domingo, 2 de febrero de 2014

CAP.4

La moqueta del pasillo le daba al edificio un aire entre acogedor y sofisticado, pero nada como el ascensor de madera para dejar claro que el dinero no era un problema para los inquilinos.

Leopold Stern era gordo, inmensamente gordo y tenía unos ojos tan pequeños que parecian agujeros hechos con alfileres en un queso de macadamia. Sus dedos, gruesos como morcillas, albergaban un anillo cada uno. Nueve anillos si tenemos en cuenta que Leopold había perdido un dedo, aunque nadie sabía como ni cuando. Estaba sentado en un sillón de cuero, de espaldas a la ventana y se acariciaba la barba con la mano de cinco dedos en un gesto parsimonioso y afectado. El ruido del tráfico de la quinta avenida de Nueva York llegaba amortiguado al salón.
- Así que busca usted información sobre el diario de Artur Schnabel- dijo haciendo una desagradable pausa entre sílaba y sílaba.

Leopold Stern era marchante de arte, o por lo menos eso decía una placa en la puerta del edificio, pero era fácil adivinar que era mucho más que eso. Desde luego su casa estaba decorada con todo tipo de cachivaches, artilugios y objetos de la más diversa procedencia, pero estaba claro que allí se había invertido más dinero que buen gusto. De la pared colgaba una pistola que pudo ser de Robespierre, una daga romana del siglo II, un balón firmado por Magic Johnson, una armadura samurai del periodo Kamakura, un disco de oro de Elvis Presley y una guitarra de lunares de Randy Rhoads.
-Si quiere puedo conseguirle también la Jackson- Dijo Leopold.
- ¿Cómo...?
- La guitarra, esa que está mirando es la famosa Karl Sandoval Polka Dot Flying V de Randy Rhoads, pero si quiere puedo conseguirle la Jackson que también tocaba, es cuestión de fijar un precio, ya sabe usted.
-No, no, no he venido a por guitarras...-
-Ah sí, el diario de Artur – Dijo juntando sus nueve dedos. – Es curioso, poca gente sabe de su existencia. A fin de cuentas Artur Schnabel fue un músico no muy conocido y la información que contiene su diario no es algo de lo que pueda enterarse uno comprando un periódico en la esquina. No voy a preguntarle para qué lo quiere, pero sí cuanto estaría dispuesto a pagar su cliente por él.-
- Digamos dos millones-
-Digamos tres- se apresuró a decir Leopold moviendo la papada.
- ¿De dólares?-
-De Euros.-
-Es mucho dinero-
Leopold hizo un ademán de levantarse para en realidad quedarse en el mismo sitio.
-Sí, pero recuerde que soy judio y, además, la información lo merece, ¿no cree? Estamos hablando de algo mucho más valioso que tres millones de euros y usted lo sabe. Puede que el bueno de Artur no fuera el mejor músico de Berlín, pero lo que hay en ese diario sí lo es. –
A pesar de que el aire acondicionado dejara la temperatura por debajo de los 20 grados en toda la casa, Leopold estaba sudando y se secaba dando golpecitos en la frente con un pañuelo de seda.


La nieve que cubría el terreno ya había dejado de ser un problema. Los ladridos de los perros, cada vez más cerca, habían pasado al primer lugar de las preocupaciones de Pawel. Sabía que junto a los perros iban los alemanes. Hubiera preferido a los rusos. No es que pensase que eran mucho mejores, la gente contaba cosas horribles de los rusos, pero no necesitaba que nadie le dijera lo que hacían los nazis, había visto en primera persona lo que hacía la Gestapo. Volvió a caer sobre el hielo, extenuado por el frío y el cansancio, y vio como gotas de sangre caían sobre la nieve derritiéndola. Automáticamente se palpó el bolsillo derecho y se tranquilizó al notar que los papeles seguían allí. – Los papeles...- Pensó mientras se incorporaba y seguía corriendo. No iba a poder aguantar mucho más, llevaba dos días corriendo, desde que descubrieran el piso franco donde había estado ocultándose los últimos meses, así que empezó a buscar alguna casa, algún establo o algún lugar donde poder esconder el paquete que con tanta pasión había guardado y protegido durante años. El aire frío le entraba como cuchillas por la garganta, pero necesitaba cada soplo de oxígeno. Casi podía sentir el aliento de los perros y ya no sólo escuchaba sus ladridos por encima de su propia respiración sino también los gritos de los hombres que iban con ellos. Volvió a caer, esta vez golpeándose con una piedra debajo de la nieve. Intentó levantarse, pero esta vez no pudo. Boca arriba, jadeó mirando un cielo azul intenso. -Un cielo polaco – pensó- por los menos voy a morir viendo un cielo polaco.

No pudo evitar acordarse del verano del 35 en Viena. Viajó desde su Cracovia natal hasta la capital austriaca invitado por el músico Artur Schnabel, al que había conocido dos años antes y con el había simpatizado. No sólo amaban la música y el vino francés, sino que ambos eran judios en un mundo donde ser judio era cada vez más peligroso. Viena era fascinante, la música se palpaba en cada esquina; en los cafés, cada uno con su piano y su pianista; y, sobre todo, en la Wiener Musikverein. El maravilloso edificio de conciertos donde en su sala dorada cayó rendido a lo pies de una increíble Tristán e Isolda de Wagner. La crisis, la gran crisis, había hecho mella en la sociedad austriaca, como en toda Europa, y los Nazis crecían como hongos. Los atentados, especialmente contra los judíos, se producían cada vez con más frecuencia, pero ningún músico en su sano juicio le diría que no a un viaje a Viena, aunque fuera un judío polaco.

La carta de Artur Schnabel era muy clara, le invitaba a pasar unas semanas en Viena e incluso mandaba algo de dinero “para los gastos del viaje”. Indicaba también que él estaría hospedado en un pequeño hotel del centro de la ciudad con nombre falso y que a pesar de ser vienés y un músico de prestigio, o por eso mismo, prefería el anonimato en estos tiempos convulsos. Artur vivía en Italia desde que huyera de Berlín donde fue profesor de la universidad y según contaba en la carta, aunque de forma velada, lo tenia todo preparado para irse a Inglaterra. “Las cosas están cada vez mas difíciles incluso aquí en Italia”. Después hablaba de como un joven llamado Von Karajan, “el maldito nazi” lo llamaba Artur, tenía cada vez más protagonismo y como los músicos de la filarmónica de la ciudad o bien huían o se afiliaban al partido Nazi. Al final de la carta, una frase en concreto, le dejó a Pawel un poco de inquietud: “Ven solo, por favor, hay un asunto muy importante”.


Leyó y releyó de nuevo la carta en el viejo vagón renqueante que lo llevaba a través de los bosques checos hacía Viena. “Ven solo por favor, hay un asunto muy importante”. Había leído esa frase miles de veces y había jugado a imaginar que podría ser, pero el tono de la carta era sombrío. Relataba como muchos amigos suyos había salido “prácticamente con lo puesto” de la ciudad sólo por ser judíos o tener alguna relación con ellos. La muerte de Dollfus el año antes había traído un gobierno todavía más simpatizante con las políticas de Hitler. El nuevo canciller Schuschnigg no dejaba de ser un títere de Berlín. Así que aquello de “ven solo, por favor, hay un asunto muy importante” no presagiaba nada bueno.
La llegada a la estación hizo que todos esos oscuros presagios se disiparan en la cabeza de Pawel. El verano vienés lo recibió con un calor cercano a los 30 grados y, una vez fuera del olor a carbón y vapor de la estación, con un aroma a primavera que procedía de los muchos quioscos y puestos de venta de flores que se extendían a las orillas del Danubio.

El tranvía lo dejó justo donde decían las concretas instrucciones de la carta, justo en la Stephanplatz, en la Catedral de San Esteban. En una de las muchas calles que desde allí corren hacía el río, se encontraba el Hotel donde Artur Schnabel debía estar esperándole.
- Nein Herr, nadie se hospeda aquí con ese nombre- bramó un señor pequeño de bigote engomado, vestido con un delantal que en otro tiempo fue blanco desde el otro lado del mostrador.
Pawel estaba realmente confuso.
- Pero, el debía estar aquí. Pruebe con este nombre, AR-TUR SCHNA–BEL- dijo despacio, claro y alto en un estúpido intento de ser mejor entendido por el hombrecillo y dándole el nombre verdadero de Artur. Pero igual que había pasado con el nombre que le había indicado en la carta, la respuesta fue negativa.
-Nein, nein...- negó haciendo aspavientos con las manos. -Nadie se ha hospedado aquí desde hace tres semanas, herr-
Aquello era sumamente raro, aunque después de todo era posible que Artur hubiera tenido algún problema, quizás en la frontera o la situación se había puesto realmente fea en Italia y había decido adelantar su viaje a Inglaterra. “Ven solo, por favor, tengo una sorpresa importante”. La frase resonó como un crujido en su cabeza. Pero – podría haber mandado a alguien, dejar algún recado...- pensó Pawel mientras iba cayendo en la realidad de que estaba en Viena, solo y sin dinero. “Ven solo, por favor, hay un asunto muy importante”.

Decidió que él mismo se hospedaría allí, aunque no sabría cuanto tiempo podría pagarse una habitación con el poco dinero que tenía, pero pensaba que era lo mejor. Si Artur llegaba o enviaba a alguien a buscarlo lo encontrarían allí. Así que el hombre del delantal, que resultó llamarse Rudolph, le guió hasta su habitación en el piso de arriba. Desde luego, el hotel que Artur había elegido era modesto para evitar exponerse demasiado, pero era limpio y confortable. Pidió que le subieran algo de cenar a la habitación y estaba todavía sacando las pocas cosas que llevaba en la bolsa; dos mudas de ropa, un ejemplar desgastado del Werther de Goethe, su documentación y una pequeña navaja, cuando llamaron a la puerta. Al abrir se encontró con un joven delgado y pálido que llevaba una bandeja en las manos. –La cena, señor- casi susurró a la vez que entraba en el cuarto y la colocaba en la mesa que estaba junto a la ventana. – Gulash y un poco de strudel de manzana- dijo el muchacho casi sin abrir la boca. El gulash resultó ser una especia de guiso con pinta de ser más nutritivo que sabroso. Pawel devoró toda la comida y hubiera repetido de haber habido más. Cuando terminó, la noche había desplegado un manto negro sobre el cielo vienés. El viaje había sido largo y cansado y la cama era lo suficientemente cómoda para que Pawel no tardara mucho tiempo en dormirse. “Ven solo, por favor, hay un asunto importante”

La mañana trajo consigo un sol de justicia y un poco de optimismo en el espíritu de Pawel. La luz que entraba por la ventana iluminaba el cuarto y también sus ideas. – Viena- pensó emocionado. Amaba Viena, incluso la amaba antes de haberla conocido. Viena era música y era también Katharina. Era la segunda vez que Pawel venía a Viena. La primera vez fue con motivo de un premio que recibieron algunos músicos de la orquesta de Cracovia, fue entonces cuando conoció a Artur Schnabel, la Sala Dorada del Musikverein y, claro, a Katharina. Era la esposa de un alto cargo de la embajada alemana, un tal Wilhem Von Steinberg. Fueron juntos, con el grupo de Artur, varias veces a la opera y al teatro y Pawel se enamoró perdidamente de ella aunque nunca se atrevió a comentar nada. No sólo era una mujer casada, sino que estaba casada con un nazi. Con estos pensamientos bajó de su habitación. En la recepción estaba el chico que le sirvió la cena la noche anterior. A la luz del día era todavía más pálido.
- Buenas días chico-
- Buenas Herr- respondió casi susurrando. – ¿Va a salir?
-Sí, quiero dar una vuelta->
- ¿No va a querer desayunar?
Con la excitación de la ausencia de Artur y de volver a estar Viena, Pawel ni siquiera se dio cuenta de lo hambriento estaba.
- Bueno, ya comeré algo por ahí- Le dijo sonriendo.
-Pero señor...- Esta vez no susurraba, incluso se notaba algo de nerviosismo en la voz.
-¿Sí?-
-Esto... señor...-
-Dime chico.-
- No puede usted salir así, sin más.- Ahora su voz dejaba claro que estaba realmente nervioso.
-¿Por...?-
- Bueno, perdone que le diga, pero parece usted... bueno ya sabe... –
- No entiendo nada, suéltalo.-
- Parece usted un judío, no puede ir por la calle así, podrían arrestarle o incluso matarle.-
-¿Cómo dices?- Preguntó Pawel confuso.
- Señor, Viena no es un lugar tranquilo para los extranjeros y, perdone, mucho menos para los extranjeros judíos. Las milicias podrían cogerle y tenga seguro que así no le dejaran entrar en ningún café. Si quiere puedo prestarle una chaqueta y unos zapatos de mi padre y por favor, deje esa gorra en su cuarto.
-Sí, claro.....- balbuceo Pawel sin saber realmente lo que decir.
-Además, han dejado un recado para usted esta mañana temprano.
-¿¡Cómo!? ¿Quién? ¿Cuándo? –
- Una mujer. Preguntó por usted y dejó una pequeña carta para el señor. No quiso decir nada más. Incluso se negó a despertarle cuando mi padre se lo sugirió. Sólo dijo que usted lo entendería.-
Pero Pawel no entendió mucho más cuando leyó la carta. Obviamente no era de Artur Schnabel, que ni siquiera era mencionado. Ni de nadie que el conociera. Lo único que decía era; Por favor, reúnase conmigo en las oficinas de la compañía Birkenfeld AG en la calle Habsburgergasse. Venga solo, por favor, es un asunto muy importante.


Dos figuritas de porcelana, representando a un matrimonio ya entrado en años, miraban con cara indulgente a Leopold desde una estantería donde también reposaban algunos libros antiguos y una foto de Kennedy y Marilyn en actitud cariñosa.
- Claro que yo no tengo el diario ahora en mi poder- Dijo con ese tono de voz exasperante suyo- pero sé donde está y puedo conseguirlo cuando quiera.-
- Usted dijo que lo tendría, no nos haga perder el tiempo-
- Calma, no hay porque perder los nervios. Ustedes quieren el diario y yo sé como llegar hasta él. Tengan en cuenta que no son los únicos que andan detrás de la información de ese diario.-
-¿Volvemos a negociar?-
- No, el precio de tres millones de euros es suficiente, pero quiero que entienda que no estamos hablando de algo que pueda guardarse en un cajón sin más. Ese diario tiene una historia muy curiosa. – se reclinó más todavía en el sillón- Fue escrito por Artur Schnabel, el músico, eso ya lo sabe, pero luego pasó de mano en mano hasta llegar aquí. Estuvo en manos de los nazis y sin embargo fue un judio americano su último dueño conocido. Curiosa vida la de este diario.
-Conozco la historia, lo que quiero es el diario, no cuentos de anticuarios.-
-Muy bien, tranquilidad- Volvió a secarse el sudor con el pañuelo. – Enseñe el dinero si es tan amable.-
El click del maletín al abrirse hizo que los ojos de topo de Leopold Stern se abrieran de par en par en su voluminosa cara.
-Bonita visión – soltó dando una especie de risa-
-Ahora deme el diario-
- Ya le he dicho que no lo tengo aquí-
-Sí lo tiene, en un cajón. Seguramente en alguno de aquella cómoda estilo chippendale de allí.-
- Vaya, es usted muy inteligente. – Dijo a la vez que hacía un esfuerzo enorme para levantar su pesado cuerpo.
Caminó despacio, ayudado por un bastón de madera negro con empuñadura de marfil. Abrió un cajón y sacó un pequeño sobre abultado del que extrajo algo parecido a un libro de tapas marrones y hojas amarillas.
-Aquí lo tiene. ¿Sabe lo que significa? -
-Lo sé.-
-No, creo que no lo sabe. Esta es la puerta para encontrar uno de los mayores misterios del arte. Algo que todo el mundo piensa que no existe. La décima Sinfonía de Beethoven. No es algo que valga sólo millones, sino algo por lo que mucha gente ha muerto. De todos es sabido que Beethoven dedicó su tercera sinfonía a Napoleón Bonaparte, alguien al que admiraba. Lo que casi nadie sabe es que Napoleón le hizo un encargo al alemán. Napoléon organizó una expedición a Egipto en 1798 y volvió a Francia con una derrota a las manos de Nelson y con un tesoro de incalculable valor. Un tesoro que ha sido buscado con ahínco durante generaciones. Un tesoro que Napoleón ocultó y mandó a Beethoven la tarea de codificar el lugar donde está guardado. La inexistente décima sinfonía de Beethoven es en verdad el mapa al tesoro de Napoleón. Algo que Artur Schnabel descubrió y anotó en su diario. Algo que vale muchísimo más que tres millones de euros.-

El primer disparo ni siquiera lo sintió. No hubo ruido, ni dolor, sólo sorpresa. El segundo fue directo a la frente sudada de Leopold y con él se apagaron sus pequeños ojos de alfileres en queso de macadamia. Lo último que vio fue la melena color de fuego de la joven que momentos antes le mostraba un maletín con tres millones de euros.

© Don Críspulo  

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