Hoy hace veintidós años que una enfermera depositó en mis brazos su cuerpecito –no el suyo, el de mi hijita– para que pudiese enseñarla a los familiares que esperaban en el exterior de la zona de partos. Desde entonces mi corazón no ha hecho otra cosa que albergar amor y orgullo hacia ella, la que ilumina mi vida y la de su madre. Suena cursi –en realidad lo es– pero refleja lo que siento por mi pequeña princesa de metro setenta y ocho. T’estimo, filleta.
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