Amiguitos, no os cuento nada nuevo si os digo que en el mundo de la música han abundado los grupos creados con intereses púramente comerciales. The Runaways, los Sex-Pistols sin ir más lejos... pero al menos ellas y ellos, bien o mal, tocaban sus instrumentos aunque un inteligente productor o manager se encontrase tras sus letras y estilismo. Evidentemente estamos hablando de rockers, porque en el mundo del pop la historia era ligeramente diferente. Y no estoy hablando de las Spice Girls precisamente. A los jóvenes –iluso de mi, aún pienso a veces que a alguno pueda interesarle leer este blog- quizás no os diga nada este nombre, pero a los de mi quinta no os tengo que explicar quienes fueron los infames Milli Vanilli. Así es piltrafillas, hoy aparecen en este blog musicalmente metalhead los malogrados bailarines reclutados por Frank Farian –el inventor, compositor, productor e incluso vocalista ocasional de Boney M. Ah pero, ¿no sabíais que la mitad del grupo que hizo famosas canciones como Rasputin, Ma Baker, Rivers of Babylon o Daddy Cool eran simples bailarinas que no habían pisado el estudio de grabación en su vida? pues otro día os lo cuento. Sin embargo, centrándome en Milli Vanilli y en resumen –porque tampoco conviene extenderse en estos tipos de los que en realidad ignoro el porqué me ha dado hoy por hablar de ellos, será que me ha sentado mal la comida-, que el grupo formado por Fabrice Morvan y Rob Pilatus –qué pintas madre mía, qué pintas- en Alemania bajo la tutela de Farian sacó al mercado en 1988 su primer álbum y al año siguiente se conviertió en un éxito de ventas en los Estados Unidos con Girl you know it’s true, uno de esos temas pastelosos y vomitivos que –unido a la imagen de la pareja- aún no entiendo como no acabó en la basura de la parte trasera de la sede de Sony Records. Sea como sea, los dos pavos –sobre los que ya planeaba la duda de que eran un fraude- se llevaron incluso un Grammy en 1990. Pero una noche aciaga, en un concierto –es un decir, aquello eran putos karaokes- celebrado en una localidad de Connecticut, la cinta se trabó, y mientras los dos pringados movían los labios e imploraban al cielo que el escenario se los tragase, el estribillo se repetía una y otra vez. Total, que la discográfica renegó de ellos, el público y la prensa los crucificaron... ¡y hasta tuvieron que devolver el Grammy! Lo peor de todo es que Pilatus, que nunca superó la vergüenza, falleció de sobredosis tras un descenso a los infiernos que le hizo pasar de bailar por escenarios de medio mundo a robar coches y perpetrar atracos en Los Angeles. Lo dicho, que no sé qué me ha pasado hoy por la cabeza, pero así fue la historia y así os la he querido contar hoy.
Además de la bonita foto que ilustra la parte superior de esta entrada, quiero “rendirles homenaje” con este clip de la grabación de la gala de los Grammy Awards –cuando salen saltando al principio de la canción, confesadlo amiguitos, ¿no les daríais collejas hasta pinzarles las cervicales?- en la que consiguieron el premio que más tarde tuvieron que devolver vergonzosamente. Impagable la cara de asco del gran Ozzy Osbourne en el minuto 3’52” que seguramente ni imaginaba que acabaría compartiendo escenario más de veinte años después con un gilipollas llamado Justin.
Su comentario encaja a la perfección con mi pensamiento y conocimiento de causa.
ResponderEliminarPero esta puñetera canción forma parte de la banda sonora de mi vida.
Hasta tal punto, que es hoy y de vez en cuando la pongo, revitalizando mis ganas de sentirme vivo...
Lo sé, no soy perfecto.
En cuanto al gilipollas:
ResponderEliminarLlamale Justino, ya verás que no es para tanto...
jajajajajajajaja