La derecha española vomitando bilis y Trump asesinando a un general iraní para –según él– mantener la paz. Lo de mi empresa ya ni os lo cuento. Así las cosas, me he dicho ¿qué mejor que programarme una película con la que me revienten las neuronas? Esa es la razón por la que mi primera reseña del año va para Eraserhead, una surrealista e infumable cinta considerada de culto... que no siempre es positivo. Porque sí, es de David Lynch y soy capaz de reconocer su valor transgresor y artístico, pero es un ladrillo tan opaco como los que taponan la ventana del apartamento de su protagonista. Rodada en blanco y negro y con una fotografía deliberadamente muy oscura, el argumento –por llamarlo de alguna manera– de esta cinta llena de simbolismos ocultos sobre los que se ha debatido en numerosas ocasiones y que sólo Lynch sabe a qué ideas enturbiadas por el alcohol, las drogas o un estado mental peculiar obedecían, nos muestra la vida de Henry, el apocado y gris trabajador de una imprenta. Estando de vacaciones, o eso dice, recibe un mensaje telefónico de su novia Mary que le invita a cenar a casa de sus padres. Allí se entera de que Mary ha tenido un hijo suyo no humano. Así que la pareja se casa. Una noche, agobiada por los llantos de la criatura, Mary abandona a Henry, quien desde ese momento cuidará de su extraño hijo (además de tener visiones extrañas, como una actuación musical detrás de un radiador, o beneficiarse a la vecina).
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