Bueno piltrafillas, antes de presentaros la película de hoy necesito
ponerla en un contexto temporal. Es decir, que estamos en los 70, una época
en la que Scorpions pusieron en las tiendas su Virgin Killer con una portada
de Michael von Gimbut en la que aparecía una niña de diez años desnuda y la
fotógrafa Irina Ionescu inauguraba una exposición en la que su hija a los
cuatro años posaba en sensuales y sugerentes retratos. Evidentemente, ambos
casos generaron controversia, pero vieron la luz sin miedo a contravenir ley
penal alguna. Hoy en día, con razón o sin ella –no entraré en discusiones
sobre algunas manifestaciones artísticas– hubiese sido imposible llevar a
cabo esos proyectos. Pues bien, en mi afán por descubrir obras de cine nipón
con cierto interés –no sé si sabéis que tengo una entrada dedicada a todas
las reseñas que voy publicando– me he topado con esta grotesca y extraña
Emperor tomato ketchup escrita y dirigida por Shûji Terayama, escritor y
dramaturgo japonés que es reconocido como una figura del cine experimental
nipón.
En 1970 Terayama rodó esta película, que fue estrenada internacionalmente al año siguiente como un cortometraje. Sin embargo, la que he visto es la reedición tintada de 1996 que con 75 minutos de duración está más cerca de la idea original del realizador. Todo un experimento de vanguardia, surrealista y poético-visual, la película nos cuenta como unos niños se hacen con el poder en un territorio de Japón a las órdenes de su emperador, también infantil, lo que derivará en una sociedad –el símbolo de la cual es el ketchup, el alimento preferido del emperador– en la que los adultos son represaliados. Así, los profesores podrán escoger entre el exilio o veinte años de prisión, los jugueteros sufrirán penas de entre uno y diez años y haber pertenecido a la policía de menores supondrá la muerte directa. En general, todo aquel adulto que interfiera en la felicidad y el desarrollo sexual infantil será condenado a un cruel castigo. Todo eso derivará poco a poco en un sistema dominado por la violencia y la pedofilia.
En fin, que esta Emperor tomato ketchup no puede considerarse como pornográfica de ninguna manera y no deja de ser un intento de Shûji Terayama –que había sobrevivido a las bombas en su infancia– de proponer un alegato contra el totalitarismo y una utopía en la que los niños hiciesen pagar a los adultos su culpa por haberlos convertido a lo largo de los siglos en víctimas de la opresión, la esclavitud sexual y la violencia. Sin embargo, en pleno siglo XXI y cuando en pantalla aparecen algunas imágenes de sexo simulado en las que intervienen niños utilizando a adultos para su placer, uno no puede dejar de sentirse incómodo. Quizás ese era el deseo último de Terayama. En resumen, otra de esas obras especiales –por no decir rara de cojones– que os presento con voluntad completista a los interesados en la cinematografía asiática. A partir de aquí, elegid entre pasar a otra cosa o buscarla para afrontar su visión.
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