Por la mañana, después de desayunar por última vez en Praga, nos fuimos hasta la estación Hlavní Nádraží para coger el tren. Con paradas diversas a lo largo de la República Checa, Eslovaquia y Hungría hasta llegar a la estación Nyugati Pályaudvar de Budapest, la hora prevista de llegada poco más tarde de las seis de la tarde se vio retrasada hasta pasadas las siete por los típicos "problemas de tráfico". Así que, después de llegar al destino finalmente y caminar más de media hora hasta el hotel –no sé si os habréis dado cuenta de que en mi familia nos gusta patear las ciudades, respirarlas, empaparnos de sus olores por lo que coger el transporte público sólo significa que, o el destino está demasiado lejano o que físicamente estamos destrozados, algo que acostumbra a pasar en las últimas fechas de nuestras vacaciones– no tuvimos demasiado tiempo para conocer la ciudad. Total, que nuestro primer contacto con la capital húngara fue tomar posesión de la habitación, buscar un sitio en el que cenar y dar un paseo por las orillas del Danubio antes de ir a dormir para poder afrontar descansados el siguiente día.
Y si de algo nos dimos cuenta a la mañana siguiente es que Budapest es mucho más grande que Praga. Las avenidas son más anchas y numerosas, los edificios más altos, el río es más caudaloso y las distancias más largas. Incluso la cerveza resulta más cara. Por cierto, en ese aspecto la mayoría de las que bebí fueron Soproni –sobre todo– y Dreher, aunque también abundan las checas Pilsner Urquell y Krušovice. Otra cosa de la que fuimos conscientes es que, al celebrarse el sabbat, la Gran Sinagoga estaba cerrada, por lo que dejamos la visita para más adelante y recorrimos el Barrio Judío, con esa mezcla aparentemente sin sentido de sentimiento histórico –el gueto de Praga se ubicó ahí–, modernidad alternativa y decadencia que me resultó muy atractiva.
Parte 4
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