Qué ganas tenía, amiguitos. Y ayer, por fin, pude disfrutar con esta obra maestra. A ver, una cosa estaba clara: Scorsese, De Niro, Pacino, Pesci... ¿qué podía salir mal? Sin embargo, siempre cabe la posibilidad de que las cosas no salgan bien o que el resultado final quede por debajo de las expectativas. No ha sido el caso de The Irishman. Vamos, que no voy a esperar al final de la entrada para deciros que dejéis de leer mis palabras y corráis a verla –en VO, por supuesto– antes de que la saquen de las pocas salas que la exhiben. Y es que, por mucho que sea de Netflix y al igual que pasaba con Roma, ver esta magnífica película en televisor, ordenador o –mucho peor– en una tablet es un pecado. Sus tres horas y media de metraje no se hacen para nada pesadas y uno hubiese seguido embutido en la butaca viendo desfilar por ella a su terna de protagonistas principales. Tenemos a De Niro –en realidad estamos ante un proyecto personal ya que fue él quien llevó la idea y el libro a Scorsese– tan grande como siempre, llenando la pantalla en cada plano, sobre todo en la parte final del film. De Pacino poco se puede añadir, que está inmenso como Hoffa y que es extraordinario, pese a que tiende al histrionismo en algunos momentos. Y la sorpresa es un Pesci alejado de sus papeles habituales, aquí muy comedido y acaso comiéndose interpretativamente a sus compañeros. Y es que uno ve a De Niro haciendo de Frankie y a Pacino haciendo de Jimmy, ambos de manera soberbia, pero Pesci ha conseguido que le perdamos de vista y veamos en pantalla a Russell Bufalino, el frío, implacable y poderoso capo que con la apariencia de un gentleman siciliano llevaba los negocios de la Cosa Nostra en Pensilvania. Y eso que Joe estaba retirado del cine y no tenía ningunas ganas de participar en una nueva película de mafiosos. Total, que no os la podéis perder.
En cuanto al argumento –una excusa sublime para que Scorsese nos regale lo que espero que no sea su particular canto del cisne–, tomando el libro I Heard You Paint Houses de Charles Brandt como base, nos cuenta la historia de Frank Sheeran, camionero irlandés que luchó en la Segunda Guerra Mundial y acabó trabajando como sicario del capo Russell Bufalino en estrecha relación con el poderoso sindicalista Jimmy Hoffa. Así pues, además de ser una película de gángsters crepuscular y un ejercicio de reflexión –al final de la película, tras ver la magnitud de un personaje como Jimmy Hoffa y cómo la enfermera que cuida a Frankie no tiene ni idea de quién es, uno no puede evitar el hacer un paralelismo con el propio Scorsese o el mismo De Niro, figuras míticas del séptimo arte que están llegando a la parte final de sus carreras y que, pese a la fama, el estrellato y la importancia artística de sus trabajos, seguramente no son nadie para las generaciones de YouTube– es un retrato de la historia de Estados Unidos en un momento de gran importancia, con la llegada de John F. Kennedy al poder gracias a las relaciones de su padre y la Mafia y las relaciones entre esta, el Gobierno y la figura de Jimmy Hoffa al frente del poderoso sindicato de camioneros del país, así como el papel desempeñado por la Cosa Nostra en los asesinatos del presidente Kennedy y la desaparición de Hoffa. Todo ello juntando violencia –fría, seca, sin ningún tipo de floritura– y humor, un humor aparentemente involuntario, en situaciones cotidianamente hilarantes. Con una fotografía fantástica a cargo del magnífico Rodrigo Prieto, ya os habréis enterado de que parte del protagonismo de la película se lo lleva el controvertido uso de los efectos digitales para rejuvenecer a los protagonistas. Y si al principio impacta un poco, cuando avanza el metraje uno se acostumbra. Además, lo malo es que todos sabemos cómo eran De Niro, Pacino o Pesci de más jóvenes y eso es lo que nos choca. Pese a todo, pasma la enorme calidad técnica del invento que nos permite constatar que poco queda hoy en día que no se pueda generar digitalmente de manera asombrosa. Y completan la obra sus acertadas localizaciones y la música que la acompaña.
Y como anécdota, deciros que un par de butacas a mi derecha tuve a un tipo que tarareó y canturreó –en una ocasión hasta chasqueó los dedos al ritmo– todas y cada una de las canciones de la banda sonora. Además, en algunas escenas se aventuraba a adelantar –sin éxito– las palabras de algún personaje. Al final, deseaba con todas mis fuerzas que Frankie rompiese la cuarta pared y –como había estado haciendo durante toda su vida– le pegase un tiro sin pestañear, sin preguntarse si eso estaba bien o mal y sin tener ningún ápice de remordimiento.
En resumen: imprescindible.
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