Ocho
Junio de 2003
Ayer recibí una nueva postal. Es esta ocasión se trata de la correspondiente a la estación de Yoshiwara. Lo cierto es que ya comienzo a estar hastiado de este juego que no parece conducir a ninguna parte. ¿Qué sentido tiene esta pérdida de tiempo?
Hoy, muy temprano –de hecho, aún dormía- me ha telefoneado mi amigo Jörg. Su hija y mi Angus van juntos al colegio. A la niña le puso Kayleigh, por la canción de un grupo que se llama Marillion. El hombre es todo un personaje. Fanático del heavy metal, tiene el brazo derecho completamente tatuado desde el hombro hasta la muñeca con un diseño compuesto de multitud de dibujos en los que se enrosca un dragón japonés rodeado de nubes. Así, si uno tiene paciencia y los conocimientos o el interés necesarios, puede reconocer en imágenes a diferentes iconos del rock duro. Yo no tengo ni idea del tema, pero me lo ha contado tantas veces que soy capaz de recordar al detalle, aún sin tenerle delante de mi, a la rosa negra y azul que Jim Fitzpatrick diseñó para una portada de Thin Lizzy, la Gibson modelo Flying V de Michael Schenker, un cupido fumando como el de la portada del 1984 de Van Halen, un elfo que se parece a Ronnie Dio, el cañón de los AC/DC, el Mighty Mouse copiado del que lleva en el hombro un tal Tommy Lee –el que se casó con Pamela Anderson-, y algunos diseños más que ahora se me olvidan.
Jörg, aunque su imagen pueda sugerir lo contrario, trabaja como educador en un centro para adolescentes piscóticos –un cubo de cemento a medio camino entre Colonia y en el aeropuerto Konrad Adenauer, semioculto a la transitada A555 por una legión de abedules-, un lugar en el que los funcionarios como él van siempre acompañados por un vigilante de seguridad armado con un táser.
Antes, muy joven, había trabajado en el Deutsche Bank hasta que la presión de conseguir objetivos intentando por todos los medios que más y más clientes aportasen efectivo a su oficina o le encargasen hipotecas y planes de pensiones, le hizo dejarlo todo y estudiar magisterio. Cuando finalizó la carrera se especializó en educación especial de enfermos psíquicos. Ahora, después de trabajar de lunes a viernes con el tipo de jóvenes que aseguran ver sangrar a las paredes, se masturban compulsivamente en medio de la clase de matemáticas o son capaces de automutilarse y provocarse laceraciones sin sentir dolor alguno, a menudo mi amigo siente la necesidad de evadirse. En ocasiones lo consigue cogiendo su coche, un viejo pero aún llamativo Ford Capri MkII del 81, de color verde aceituna, con el capó pintado de negro y calzado con unos gruesos Goodyear E70 de catorce pulgadas. Muchos sábados, Jörg se compra una revista musical –Metal Hammer o Rockhard- y conduce lentamente hasta Bonn. Busca un lugar tranquilo y detiene el coche. Entonces abre las ventanas y se dedica a leer mientras escucha antiguas cintas de rock de los 80. Otras veces, lo que hace es llamarme para proponerme pasar un día en el campo. Hoy ha sido uno de esos días.
Inge, su mujer –a la que envidio el trabajo-, se pasará todo el fin de semana en París. Trabaja como diseñadora de trajes de baño para la firma de lencería Hechter Studio y acostumbra a pasarse gran parte de su jornada laboral rodeada de modelos semidesnudas. Jörg no lo sabía cuando me ha telefoneado, pero Hanna estará todo el sábado en Leverkusen, en una importante reunión de directivos de la división de pigmentos de Bayer. Así que su llamada, aún privándome de algunos minutos de sueño, me ha solucionado la papeleta de decidir como organizarle el día a Angus.
Hemos quedado en ir al Jahnwiese, un parque con zonas para hacer picnic, arboledas, campos de hierba y hasta un lago con patos –el Adenauer weiher- en donde los niños acostumbran a jugar con barcos teledirigidos. Angus no tiene ninguno, pero tampoco es que sea imprescindible para pasar un buen día. He pensado en llevar una pelota para que juegue con Kayleigh. También le he prometido a Angus que le compraré un helado en alguna de esas furgonetas que recorren el parque engatusando a los niños con sus vistosos colores y una musiquilla repetitiva que difunden gracias a unos enormes y potentes altavoces, obligándonos a nosotros los sufridos padres a ceder a las demandas de nuestros pequeños.
Cuando salimos de casa, mi hijo se muestra excitado ante la perspectiva de compartir el día junto a su amiga. Nos dirigimos con paso decidido hacia Schildergrasse. Es en la estación de Neumarkt donde nos reunimos con Jörg.
- ¿Como te va? –me pregunta, dándome un fuerte abrazo.
- Bien –le respondo, intentando disimular la apatía que me subyuga desde hace tiempo. Los niños brincan contentos a nuestro alrededor, y los cuatro cogemos juntos la línea 1 del StrasenBahn.
- ¿Sabes algo más de tu padre? –me pregunta. Él es una de las pocas personas a las que he confiado el secreto de la particular relación epistolar unidireccional que mi progenitor mantiene conmigo.
- Sí, bueno, supongo. Ayer recibí una nueva postal. En realidad ya no sé qué pensar.
Jörg advierte en mis palabras, o en mi manera de mirar hacia otro lado, cierta incomodidad, por lo que decide acertadamente cambiar de tema.
- ¿Y del nuevo libro, qué me cuentas?, ¿ya has decidido sobre qué escribir?
El libro, es cierto. Cuando empecé a recibir las postales lo dejé un poco apartado, pero estoy decidido a escribir una nueva obra. Cuando llegué a Alemania, no tenía ni idea de alemán. Al principio lo pasé un poco mal. Es duro sentirse tan aislado. Me costaba horrores salir de casa, el único lugar en el que me podía comunicar debido al domino que Hanna tenía del español. Pero no hay mal que cien años dure y, poco a poco, gracias al curso intensivo de alemán para inmigrantes al que mi esposa me obligó a inscribirme, conseguí adquirir una buena base sobre la que ir mejorando día a día en el conocimiento del idioma.
Por entonces, además de esforzarme por ser el perfecto amo de casa, Hanna me animó a publicar –ella me ayudó en la traducción- una novela que traía casi finalizada desde España. Por suerte, ya que no entiendo muy bien la razón, me lo editaron. Partiendo de la base de que el libro era de un autor novel y extranjero, “Cabezas de Hidra” se vendió razonablemente bien. Así que decidí dedicarme a escribir profesionalmente, aunque sin ninguna prisa, y afrontar el inicio de una segunda novela, esta vez directamente en alemán. He tardado unos años, pero aunque no paso ante el papel todo el tiempo que merece, estoy en ello.
- Aún se encuentra en lo que yo llamo fase de estructuración –le contesto-, pero todo esto de las postales de mi padre me tiene un poco desconcentrado.
- No deberías dejar de lado el trabajo –me aconseja-. Precisamente, necesitas tener algo más en mente que te distraiga de esta situación tan rara o, como mínimo, poco habitual en la que estás metido. Pero, cuéntame, ¿de qué va?
- La verdad es que no sé todavía hacia donde dirigiré la historia, pero intento darle forma a una trama en la que el personaje principal, al que aún no he decidido qué profesión asignaré, comenta en una entrevista que le hacen en televisión que cree que los restos de los Reyes Magos que reposan en la catedral de Colonia son, en realidad, osamentas de ovejas.
- ¡Sacrilegio! –me suelta Jörg riendo.
- ¿Qué dices?,pero si tú piensas lo mismo.
- ¿Y tú qué sabes? –me replica-. Oye, ¿y como continúa?
- Bueno, como puedes imaginar, esas declaraciones le sientan mal a mucha gente y, en particular, a una organización secreta que a partir de ese momento se propone matarle.
- ¿Y ya te has documentado bien?, piensa que con un texto así vas a torpedear las creencias de los habitantes de Colonia.
- Ya, pero seguramente tendré todo el apoyo de los de Düsseldorf –le contesto con sorna.
- Ves, eso es cierto –dice, guiñándome un ojo.
- No obstante, tienes razón. Yo no soy de aquí, y me gustaría comentarte los datos que he recogido para ver qué te parecen. Es decir, que si no te importa, te voy a soltar el rollo.
- Por favor –me anima- ¿qué mejor manera hay para distraerse?
- Por lo que he podido saber –le empiezo a contar, justo cuando nos apeamos del vagón en la parada de Rheinenergiestadion y nos disponemos a acceder al recinto del parque-, en el Evangelio de San Mateo se habla de unos emisarios de oriente de los que, en otros testimonios, se especifica que eran unos astrólogos persas de la casta de los Magi. Tras el episodio de la adoración se conoce bien poco del destino de esos sabios. El mismo San Mateo explica que, con el fin de poder burlar la vigilancia del Rey Herodes, regresaron a su hogar por un camino diferente al de su llegada, pero incluso en eso existen discrepancias. Otras versiones cuentan que fueron consagrados obispos y que, sobre el año 70 de nuestra era, murieron martirizados. Lo que está claro es que en la Biblia se indica que a Belén llegaron unos magos, que bien podría ser una confusión derivada de la similitud del vocablo con Magi, la casta persa, los cuales buscaban al Rey de los Judíos, y que portaban tres regalos para entregárselos a éste. Partiendo de la cantidad de regalos, la tradición popular establece que se trataba de tres hombres, cuando en las escrituras no se dice nada al respecto.
- O sea –me interrumpe Jörg, sintetizando toda mi perorata-, que lo de los tres Reyes Magos es una definición inventada años después de su llegada a Belén, ya que ni eran tres ni eran reyes.
- Exacto –le digo-, lo de que son reyes no aparece en escritos hasta bien entrado el siglo III. Además, distintas tradiciones han indicado que esos pretendidos magos podrían ser dos, cuatro, siete o hasta doce personas, afirmándose incluso que no hay nada que nos indique que entre todas ellas no hubiese alguna mujer.
- Uy, uy, uy –Jörg me mira con cara de loco y cruza los dedos índice de ambas manos formando la señal de la cruz- ¡Vade retro, hereje! ¿Como se te ocurre algo así?, mujeres adorando a Jesús, siendo parte activa en un episodio tan importante y básico de la tradición cristiana. Quita, quita...
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