Mundo para enriquecer las arcas de la Monarquía de la época?, ¿del mismo país que –por orden de su jefe de gobierno- envió tropas a invadir Irak, mintiendo sobre la verdadera razón que le llevaba a ello?
Puedo deciros sin rubor que me siento orgulloso de mi familia. El mero hecho de quererme incondicionalmente y aguantar mis cambios de humor ya vale el reconocimiento. Y de mi, bueno, digamos que hay días en los que estoy más o menos contento de haberme conocido. Por otro lado, soy catalán ¡a mucha honra!, es decir, que me encanta serlo –a lo mejor también me hubiese encantado ser un vecino de Beverly Hills, no sé- y me parece genial tener dos lenguas propias y todo eso. Ahora bien piltrafillas, si me preguntáis si me siento orgulloso de ser catalán...., eso ya es otra cosa. Porque, me pregunto, ¿orgulloso de qué?, ¿que no hay violadores o gente de la peor ralea en estos pagos?, ¿en qué nos hemos reconocido los catalanes como sociedad o como pueblo ante el mundo para que me sienta orgulloso de pertenecer a tan excelso club? Además, ¿es que no nos damos cuenta de que nacer en Ripoll, Oviedo o Calcuta es producto del azar más caprichoso?
Así que catalán sí, contento de ello también, ¿avergonzado ante la España intolerante?, ¡para nada!. Pero... ¿orgulloso?, no amiguitos, orgulloso lo estoy de mi padre y mi madre y de la educación que me han dado. Por ello, cuando veo que desde la clase política española –y en mayor medida desde las filas del Partido Popular- o desde ciertas tribunas mediáticas se me conmina a mostrarme orgulloso de ser español y de la dichosa bandera y de la Constitución –una Constitución consensuada entre centristas, fascistas, comunistas y demás istas para propiciar una transición más o menos tranquila, que estuvo muy bien en su momento pero que, después de 30 años va siendo hora de actualizar- no puedo hacer otra cosa que indignarme.
Sí amiguitos, indignarme. Porque al igual que si a uno no le gustan las acelgas, poco se puede hacer para que se las trague con agrado, nadie en su sano juicio puede obligarme a que me sienta español, y mucho menos orgulloso de ello. Y repito los argumentos que he empleado antes, para que nadie me tilde de separatista. Pero hay algo contra lo que no se puede combatir, los sentimientos. Aunque solo sea por amor a la tierra que me ha visto nacer y a la sociedad en la que me he desarrollado como persona, me siento muy catalán. No sé, existe cierto carácter, una lengua común –eso es muy importante-, cierta identificación con el entorno –algo que no tiene por qué evitar que me encante el Pirineo aragonés, por ejemplo-, son factores que, sin que los pueda explicar, hacen que me sienta fuertemente catalán y no español (de la misma manera que no me siento, como dicen algunos, Europeo).
Así pues, ¿por qué alguien se cree en el derecho de obligarme a sentirme o mostrarme orgulloso de ser español? Sí, Cervantes era español, Ramón y Cajal también, y mi admirado Velázquez... y Teresa de Ávila. Pero también lo eran Francisco Franco o Millán Astray, y lo son el Dioni o Federico Jiménez Losantos. Así que, repito, ¿orgulloso de qué?, ¿de pertenecer a un país que es capaz de enfrascarse en una guerra entre hermanos?, ¿de ser del mismo país que no dudó en exterminar culturas indígenas en el Nuevo Mundo para enriquecer las arcas de la Monarquía de la época?, ¿del mismo país que –por orden de su jefe de gobierno- envió tropas a invadir Irak, mintiendo sobre la verdadera razón que le llevaba a ello?
Pero todo ello no hace que no me pueda sentir identificado con un señor de Sevilla u otro de Pontevedra, o que no me encante visitar Segovia, Oviedo o Málaga. Por esa razón también abomino de los políticos catalanes que, desde posturas contrapuestas a las de los nacionalistas españoles, se sirven de sus mismos argumentos para atacar o vilipendiar al prójimo.
Nada amiguitos, que cada cual se sienta como le dicte su corazón y lo celebre como crea conveniente, pero respetando a los demás sin intentar que quienes no nos sentimos como ellos debamos hacerlo por cojones. Si no, esos gestos intolerantes, irrespetuosos y autoritarios lo único que provocan es que las gentes como yo caigamos en el extremismo e identifiquemos a toda la sociedad española con los tópicos de la caspa más rancia. Se trata de un principio físico tan básico que lo entiende todo el mundo –acción, reacción- y que aún así, o quizás por ello mismo, hay políticos que se empeñan en obviar y fomentar. Dejemos al prójimo sentir lo que quiera, respetémonos los unos a los otros y vivamos en armonía de una puñetera vez, que la vida ya se ocupa de pegarnos palos diariamente y no es cuestión de amargarnos más. Putos manipuladores, ¡si sólo queremos ser felices, coño!
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