viernes, 12 de enero de 2018

La llamada del abismo


Amigos, en febrero del año pasado ya os conté a modo de metáfora marinera la deriva en la que estaba entrando mi empresa, con una tripulación cansada de mantener en funcionamiento el viejo, renqueante y oxidado paquebote mientras los oficiales, ebrios de megalomanía, se peleaban y daban golpes de timón aleatorios sin un objetivo claro y sin tener en cuenta la cada vez más mermada paciencia de unos armadores dispuestos a abandonar el navío en medio del océano. 
La primavera pasada, algunos pasajeros hicieron un amago de pedir cuentas al puente de mando. Fue un atisbo de esperanza que iluminó la oscura sala de máquinas en la que nos encontramos los verdaderos defensores de la nave. Pero duró poco, las zalamerías engañosas del capitán, una ronda gratis y la promesa de un cargamento de sabrosos alimentos desactivaron la operación. Ahora, los armadores están a un paso de abandonar el barco a su suerte y convertirlo en un amasijo de acero y hierro sin bandera ni destino del que serán evacuados o escaparán los pasajeros y del que huirán con nocturnidad los oficiales mientras –sin provisión de alimentos o combustible– agonizamos junto al motor los abnegados trabajadores. 
Este fin de semana habrá una nueva oportunidad –la última seguramente– para eludir el destino. Un pequeño grupo de pasajeros que no acabaron de creerse las mentiras del capitán y no sucumbieron a sus cantos de sirena piensan subir al puente de mando a pedirle cuentas. Es el momento de tomar partido o nos hundiremos sin remedio. Y no podemos permitir que eso ocurra. Así, debemos dejar nuestras herramientas a un lado y acompañar a esos pasajeros escaleras arriba para que vean que estamos con ellos, que no nos escondemos. Quizás, si echamos por la borda a los oficiales, los armadores entenderán que existe futuro para la compañía. Pero los oficiales tienen armas y controlan el timón desde su atalaya protegida. 
En fin piltrafillas, que tengo 50 años y ante mi se abre un negro abismo, un amenazador vacío que grita mi nombre y el de mis compañeros mientras luchamos por no sucumbir a su llamada pero al que –como niños hipnotizados por el vengativo flautista de Hamelin– nos vemos atraídos.