jueves, 10 de noviembre de 2011

Cabezas de Hidra – Capítulo tercero (II)



4

Poco después de las cuatro de la tarde, bajo un implacable sol de justicia, la puerta del taller se abrió. Alejandro, que llevaba un rato despierto, bajó de su vehículo y cruzó la calle desierta. Cuando franqueó la entrada, el empleado que le divisó primero emitió un silbido que, de inmediato, centró la atención del resto de los operarios.

- ¿ Que desea, señor ? -dijo el mecánico, aprovechando para cortarle el paso al desconocido visitante.
- Buenas tardes -respondió Alejandro, echando un rápido vistazo por encima del hombro de su interlocutor al interior de taller y a los hombres que allí trabajaban.
- Soy transportista -continuó-, y traigo un paquete desde Carcassonne.
Al oír estas palabras, los músculos faciales del mecánico se relajaron.
- Hombre -sonrió-, haberlo dicho antes. ¿ Donde lo tienes ?, te ayudaré a traerlo.
- En mi furgoneta, ahí enfrente -dijo Alejandro, devolviéndole la sonrisa-. Pero no será necesario, puedo hacerlo yo mismo.
- Como quieras.

El paquete no era más que una caja que al poco estuvo en el suelo del interior del local. No parecía gran cosa, mediría un palmo de alto por unos cuarenta y cinco centímetros de lado en su base cuadrada. En el interior del paquete, no obstante, había algo de enorme valor. Al menos eso supuso Alejandro viendo el sumo cuidado con el que aquellos hombres trataban al bulto. La caja y los hombres que la custodiaban desaparecieron escaleras arriba, camino de lo que parecía un cuarto trastero.

Y entonces fue cuando la vida le dio una nueva oportunidad a Alejandro. Mientras esperaba el pago de sus servicios, totalmente despreocupado y con la mirada puesta en un calendario en el que una foto de grandes dimensiones mostraba a una modelo de larga cabellera rubia y siliconados pechos, semidesnuda y tiznada de grasa, la cual jugueteaba sensualmente con una linterna, no vio llegar a los dos hombres que se plantaron en la puerta del taller por sorpresa y le apuntaron con sendas escopetas, a él y los tres mecánicos embutidos en sucios monos azules que se encontraban repartidos ante dos coches, al fondo del local.

- Rápido pendejos, arrodíllense -gritó uno de los recién llegados, mientras su compañero bajaba el portón de chapa de la entrada.
Cuando vieron al resto de los empleados bajando por las escaleras, una expresión de alegría se dibujó en sus caras.
- Acábalos a todos -dijo con rabia el que parecía de mayor edad.

Pero cuando el más joven apuntó su arma en dirección al pecho de uno de los petrificados mecánicos, Alejandro se movió con rapidez y agarró una enorme llave inglesa que lanzó contra su cabeza.

El impacto fue tremendo y resultó del todo inesperado para el sicario, que cayó hacia atrás, atontado y con una brecha en la frente. Cuando el otro quiso reaccionar, uno de los empleados del taller había aprovechado los segundos de desconcierto para abalanzarse sobre él y golpearle en la cara con una gruesa cadena, reventándole la nariz y haciéndole perder la consciencia.

- Toma -le dijo a Alejandro el que parecía tener mayor rango de los empleados en el taller, mientras le entregaba un sobre-. Y ahora márchate, deprisa. Nosotros nos ocuparemos de esos dos. Ah, y de lo que ha pasado aquí no debe tener conocimiento nadie, ¿ estamos ?.
- Por supuesto.
- Venga -añadió el hombre abriendo la puerta-, y gracias. De no ser por ti, ahora tendríamos el cuerpo lleno de plomo.
Aún nervioso por lo ocurrido, Alejandro no perdió mucho tiempo en encontrarse de nuevo en la carretera, de regreso a Barcelona. Estaba cansado a más no poder, pero con la furgoneta vacía podía correr un poco más de lo habitual, por lo que nadie tenía por qué enterarse de su parada. Además, siempre podía decir que se había detenido en Vic para comer, lo que no era del todo mentira, y que después se había echado una siesta. Alejandro dedicó una furtiva mirada al sobre que le habían entregado en el taller y miró en su interior sin dejar de conducir. A primera vista, le pareció que había ciento setenta y cinco mil pesetas. Emitió un silbido largo y sonrió para sus adentros. Cuando conectó la radio, Alan Parsons era el ojo en el cielo, le miraba, y podía leer su mente.

5

A Alejandro solo le llevó tres semanas de consultas con su almohada el contactar de nuevo con el taller mecánico de Vic y ofrecerse para realizar más transportes cuando lo creyesen oportuno. Se corrió la voz y, en pocos meses, Alejandro adquirió cierta notoriedad y respeto en los ambientes del tráfico de mercancías no controladas. No tardó en dejar definitivamente su trabajo como recadero asalariado y, en un año y medio, pasó de conducir una furgoneta roñosa a poseer dos camiones de pequeño tonelaje. Conforme aumentaba su reputación, ascendían también sus honorarios y, cinco años más tarde, ya se había convertido en un notable delincuente que se movía como pez en el agua en el mundo del contrabando, el blanqueo de dinero y la prostitución. Dotado de inteligencia y discreción, poseía empresas de todo tipo, desde una cadena de supermercados hasta una franquicia de cosméticos. El hijo del empleado en la Renfe tenía ahora dinero y poder.

Pero el día a día de Alejandro estaba siendo bastante duro. En la actualidad, su hija había desaparecido del internado en el que transcurrían sus vacaciones estivales, una residencia regentada por monjas en una población de la costa atlántica francesa. Por otra parte, un interesante negocio que tenía en ciernes, podía irse al garete por culpa de las continuas filtraciones que últimamente se estaban dando en el seno de su organización. El negocio en cuestión se trataba de un simple trueque, pero si salía bien podía reportarle una beneficiosa relación mercantil con Asia. Sin embargo, por orden de prioridad, lo importante en esos momentos seguía siendo el tema de su hija. Alejandro, sumido en la soledad y la penumbra de su despacho de la mansión que poseía en el pueblecito costero de Sant Vicenç, apuraba su habano mientras, angustiado, rebuscaba en su agenda el teléfono de la residencia de religiosas de Arcachon. El ventilador de hélice que pendía sobre su cabeza comenzó a emitir un ligero zumbido. Entonces, alguien golpeó débil y rítmicamente la madera de la puerta del despacho. Sin esperar respuesta, Claudia la abrió y se acercó a Alejandro.

- ¿ Has averiguado algo ? -preguntó.
- No. Ahora mismo iba a telefonear -contestó él, visiblemente preocupado-. Esas putas monjitas me dijeron ayer que hoy me llamarían, pero mira que hora es y aún no sé nada.
- Tranquilo -le dijo ella mientras le quitaba el habano de la boca y lo apagaba en un cenicero de arcilla esmaltada-, ya verás como todo habrá sido una travesura de tu hija. Emilia ha salido a su padre, que le vamos a hacer.
Claudia sonrió.

- Quizás tengas razón -contestó Alejandro, más tranquilo-, pero, no sé, algo me dice que esta vez no se trata de una chiquillada.
- Venga hombre, no te preocupes.

Entonces, Claudia cerró la puerta del despacho y corrió el pestillo. La joven iba enfundada en un albornoz de raso que rápidamente desabrochó y dejó caer a sus pies.

Alejandro se recostó en su sillón, embelesado ante tanta belleza. Él, todo hay que decirlo, también era bastante atractivo. Más de una vez, sus amigos le habían hecho bromas llamándole "el Bruce Willis gallego". Fue en una agencia de modelos de la parte alta de Barcelona, de la que era copropietario, donde conoció a Claudia. Hacía ya un año de eso. Ahora mismo, en el jardín de su mansión, había numerosas chicas, a cual más bella y exuberante. Pero Claudia era diferente y, por supuesto, superior a todas ellas. La mujer que tenía delante era la única de cuantas había conocido, exceptuando a su primera esposa, con la que estaba dispuesto a formar una familia.
Alejandro se había sentido muy solo desde que, tres años antes, su mujer desapareciese víctima de un cáncer, y Claudia había sido su apoyo y un estímulo para continuar adelante. Definitivamente, ya no podía pensar en la vida futura sin Claudia a su lado.

La joven se le acercó despacio, silenciosa y felina, y se sentó en la mesa del escritorio, frente a Alejandro, con las piernas separadas y apoyando los pies en los reposabrazos del sillón giratorio. Él se inclinó hacia delante y apretó su boca contra el sexo aterciopelado de Claudia. Sin poder soportar la presión de su pene endurecido, se incorporó y se libró de los pantalones y los calzoncillos, dispuesto a penetrar aquel cuerpo moreno y sedoso, cargado de un irrefrenable deseo y ajeno por completo al mundo exterior a aquellas cuatro paredes.



6

La mansión de Romero se situaba en una elevación natural del terreno, en el nivel superior de un camino de montaña rodeado de pinos. Un tercio del jardín que rodeaba la casa, alfombrado de césped, estaba ocupado por una gran piscina en forma de riñón, en la que retozaban continuamente jóvenes mujeres semidesnudas dotadas de cuerpos esculturales. Éstas disfrutaban excitando la líbido de los sufridos guardaespaldas y vigilantes que se hallaban apostados por todo el perímetro de la mansión. De tanto en tanto desaparecía alguno entre los árboles para masturbarse rápidamente y regresar a su puesto antes de que el jefe pudiese notar su ausencia. En total había seis guardianes en puestos fijos y, regularmente, un séptimo salía de la casa para relevar a algún sudoroso compañero, quien aprovechaba para entrar y refrescarse antes de descansar un par de horas. Los hombres tenían prohibido utilizar la piscina, pero en el interior de la casa había una estancia habilitada para ellos como dormitorio, dotada de, además de las correspondientes literas, un televisor, vídeojuegos, algunas revistas, dos reproductores portátiles de CD, y un PC con varios juegos. En realidad, los sicarios de Alejandro no tenían tiempo para aburrirse. Además, en alguna ocasión, cuando el relevado entraba en la casa, no era extraño que lo hiciese acompañado por una o varias chicas.

Alejandro acabó roncando. Siempre se quedaba dormido después de hacer el amor. Realmente, no parecía que aquel hombre que descansaba relajado en el sillón de su despacho fuese uno de los individuos más investigados del país. Claudia besó con delicadeza la frente de su jefe y amante, y abandonó el despacho envuelta en su albornoz. Su semblante era serio y pensativo. Subió a su habitación, pues los dormitorios de las chicas estaban en el piso superior, y se duchó. Luego se puso un minúsculo biquini y se preparó para regresar al jardín con sus compañeras. Cuando apareció en la puerta de la casa, protegida del sol bajo el porche, sonreía de nuevo.

Claudia saludó a sus amigas agitando los brazos y, echando una carrera, cruzó sobre el césped y se zambulló de cabeza en las frías aguas de la piscina.

1 comentario:

Lai dijo...

14. Muy de la época, cuando llegabas a un sitio por muy legal que fuese, siempre salía a tu encuentro un tipo cachas y tal parándote los pies…
Lo siguiente lo hemos podido leer ciento de veces en tiras de comic americano.
¿Qué me dices de?:
- De no ser por ti ahora tendrías el cuerpo lleno de plomo (NP : americanada)
- se movía como pez en el agua en el mundo del contrabando, el blanqueo de dinero y la prostitución. Dotado de inteligencia y discreción, poseía empresas de todo tipo, desde una cadena de supermercados hasta una franquicia de cosméticos. El hijo del empleado en la Renfe tenía ahora dinero y poder. (NP : americanada)
- Entonces, Claudia cerró la puerta del despacho y corrió el pestillo. La joven iba enfundada en un albornoz de raso que rápidamente desabrochó y dejó caer a sus pies.( NP :VENGA HOMBRE! No cuela)
- Entonces, Claudia cerró la puerta del despacho y corrió el pestillo. La joven iba enfundada en un albornoz de raso que rápidamente desabrochó y dejó caer a sus pies.( NP :¡Anda ya!)
- La joven se le acercó despacio, silenciosa y felina, y se sentó en la mesa del escritorio, frente a Alejandro, con las piernas separadas y apoyando los pies en los reposabrazos del sillón giratorio. Él se inclinó hacia delante y apretó su boca contra el sexo aterciopelado de Claudia. (NP :Mire Vd. Esto me ha …)
- jóvenes mujeres semidesnudas dotadas de cuerpos esculturales. Éstas disfrutaban excitando la líbido de los sufridos guardaespaldas y vigilantes que se hallaban apostados por todo el perímetro de la mansión. De tanto en tanto desaparecía alguno entre los árboles para masturbarse rápidamente y regresar a su puesto antes de que el jefe pudiese notar su ausencia. (NP :¡la virgen que lugar mas molón de curre!¡Anda ya! ¡ni los malos son asin!)
Si tronquete, ahí le has dado, los tíos después de “eso” dormimos y las tías se lavan.
>:)